Se acercan fechas importantes en el calendario de esta nuestra tierra (según donde uno more, serán unas u otras), algunas comarcales, otras regionales, incluso algunas que debieran unirnos y cada vez nos separan más. Bueno, nos unen en los destinos vacacionales, que muchas veces creo que es lo único que interesa a la sufrida y abnegada población.
Por tocarme ahora residir en la Villa y Corte de Madrid, por ahora Capital del Reino, en la que en esta ocasión (quizá pronto me obliguen a exiliarme a otros lares), tras poco mas de 48 horas, vendrá la que dicen es la segunda más importante «celebración» madrileña tras la de San Isidro. La fiesta de la Patrona de Madrid: La Almudena.
Celebraciones aparte, religiosas o profanas, pues toda religiosa fue pagana «in illo tempore», no tengo claro cuáles son los indicadores para valorarlas o para hacerlas «reivindicativas» de idiosincrasia o talante popular. Solo veo preparativos de viaje uniendo desde ayer viernes tarde, hasta la noche del nueve retornando a la morada. Supongo que en otras latitudes de la geografía hispana, dónde cada día es un santo y cada semana fiesta en una comarca, también se hacen cuitas de viajes y asuetos apurando horas, haciendo planes para, o eso decimos, descansar. Pero parece que el impulso de «un puente» va asociado causalmente a: escapar, huir, hacer, salir… No suele ser: descansar, celebrar, acompañar, y en los casos que pertinente lo consideren, «Orar».
Curioso que la festividad sea un martes, y siendo el lunes día laboral, e incluso en el calendario escolar, día pues de quehaceres, me encuentro que un porcentaje elevado de la ciudadanía, sean de capital o periferia, pillan «moscosos», días sin sueldo, vacaciones anticipadas, y hasta matan por cuarta vez a un familiar anciano. Un buen indicador será cuantos niños no asistan a su guardería o jornada escolar acompañando a sus padres en ese obligatorio periplo buscando la felicidad, que casualmente siempre reside en cualquier lugar diferente al que figura en nuestro censo. Aquellos que son avezados en la explotación de la pena, abordan a sacrificados abuelos para que ese día lleven a sus hijos a la guardería o colegio, y de paso también el martes queden a su cargo hasta el regreso de progenitores, pues se escudan en que sin niños aseguran tendrán verdadero descanso.
Cualquiera que me escuche diría que tengo algo contra el asueto o las festividades. Líbrenme el santoral en pleno de cualquier religión mono o politeísta, y de paso todos los sindicatos que velan por la no explotación del trabajador y evitar la alienación a la que el mundo somete a la «fuerza de trabajo». Sorprende que los unos tengan cada vez los templos más vacíos, y los otros respondan con soluciones del XIX para problemas del XXI. Pero eso es otra historia.
En realidad, reconozco que soy más de pensar en las festividades como formas culturales y en las vacaciones como oportunidades de ponerme al día de tareas atrasadas. Pero no hace falta que salten sobre mí, reconozco que mucha gente trabaja mucho, e incluso en lo que no le gusta; bastantes soportan situaciones laborales inadecuadas por aquello de mantener la renta familiar. Pero lo que no veo, o escasamente, es quien me justifique por qué despotricamos de ser unos «fiesteros», pero luego seamos los primeros en «pillar» ritmo en dejar atrás hasta a la propia sombra.
La única explicación para este paroxismo, la encuentro en que, de tanto santoral, tanta festividad laica, municipal, comarcal, autonómica, nacional o señalada en letras de Oro; al final sale una pléyade de diásporas festivas en las que sencillamente solo nos identificamos con la que nos toca y raramente con las comunitarias. Y estas son las que me importan. Esas que también deberían sentirse como algo comunitario, algo compartido.
Me parece inquietante que cuando por calendario una festividad cae en fin de semana, automáticamente se pasa a día laboral. Debe ser por el pacto de paz social que desde hace lustros mantiene en frágil equilibrio entre los derechos regulados y los adquiridos como propios como si de un valor sagrado fuera. Como cuando se daban cestas de Navidad a los empleados como «ayuda y alivio» en fechas de gastos complejos; pero si se decide la supresión de esa dádiva, rápidamente se es acusado en tropel de alma negra e infausto corazón. Una dádiva que se convierte en obligación.
