De los viajes, los turistas y los libros
Mientras que el viajero viaja —esto es, conoce lugares—, el turista visita no-lugares, réplicas, es decir, sitios sin identidad propia.
Peyró confiesa en sus diarios que ya apenas viaja. Entre otras cosas porque no conoce «a nadie que vaya de viajero que no sea un perfecto melón». Asegura, y con razón, que «desde que se extendió el rumor de que viajar culturiza, todo el mundo se aprestó a cambiar los libros por los vuelos de Easyjet». Y que, aunque sea algo generalizado, hay gente especialmente entusiasta de esta práctica: son los ciudadanos del mundo, los nómadas, los cosmopaletos; los que «no son de ninguna parte porque no tienen ningún sitio al que volver».
Yo, en esto, estoy con Peyró. Me cuesta encontrar motivos para viajar en un mundo cada vez más parecido; en un mundo en el que uno puede tomarse la misma hamburguesa en Helsinki y en Madrid o comprarse la misma camisa en Belgrado y en Kuala Lumpur. De hecho, todo eso contraviene el espíritu del viajero y lo sustituye por el del turista, que es su antítesis. Mientras que el viajero viaja —esto es, conoce lugares—, el turista visita no-lugares, réplicas, es decir, sitios sin identidad propia. Por eso dice Muray que «el turismo produce en el espacio lo que la modernidad produce en el tiempo: hacer feo todo lo que fue hermoso, hacer accesible todo lo que era inaccesible, hacer moderno o tourist-friendly todo lo que no lo era».
Con todo, por supuesto que siguen quedando bastiones que no han sucumbido. Debe haber, supongo, alguna granja al este de Irán en la que la Coca-Cola siga siendo algo exótico. Pero, de haberlos, no durarán mucho, porque así opera la globalización: atrofiando la experiencia (Benjamin dixit), homogeneizando lo diferente, empequeñeciendo el mundo. En consecuencia, me niego a aceptar que lo que hoy hace el hombre contemporáneo sea semejante a lo que hizo Marco Polo. Y no tanto porque él tardase tres años en llegar como porque durante su estancia en China no comió un solo plato de los que comía en Venecia antes de partir. Bueno, por eso y porque no se hospedó en un NH.
La conclusión lógica, claro, no es sólo que viajar no culturiza, sino que no puede culturizar. O, por lo menos, no tanto como pretenden los cosmopaletos, para quienes tomar un frapuccino en Bali es sinónimo de apertura de mente y sabiduría. Como mucho se trata de una afición, de una forma de divertirse que no dista en exceso de cualquier otra. Volvamos a comprar libros y dejemos ya de revestirla de una dignidad y una altura que no tiene.