Es molesto, casi ofensivo, que haya quien se sorprenda del hostigamiento a la familia de Canet de Mar que ha pedido que se eduque a su hijo en español además de en catalán. Pero es todavía más molesto que quienes se indignan se acojan a las leyes para defender la petición de la familia. Como si no supiéramos todos a estas alturas que determinadas leyes en Cataluña tienen poco predicamento; como si no supiéramos que hacen lo que les da la gana cuando les da la gana; como si no supiéramos, en fin, que los que deberían obligar a cumplir las leyes allí están de acuerdo con los que se las saltan.
¿Y cómo no iban a saltarse las leyes si a cada envite nacionalista el Estado responde mostrando debilidad? Es lógico que se sientan impunes: después de todo han logrado mantener su cota de poder, su presencia en las instituciones y su influencia. Ni un solo pulso ha ganado el Estado —encarnado en los sucesivos gobiernos— al nacionalismo catalán, pues ahí sigue, más combativo que nunca. Y la prueba es González Cambray presentándose en el colegio de Canet y acusando al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de «romper la convivencia». En una sociedad sana, ese tipejo que ha alentado el acoso a un niño de tres años y su familia no podría volver a salir tranquilo de su casa.
Pero González Cambray sale tranquilo de su casa y no es su foto, sino la del padre del niño, la que se difunde junto a mensajes amenazantes por las redes sociales y la prensa nacionalista. Porque en España gozan de la misma legitimidad los que quieren romper la comunidad política que los que trabajan por su unidad y prosperidad; y porque en Cataluña, desde hace ya, mandan los primeros y obedecen los segundos.
Aunque tengo alguna intuición, no estoy seguro de si esta situación es consecuencia del centralismo, como dice Prada, o de si esta situación hay que combatirla con centralismo, como dice Insua. De lo que sí estoy seguro es de que es insostenible y de que mediante el diálogo y la negociación no se va a lograr nada. Ni siquiera creo que pueda lograrse tratando de persuadirlos. Uno no trata de persuadir a un ladrón para que no robe, ni a un violador para que no viole; uno le aplica el castigo que merece. Porque, como explica Tomás de Aquino, la finalidad del castigo no es la reinserción, sino el restablecimiento del orden. Y en Cataluña, muy a nuestro pesar, el orden lleva tiempo desaparecido.