La universidad española: una tubería llena de fugas
El modelo español es ineficaz tanto en la utilización de recursos como en la formación de talento, y profundamente inequitativo porque reparte títulos sin valor
La sociedad española valora la educación universitaria como el principal motor de movilidad social. Por ello, en las últimas décadas, se ha hecho un esfuerzo hercúleo para conseguir expandir el acceso a la universidad a un número cada vez mayor de estudiantes. Las familias siguen creyendo que si sus hijos consiguen una titulación universitaria representará un pasaporte a un trabajo de calidad y un seguro de vida profesional. Lamentablemente se trata de un espejismo, que dejó de ser cierto hace tiempo. El esfuerzo ingente de toda la sociedad ha tenido unos retornos muy pobres.
Definir como meta el acceso universal a la educación terciaria parte de un concepto de equidad que, no por estar distorsionado, deja de conferirle aún mayor fuerza. Así, parece haber un acuerdo generalizado sobre la función de «igualador social» de la universidad pues se le atribuye el papel de compensar por todas las desigualdades educativas que se puedan haber producido en etapas anteriores de la educación. Según esta visión, la universidad debe dar oportunidades a todos y cerrar las brechas que no se hayan superado en etapas educativas anteriores. Como consecuencia, la idea de que no debe de haber barreras ni económicas ni académicas para acceder a la universidad, se ha convertido en un dogma indiscutible. Aun siendo plenamente consciente del riesgo, mi objetivo es refutar este dogma ideológico con datos.
La educación española se asemeja a una tubería llena de fugas de gran calado por donde una proporción sustancial de los estudiantes se salen del sistema en puntos clave. Estas pérdidas representan desde mi punto de vista la peor forma de inequidad que se puede dar en un sistema educativo. Por tanto, centrar todos los esfuerzos en aumentar el número de alumnos que comienzan diferentes etapas educativas, sin prestar atención a su progresión, a la tasa de finalización, ni al nivel formativo, representa un flaco servicio a los estudiantes. Es por ello que la obsesión de las leyes educativas recientes por centrarse fundamentalmente en aumentar la inversión, en concreto la que atañe a la universidad, yerra el tiro. Por mucho gas que se inyecte en la tubería, la mayoría se saldrá por las grietas y no se conseguirá mejorar la calidad del sistema. Lo verdaderamente importante es que la inversión se destine a aquellos factores que tienen la capacidad de mejorar los resultados. Urge cerrar esas grietas.
«España sigue siendo uno de los dos países de Europa con una tasa más elevada de abandono educativo temprano»
La principal fuga se da en la educación obligatoria, una etapa en la que España destaca por la elevada tasa de abandono educativo temprano. A pesar del descenso en la proporción de estudiantes que abandonan los estudios, muy marcado entre 2011 y 2016 (del 26,3% al 19%) en parte debido al impulso de la formación profesional que supuso tanto la aprobación de un nuevo modelo de FP dual como la LOMCE, y menos acusado a partir de este año (disminuye hasta el 16% en el 2020) España sigue siendo uno de los dos países de Europa con una tasa más elevada de abandono educativo temprano. Muy por encima de la media europea (9,9% en 2020) y aún muy lejos de las metas fijadas para el 2030. Estos estudiantes abandonan sin haber adquirido los mínimos conocimientos y competencias por lo que muchos se convierten en ‘ninis’ y están abocados a sufrir elevadas tasas de desempleo a lo largo de su vida.
En principio sería razonable pensar que no hay nada que la universidad pueda hacer por evitar la brecha más sangrante del sistema educativo español. Sin embargo, con la aprobación reciente de la LOMLOE se pretende encubrir la mayor debilidad del sistema educativo permitiendo que se pase de curso y se titule con suspensos, y generando la mayor inflación de notas de la historia. Como consecuencia de ello en los años de mayor impacto del covid, cuando los colegios tuvieron que cerrar, se ha dado el mayor descenso en abandono educativo. Obviamente la solución es una trampa, que acarreará consecuencias nefastas. En lugar de diseñar políticas que permitiesen a los alumnos optar por una mayor flexibilidad en las opciones, o que incentivasen un rendimiento mejor, se ha optado por una laxitud extrema. Independientemente del nivel de rendimiento de los alumnos, todos pasan de curso y titulan. El desajuste entre nivel de conocimientos y titulación consigue maquillar las estadísticas, pero despoja de cualquier valor al título.
