En contra de la voluntad del pueblo
«En nombre de la mayoría se han cometido los peores crímenes del hombre y las masas que han seguido a los dictadores no los hacían menos dictadores»
Dicen que la decisión del TC de paralizar la renovación del TC contraviene la soberanía popular en cuanto condiciona la voluntad de un Parlamento. En realidad, lo que evita es que el Parlamento vulnere los derechos del propio Parlamento, pero es inútil el argumento, pues entra en juego la defensa de la soberanía popular y, así vista, la soberanía popular, ¿a quién no le va a gustar?
Se nos presenta uno de esos conceptos cuchillo que entran como una lanza en la mantequilla. La soberanía popular se usa para justificar las mayores tropelías. ETA defendía la voluntad del pueblo vasco matando a cientos de personas. Puigdemont enarbolaba la soberanía popular para atacar la Constitución. Ahora la evoca Sánchez con un aire grave casi de pésame de tanatorio de la democracia y de Arias Navarro revisitado. La soberanía popular ha muerto, dice, y Sánchez viene a resucitarla en una nueva mitología hercúlea, febril y sanchista.
La voluntad del pueblo consume cualquier matiz. Si le ponen a uno ante el dilema de elegir al pueblo o las élites, los banqueros, los periodistas o los jueces, solo el gorila de la canción de Georges Brassens elegía al juez. En Gare au gorille -cuidado con el gorila-, un potente simio se escapaba del zoo y sembraba el pánico en la ciudad. En aquellos momentos de confusión, todos escapaban menos una anciana y un joven juez despistado. El gorila, poseído por los más bajos instintos amatorios, tomaba una decisión equivocada a juicio de Brassens, indultaba a la anciana y daba rienda suelta a su amor con el magistrado que en sus brazos pedía clemencia «como el hombre al que esa misma mañana había mandado decapitar».
«Todos los autoritarismos, desde los más blandos hasta los peores dictadores, identificaron la voluntad del pueblo con la suya propia»
Yo escucho lo de la soberanía popular y me entran unas ganas de coger la carretera de Francia que no veas, pues el término está en boca de todos los justificadores de dictaduras. La soberanía popular no aparece en la Constitución, que sí habla de la soberanía nacional. Se refiere a que del pueblo emanan los diferentes poderes del Estado, contrapesados entre ellos y siempre sujetos a la aplicación de la Ley en lo que se conoce como Estado de Derecho.
La soberanía popular habla de otra cosa, pues se cita como una fuente superior de la que emana un poder irrevocable que complace al pueblo sea cual sea su voluntad -casi su capricho- por encima de cualquier norma. Aquí se abre la puerta al poder absoluto de la mayoría despótica de Gobierno. La suite es bien conocida y sigue el mismo esquema en tantos episodios de la historia que sería inútil enumerarlos. Basta constatar que todos los autoritarismos, desde los más blandos hasta los peores dictadores, identificaron la voluntad del pueblo con la suya propia. Los mayores y más peligrosos majaderos creyeron que el pueblo eran ellos. La soberanía popular expresada así sola es la puerta de entrada de todos los demonios. La democracia no tiene que ver tanto con el respeto a la voluntad ciega de la mayoría, si no con el respeto a las minorías, pues en nombre de la mayoría se han cometido los peores crímenes del hombre y las masas que han seguido a los dictadores no los hacían menos dictadores.
Como si no hubiéramos aprendido nada, seguimos a vueltas con la soberanía popular en el discurso de la nueva izquierda con sus alusiones al pueblo, a las cosas populares y a los orinocos mitológicos y emocionales que surcan su psicoanálisis revolucionario. Se escucha aquí un eco verbal de los procesos que pusieron en cuestión el sistema al otro lado del charco, tan al otro lado del charco que uno se acuesta en Utrera y por la mañana pone la radio y no sabe si está en Santiago de Chile, en Rosario (Argentina) o en Caracas, todo en favor de la supuesta democracia.