Divulgando que es Historia
Ahora que estamos por cruzar este puente que los castizos nominan de la «Inmaculada Constitución», y en donde se celebran curiosamente patronazgo laico y religioso en dos días, centrémonos en la que es patrona de España, la Virgen de la Inmaculada Concepción (no, no es la Virgen del Pilar como muchos piensan. Ésta es la de la Hispanidad, aunque compitiendo con la Guadalupana, la Emperatriz de las Américas). Una virgen cuya corona de doce estrellas doradas sobre su manto añil tan bien conocemos como la que es bandera de Europa… aunque este hecho no sea reconocido ahora de manera oficial en aras de la imperante corrección política. No la vayamos a liar como pasó con la bandera de la Cruz Roja, que acabó teniendo versiones de Media Luna Roja y hasta Estrella de David Roja, por (decían) ser símbolo de los Cruzados. De traca.
Pero centrémonos en la Inmaculada. Y en cómo se convirtió en nuestra santa patrona. Nada menos que en Flandes, y con nuestros Tercios Viejos de por medio. Que en aquella guerra contra los herejes holandeses nos encontrábamos enzarzados hace ahora 436 años, en una que se llamó «de los Ochenta Años». Ya llevábamos diecisiete de tales dándonos la del pulpo contra aquellos rebeldes, cuando en un puente (realmente, en ausencia de) lejano, entre el 6 y el 8 de diciembre de 1585, y haciendo un frío propio de salir como noticia en todos los telediarios pero con razón, y con una pinta de nieves imposibles en esas latitudes como no las hemos visto ni en San Glorio. Con una humedad clásica de ciudad costera del sur (que se empeñan en no tener calefacción en invierno viviendo al lado de tanta agua, los muy irresponsables), allá que se encontraron estancados 5.000 soldados del Tercio de Bobadilla. Soldados morenos, rubios y pelirrojos, enjutos y espigados, recios y quijanos, que de todo había y hay en esta nuestra España mestiza desde Amílcar Barca, y todos con la misma mala leche (que eso es lo que nos cuaja a todos los pueblos de nuestra Iberia), confrontados a unos cuantos mucho más rubios de aquellos umbrosos Países Bajos de Zelanda, Holanda, Frisia y Brabante, con una absoluta falta de conocimiento de con quien se las verían.
En medio del río Mosa y del Waal, un afluente del Rin, se encontraron aquellos bravos, en no poco más que una colina que es lo que era la isla de Bómel, muy cercana a la localidad de Empel. Rodeados por diez buques holandeses, desde los que la artillería enemiga intentaría dar cuenta de ellos sin tener que presentar así batalla en campo alguno. Que era momento en que las tropas que luchaban bajo la vieja cruz de San Andrés o Borgoñona eran, más que temidas, imbatibles. El Almirante protestante Holak se las creyó halagüeñas al ver la clara superioridad de sus fuerzas y medios para salir victorioso de la situación, que pensó innecesario hacer matanza alguna para obtener la rendición de dicho Tercio. Con lo que mandó emisario para negociar la rendición hispana. Error. A la cuajada patria le salió otra de nuestras virtudes por las que todos iremos como poco al Purgatorio: el orgullo. Y la respuesta no se hizo esperar: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos».
El holandés se picó, claro. Y ya decidió que ni tregua ni cuartel. De ahí no iba a escapar un católico como no fuera para unirse con su Creador y con su Madre.
Ordenó abrir diques e inundar tales tierras bajas (que se llaman así por algo), y las aguas del Mosa inundaron y rodearon al campamento español dejándoles poco menos que un montículo, junto a la mencionada Empel, para agruparse. La situación no era buena. Calados hasta el tuétano, sin provisiones para aguantar tan inesperado asedio, que todo se lo llevaron las tempestuosas aguas, con un frío que ni los de León, Burgos o Teruel pueden aguantar (¡ni aún los navarros!), se prepararon aquellos mostachudos de este lado de los Pirineos a recibir más plomo que fundición vizcaína. Y les cayo la mundial.