La inflación de notas también afecta también a la EBAU pues en el 2020 se modificó el formato para dar más facilidades a los alumnos lo que desembocó en un 96% de aprobados y un aumento desorbitado del número de sobresalientes en los dos años siguientes. Es decir, se consiguió que la selectividad no seleccione.
El papel que se le asigna a la Universidad como «igualador social» ha supuesto una movilización de recursos de tal magnitud que han permitido un crecimiento rápido del número de estudiantes que acceden a la Universidad hasta convertir a España en miembro del selecto grupo de países que tiene una proporción de estudiantes en educación terciaria no sólo superior a la media de la UE, también por encima de la meta definida para el 2030. Le sacamos la delantera a muchos países europeos, entre otros Finlandia y Alemania.
«El problema es que las políticas universitarias se centran en la inversión y el número de alumnos y no en la tasa de graduación y su formación real»
En teoría, la formación de estudiantes universitarios debería de traducirse en enormes retornos tanto para los egresados universitarios, que deberían conseguir mejores empleos y salarios, como para el país, que con un capital humano de este calibre debería de despuntar en cuanto a productividad y competitividad. Pero los datos indican que los retornos son muy pobres, tanto a nivel individual como agregado. ¿Qué es lo que falla? Desde mi punto de vista el problema fundamental es que las políticas educativas (y en concreto las Universitarias) se centran en los inputs (inversión y número de estudiantes) y no en los outputs (tasa de graduación y nivel de formación real de los egresados). Vayamos por partes.
Si analizamos el nivel de fugas en el sistema universitario la primera aparece muy pronto: más del 20% (1 de cada 5) de los estudiantes abandonan la titulación elegida el primer año y la gran mayoría no continúa ningún estudio universitario. Destaca la rama de artes y humanidades donde esta cifra asciende hasta casi el 30% de los estudiantes de primer año. La nota de admisión tiene una influencia clara en la probabilidad de que un estudiante abandone los estudios universitarios. Casi la mitad (44,5%) de los estudiantes con una nota entre 5-5,5 abandonan, mientras esta cifra desciende a un 11,7% de los estudiantes cuya nota está entre 12-14. Por tanto, si la principal función de los sistemas de admisión es detectar a los estudiantes con más probabilidades de aprovechar los estudios, claramente las notas deberían de tener un peso mucho mayor.
Pero para los ministros de Universidades de los Gobiernos de Sánchez esto supone ir contra la equidad. Manuel Castells afirmó que «condenar a los alumnos por un suspenso es elitista, machaca a los de abajo y favorece a los de arriba». Esta frase es muy reveladora porque condensa un conjunto de prejuicios sobre educación en gran medida responsables de la mala calidad de nuestro sistema educativo. En primer lugar, un suspenso no es una condena, es una señal de que no se ha obtenido un nivel de rendimiento adecuado, por lo que tanto los profesores como el estudiante deberían de responder poniendo en marcha soluciones para superar el retraso en el aprendizaje. En segundo lugar, un gestor de un sistema educativo que asume que los estudiantes de entornos desfavorecidos van a suspender mientras que «los de arriba» van a sacar buenas notas, sencillamente capitula respecto a la responsabilidad de todo sistema educativo de poner en marcha mecanismos compensatorios que ayuden a los que tiene puntos de partida más difíciles a superarlos. En tercer lugar, pretender que la ausencia de métricas que miden el nivel de rendimiento de los alumnos va a eliminar los problemas subyacentes es un engaño a sí mismo y a quienes debería servir (los estudiantes, me refiero claro). Las métricas (aprobados o suspensos) son como los termómetros que miden la fiebre pero no la causan; su eliminación sólo conduce a ignorar síntomas de patologías serias del sistema educativo y por tanto a no buscar los tratamientos más adecuados. Pero quizá lo más importante es que un sistema laxo, sin exigencias, ni métricas, en el que los títulos no tienen valor, es una farsa monumental, que deja precisamente a los más necesitados sin el motor de movilidad que podría transformar sus vidas.
La ineficacia del sistema también se refleja en la proporción de estudiantes que termina sus estudios en los años que corresponden a la titulación: tan sólo un 38,3% y con un año de retraso sólo el 51,8 (la mitad de los estudiantes). Es decir, muchos abandonan, la mayoría se eterniza.
«La tasa de empleo de los estudiantes con educación superior en España es muy inferior a la media de la UE»
Pero lo más importante es evaluar si un título universitario representa un nivel mayor de empleabilidad, trabajos de mayor calidad y salarios más elevados. Los datos ponen de manifiesto unos retornos mucho más bajos de lo esperado. Aunque los egresados españoles sufren un nivel de paro menor que los estudiantes que no han alcanzado este nivel, su nivel de paro es muy superior a la media europea. La tasa de empleo de los estudiantes con educación superior en España es muy inferior a la de la media de la UE y similar a la de estudiantes cuyos estudios terminaron en la etapa secundaria postobligatoria en el resto de países.
