"Si quieres venir, vacúnate"
Lo grave no es que los poderosos nos fuercen a vacunarnos; lo grave es que lo hagan los nuestros.
Dice el telediario que esta Navidad nos abstengamos de invitar a no-vacunados a nuestras casas y sé de uno que se lo ha tomado en serio: ha invitado a cenar a toda la familia excepto a su sobrino, que es amigo mío. «Si quieres venir, vacúnate», le dijo por teléfono. Luego, como en un amago de benevolencia, añadió: «Bueno, me vale con una dosis, que a todas no te da tiempo». Y mi amigo, claro, le colgó.
Este hombre, al que no conozco y no quiero conocer, es uno de esos ciudadanos ejemplares que nos ha legado la pandemia. Antes bastaba con que uno pagase los impuestos que le correspondiesen y no hiciera demasiados destrozos en su empresa, su casa o el bar de la esquina para que lo considerasen ejemplar. Ahora, en cambio, se debe vigilar que la mascarilla del prójimo esté bien colocada, insistir en que se respete la distancia interpersonal —¡seguimos en pandemia!— y exigir la vacuna a los demás antes de cenar con ellos. Por supuesto, también ayuda seguir con celo el resto de las recomendaciones que recoge el telediario, pues todas ellas provienen del nuevo oráculo de Delfos: la OMS.
Pero, en esto como en todo, los hay más papistas que el Papa. Existe otro modelo de ciudadano ejemplar que casi se ha pasado el juego: se trata de aquel que no se conforma con abroncar al prójimo que se descubre la nariz para respirar mejor o para evitar que se le empañen las gafas, sino que tiene, además, que denunciarlo. A voz en grito para que los que pasan al lado lo apoyen, o en las redes sociales —foto o vídeo incluidos—, o a la policía; qué más da. Lo que importa es que el denunciante note que lo jalean, que perciba que la sociedad agradece su labor cívica, solidaria, hasta patriótica. De ese modo, nuestro ciudadano ejemplar descubre en él un héroe y su vida, de repente, cobra sentido un martes cualquiera en un vagón de metro. «Ay, si tan sólo quedaran poetas para cantar mis gestas», parece pensar después de montar el pollo.
Quiero creer que esto es así, que todos estos ciudadanos ejemplares están persuadidos de que hacen el bien, siquiera para no desesperanzarme definitivamente. Y, en realidad, sus obras se fundan en una intuición cierta: de existir una amenaza para la comunidad política, habría que hacerle frente entre todos. Claro que eso no nos exime de tener que juzgar los medios y de elegir los que sean más adecuados para combatir la amenaza. Porque la elección de un mal medio pervierte inevitablemente el fin que persigue y porque las buenas intenciones no nos garantizan nada. De ellas está empedrado el camino al infierno.