Aquello tenía mala pinta. Pintaban todos los palos de tal modo para que aquellos García, Olabarría, Heredia, Ripoll, o Salvatierra… no ganasen ni las diez de últimas. Orden de zapa y trinchera, y a resguardo hasta que escampe, que el único fuego venía del cielo en forma de proyectil. Y en estas que un veterano soldado en la cava de lo que más parecía que iba a ser tumba que resguardo, diz que encuentra una tabla con la imagen de una vieja conocida: un retablo de la Virgen Inmaculada. Bien conocida digo, pues la devoción mariana parece que es costumbre y tradición arraigada desde tiempos en que hasta sobre una columna se le apareciera en nuestros pagos a nuestro Santo Patrón Yago. Y de la Inmaculada, de hecho, en el Museo del Ejército hay un estandarte de 1550 ya con tal imagen.
El Maestre de Campo Bobadilla no se lo piensa y ve en ello señal divina de que se encuentran bajo la advocación precisamente de la que aquellos herejotes reniegan, y tomando la tabla la enseña a sus hombres arengándoles: «¡Soldados! El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos. ¿Queréis que se quemen las banderas, que se inutilice la artillería y que abordemos esta noche las galeras enemigas?» La respuesta unánime fue casi sísmica por parte de aquellos valientes: «¡Sí, queremos!».
Y tras entonar con sus ásperas voces el Salve Regina a la Madre encontrada, preparáronse para tras la noche, dar la vida demostrando que a un español se le mata mirándole a los ojos y no desde la lejanía cómoda de aquellos bergantines, chalupas o lo que leñes flotara en esos ríos del demonio. Y que aquel fuerte desde el que también tiraban, iba a dejar de serlo tanto. Que al alba se cruzaría aunque fuera a nado, que más mojados ni helados se podía estar. Pero en algo se equivocaron. Pues en aquella madrugada de aquel 8 de diciembre una aún más inusual helada, con unos vientos que quién sabe de dónde soplaban, parecía que iban a congelar hasta el alma. Aunque no fue eso lo que congeló, sino el maldito río, que amaneció en estado más sólido que ánimo de veterano. Aquello fue un milagro. Por tal lo tuvo el Tercio de Bobadilla, que vista la ocasión de poder salir andando de aquel encierro natural, no lo dudó más.
Una avanzadilla se lanzó andando con tiento por ese puente natural a la toma de los barcos, de los cuales no quedó ni yesca para brasas. Era tiempo de devolver el trato recibido, y tras los barcos a por el fuerte que se fueron aquellos que hacía un día no parecían sino moribundos que nada podían esperar sino hacer buena en mala hora aquella coplilla de «España mi natura, Italia mi ventura, Flandes mi sepultura». Hoy se abrirían muchas, pero no serían españolas. El asalto fue brutal. La acometida, invencible. El resultado, invariable. La victoria fue tal, que el almirante Holak no tuvo otra que decir: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro». Pues de aquellos bravos comentó: «Eran cinco mil españoles que eran a la vez cinco mil infantes, y cinco mil caballos ligeros y cinco mil gastadores y cinco mil diablos».
Los católicos holandeses fueron los que llamaron a aquella acción El Milagro de Empel, tras el que la infantería de los Tercios proclamó como su patrona in pectore a la Inmaculada. Cientos de años pasarían hasta que se reconociera tal Virgen como patrona patria, como dogma de fe tal Concepción, y como oficial de la Infantería española, tal patronazgo. Poco importa. Desde entonces, y si alguna vez pasan por esos parajes o les da por hacer aquello que se llamó el Camino Español, podrán pasar por el citado Empel. Un enclave católico entre protestantes, donde encontrarán una pequeña iglesia, casi una ermita, y donde podrán ver un altar con una Virgen Inmaculada, escoltada por una bandera rojigualda de mochila con las armas de infantería, y un viejo morrión español en recuerdo de unos hombres que nunca se dieron por vencidos. Y que se fiaron de la Virgen aunque tampoco cejaron en su empeño por salir adelante. Tal vez deberíamos tomar nota. Aunque toda esta historia sea hoy tan políticamente incorrecta, como la misma bandera de Europa.