Pero volvamos a las fiestas y sus acueductos. Una de las ramas que más me interesa de la metodología de Inteligencia es la Prospectiva. Y voy a hacer uso de ella. La festividad que se nos viene encima, una de letras de Oro, compartida por todos (se supone) y que es fundadora de lo que somos, aun saltándonos la Ilustración y con una Modernidad francamente deficitaria, se celebrará el nueve de Diciembre y tiene como nombre: Dia de la Constitución.
Y pronostico, que se hablará de unidad por aquellos que siembran discordia en sus palabras, se celebrará por aquellos que desean su derogación, volaran sus señorías bajo pretexto de celebrarlo en sus circunscripciones a lejanas tierras, tras la foto de rigor, quedándose sólo los que necesitan de su presencia en esa foto para seguir en las mentes de los votantes en el futuro. Habrá jornada de puertas abiertas en la sede de la soberanía nacional. Se rememorarán las veces que estuvo en peligro la incipiente Democracia. Los más avispados hablarán de la necesidad de su modernización hacia un transito «más acorde con los tiempos» … y todo tal y como aparece, desaparecerá al día siguiente.
Me sorprende que en los colegios nadie enseñe como se articula la carta magna y se incite a los alumnos/as a plantear sus implicaciones, sus vacíos en la aplicación, sus implicaciones morales o sociales, desterrar mitos falsos de cosas que dicen que dice y protege o que garantiza, y que, tras su lectura, se delatan las mentiras como mosca en plato de leche. Tan falsas como que es la celebración de todos los Españoles, pero que delata a la vez el momento de “sacar la patita” y ver de qué pasta estamos construidos.
En los colegios no se enseña en historia, en ética, en filosofía, en economía: qué es, porqué está construida de esa forma, que división tiene sus capítulos, secciones y articulado concreto; y mucho menos se lee o se comenta. Y seguro es que pocos docentes la han leído, para luego, si no contarla, al menos ejemplificarla en sus clases con sucesos de la cotidianeidad: derecho a la información, qué son derechos y deberes fundamentales, cuales son los limites del estado (y las autonomías son estado, aun cuando lo olvidamos) …
En definitiva, menos los que salen en la foto para ganarse el sueldo, «predigo» una escapada sin precedentes en aras de recuperar “la normalidad ante el forzoso confinamiento pandémico”.
La casa de todos no es un edificio, ni tampoco es una idea. Son unas treinta páginas, y se compone de un preámbulo, 169 artículos repartidos en un título preliminar y diez títulos numerados, cuatro disposiciones adicionales, nueve transitorias, una derogatoria y una final.
No es una bandera, no es un símbolo, y mucho menos es un texto. Es lo que nos permite configurar nuestra identidad, aunque parezca a veces que lo que nos identifica, son el sector terciario, la radiación solar y las caravanas de vehículos huyendo de un lado a otro. La constitución de 1978 que valió para saltar al vacío de un mundo avanzado y dejar pasados irregulares, en estos momentos es menos conocida que nunca. Mi familia me enseñó a leerla cada nueve de diciembre y a “celebrar la fiesta de la Democracia” honrando el esfuerzo de los que nos precedieron. Pero mientras en las aulas de medio mundo sus asistentes conocen las leyes que los conforman, protegen y limitan en sus ejercicios personales y grupales; por mi experiencia durante treinta años que realizo la misma cuestación, en los nuestros se acrecienta la displicencia ante su importancia, aumenta la asociación de la constitución con un día de asueto y con la ensoñación de un fin de semana de tres días.
Está claro que no vamos a dejar que una festividad institucional nos estropee la verdadera fiesta que nos une: hacer de los puentes acueductos, y usar torticeramente los derechos asignados para desde cualquier mesa, brindar por quien decidió que fuera día no laborable, arma arrojadiza entre nosotros y “un melón que dicen que no se puede abrir”.