Entre aquellos que consiguen un empleo, muchos aceptan un trabajo que requiere una cualificación menor. Por tanto, históricamente España ha tenido una proporción de universitarios «sobrecualificados» muy por encima de la UE. La interpretación más extendida es que en España el mercado laboral no oferta empleos a la altura de las «generaciones mejor formadas de la historia». Es decir, que la educación le lleva la delantera al sistema productivo. Es fundamental examinar en detalle en qué consiste este desajuste. Según los datos aportados por PISA que evalúa estudiantes de 15 años y la encuesta de la población adulta entre 16 y 64 años (PIAAC) el nivel de conocimientos y competencias tanto en la educación obligatoria como en la terciaria son inferiores a la media de la OCDE. En concreto, los universitarios españoles tienen un nivel de competencias numéricas y de lectura muy inferiores a la gran mayoría de los países participantes en la encuesta de la población adulta, y similares a los de estudiantes de secundaria en muchos países europeos. Por tanto, la narrativa de la «sobrecualificación» es equivocada, el problema radica en la baja calidad del sistema educativo pues los estudiantes universitarios adquieren un nivel competencial bajo (underskilling). Es decir, los universitarios españoles aceptan trabajos que no requieren el título, pero para los que su nivel competencial se aproxima a lo que se demanda. Esta interpretación se refuerza con el hecho de que, aunque el sistema genera muy pocos universitarios con niveles altos de competencias, éstos sí ocupan trabajos que requieren una alta cualificación. Dicho de otra forma, el entorno laboral presta poca atención a titulaciones universitarias que no son señales creíbles del nivel de competencias y ajusta la demanda al nivel competencial real de los universitarios.
Análisis recientes ponen de manifiesto que las debilidades de nuestro sistema educativo en las etapas post-obligatorias son de tal magnitud que no hay una mejora en comprensión lectora entre los 15 y los 27 años, a diferencia de lo que ocurre en la gran mayoría de los países de la OCDE.
El sistema universitario español sufre otro tipo de desajustes: entre la rama de estudio elegida y la demanda del mercado laboral. Una proporción mucho más elevada de lo que demanda el mercado laboral elige artes y humanidades, así como ciencias sociales, mientras que el número de estudiantes en STEM sigue siendo muy reducido. Este desfase da lugar a elevadas tasas de paro en particular entre los estudiantes de artes y humanidades. En resumen, España sufre de todo tipo de desajustes y de un bajo nivel de formación, lo que da lugar a problemas estructurales sangrantes: altas tasas de ‘ninis’, alto desempleo juvenil, baja productividad y bajo nivel de competitividad de las empresas.
«Este nivel de ineficacia tan pernicioso se mantiene porque sale gratis»
Este nivel de ineficacia tan pernicioso se mantiene porque sale gratis. Otra convicción derivada de un concepto erróneo de la equidad es que la Universidad ha de ser gratuita para todos con el fin de asegurar que estudiantes de todos los entornos socioeconómicos puedan acceder a ella. Obviamente, el problema es que este planteamiento encubre una falsedad, porque la educación no es gratuita. La pregunta, por tanto, es cómo se debe de repartir el gasto entre el estudiante que debería obtener beneficios directos de obtener un título universitario y el resto de la sociedad que con sus impuestos paga la inversión pública en educación.
Las soluciones que han dado diferentes países a este dilema dependen en gran medida de la proporción de estudiantes que acceden a la educación terciaria y cuál es su entorno socioeconómico. En países donde todavía accede a la Universidad una proporción reducida de la población que disfruta de una posición privilegiada, pretender que a estos estudiantes les pague la educación el resto de la población que tiene un nivel socio-económico menor y cuyos hijos tiene menos probabilidades de acceder a la Universidad equivale a una redistribución de recursos regresiva y, por tanto, incompatible con la equidad. Aun así, la principal demanda de los sindicatos de estudiantes en países donde se da esta circunstancia, como Chile, sigue siendo la gratuidad universal pues se asocia a igualdad de oportunidades. Pero esta meta se consigue con becas para los estudiantes desfavorecidos, no con la gratuidad universal.
Desde mi punto de vista, el país que mejor ha solucionado este dilema es Inglaterra. Además de las becas para los estudiantes sin recursos, se han desarrollado préstamos contingentes para el resto de la población, es decir, todos los estudiantes financian sus estudios con fondos públicos, pero quienes se benefician de conseguir un salario por encima de un umbral están obligados a devolver lo que la sociedad les ha prestado. Este modelo consigue que los retornos personales que se obtienen de un título universitario se reintegren a los fondos públicos, de forma que puedan ser aprovechados por otros. No menos importante es que incentivan a los estudiantes a considerar el nivel de empleabilidad y salarial de diferentes titulaciones a la hora de elegir.
Otros países han optado por la gratuidad, pero a cambio han restringido el acceso a la Universidad a los estudiantes con mejores notas, de forma que se maximicen las posibilidades de éxito y aprovechamiento de la carrera, y se evite el despilfarro de los recursos públicos.
En España no se hace ni lo uno ni lo otro. Como hemos visto, una proporción elevada de alumnos accede a un sistema universitario poco selectivo respecto a las notas, con la excepción de unas pocas titulaciones muy demandadas o con numerus clausus. Quienes acceden con notas bajas tienden a abandonar los estudios y el resto alarga los años de estudio sin penalizaciones eficaces. A pesar de algunas diferencias entre Comunidades Autónomas, las tasas universitarias son bajas y cubren una parte reducida del coste real de los estudios; finalmente, todos los estudiantes sin recursos obtienen una beca.
«Este modelo es profundamente inequitativo puesto que reparte títulos sin valor»
Este modelo no sólo es ineficaz, tanto en la utilización de recursos como en la formación de talento. Es profundamente inequitativo, puesto que reparte títulos sin valor y un nivel de formación deficiente deja a los más desfavorecidos sin el ascensor social que supone su única oportunidad de mejorar sustancialmente su vida. La equidad no consiste en dar poco a muchos. La equidad requiere de políticas educativas que minimicen el impacto de factores como el entorno socioeconómico sobre el rendimiento de los alumnos y que aseguren que todos adquieren un mínimo nivel competencial. Pretender que esto se consigue bajando el rendimiento de todos mientras se presume de cifras de acceso a diferentes etapas educativas, es un engaño colosal.
Pero cabe preguntarse si este fracaso se debe sólo a la ideologización de la educación bajo el paraguas de la equidad o si las reglas de funcionamiento del sistema juegan un papel relevante. En mi opinión, juegan un papel fundamental. Como se ha puesto de manifiesto en numerosos análisis de expertos que llegan a conclusiones muy similares, el triángulo fundamental lo componen: gobernanza, financiación y atracción del talento, así como la rendición de cuentas.
Empezando por lo último, es algo excepcional que la universidad española (amparándose en la autonomía universitaria) no rinda cuentas a nadie. Ni sobre la tasa de graduación, nivel de formación, cantidad y calidad de la investigación, o empleabilidad. La falta de rendición de cuentas conduce a sistemas que sólo buscan servirse a sí mismos.
La financiación debería de jugar un papel fundamental en la creación de los incentivos adecuados para mejorar la docencia y la investigación, como ocurre en los sistemas más exitosos donde una parte importante de la financiación se asigna en función de los resultados obtenidos. Pero el modelo español básicamente obliga a las Comunidades Autónomas a financiar sus universidades de acuerdo al número de estudiantes por año. Esta fórmula crea un incentivo perverso que conduce a aceptar al mayor número de estudiantes posible, a canalizarlos hacia las titulaciones que tienen un coste menor (las no experimentales), ofrecer grados de 4 años cuando en Europa son de 3 y a promover que alarguen sus estudios cuantos más años mejor.
Al poner el foco en el número de estudiantes también se consigue aumentar el número de profesores, lo que refuerza los apoyos a rectores que son elegidos por profesores, estudiantes y personal no docente de su Universidad. Esta dinámica también promueve que se asignen las plazas de funcionarios a personas de la institución (endogamia) que amplían la base de poder del rector. No hay incentivos para atraer talento fuera de la universidad pues los resultados tanto de la labor docente como investigadora, no suponen beneficios relevantes.
En resumen, estas reglas de juego han creado una red de intereses con raíces muy profundas que, a pesar de no estar alineados con los intereses de los alumnos por obtener una buena formación, oponen una resistencia monumental a los cambios. La mayor falacia es disfrazar estos intereses creados de búsquedas de la equidad.
Montse Gomendio es profesora de Investigación del CSIC. Es también la exdirectora del Centro de Competencias de la OCDE y exsecretaria de Estado de Educación.