La hora del odio
La mentalidad inquisitorial de nuestro pasado encuentra su continuidad entre los adictos de Sánchez, Podemos, el independentismo catalán y demás sectarios
El 23 de enero de 2023 tuvo lugar en el Instituto Cervantes una ceremonia de homenaje al gran historiador de la literatura, José-Carlos Mainer, amigo entrañable desde hace más de medio siglo. Fue un acto simpático y esclarecedor sobre la obra del autor de Falange y literatura y de La Edad de Plata, en el curso del cual su eterna y feliz compañera Lola Albiac, también historiadora, y su discípulo Jordi Gràcia desgranaron, con brillantez, no solo las principales dimensiones de la obra de Mainer, sino su formación, sus preferencias personales, un estilo narrativo que llegó a ser propio al favorecer el encuentro entre literatura y sociedad.
A título de espectador, la felicidad por el reencuentro con dos viejos amigos en la cima de su carrera, se vio perturbada por un incidente que no esperaba. Tuvo lugar minutos antes de iniciarse el acto. Sentado yo en segunda fila, junto al paseo central, al lado de una señora desconocida, se acercó a nosotros un hombre de mi edad para hablar con ella, si bien pronto se vio que me identificaba. A mi me sonaba, sin más. Por decir algo, para justificar mis dudas sobre quien era, comenté que los años pasan. Él replicó tajante: «Para ti, no. ¡La mala leche te conserva!». Sorprendido, pero dándome cuenta de qué orilla ideológica venía el navajazo, contesté: «No es eso. Al seguir siendo socialista, ahora solo siento tristeza, una gran tristeza». Se marchó, sin despedirse. Entonces, como si no hubiera pasado nada, y pensando yo que la mayoría de asistentes pertenecía a la docencia, pregunté a mi vecina quien era «el profesor» (sic) que habló con nosotros hacía unos minutos. «Manolo Gutiérrez Aragón», me dijo y pasó también al silencio. Yo conocía al director de cine desde hacía cuarenta años, con unas relaciones intermitentes pero cordiales, que se concretaron tiempo atrás en la invitación personal para la presentación de su película sobre el terrorismo etarra, Todos estamos invitados. Tras unos comienzos en el PCE, siempre había estado próximo al socialismo. Ahora, si se trataba efectivamente de él, no dudó en la agresión verbal contra quien pensaba de otro modo.
Era lo mismo que me había sucedido con mis amigos catalanes, el sindic de greuges Rafael Ribó, Ernest Fontbona, el embajador de la familia López Delpecho, no ya nacionalista catalán, sino además ligado al PSOE, quienes al descubrir la actitud crítica frente al secesionismo, abandonaban la amistad para exhibir el odio. Es más, un líder de opinión catalanista de apariencia razonable, Enric Juliana, ante mis primeras críticas de 2012 me acusó en La Vanguardia nada menos que de ser un Janos Kadar que pedía la entrada de los tanques rusos/españoles en Barcelona. Balance: resulta obvio que la dimensión personal no cuenta, al lado de la voluntad de satanización de quien se atreve a practicar la libertad de expresión contra la vocación de control totalitario de las conciencias del independentismo catalán, o ahora del seudosocialismo de Pedro Sánchez.
«En nuestro pasado, la mentalidad inquisitorial formaba parte del nacionalcatolicismo bajo Franco»
No cabe pensar, sin embargo, que la vocación de diabolizar al adversario es algo nacido con la última crisis. En nuestro pasado, la mentalidad inquisitorial formaba parte del nacionalcatolicismo bajo Franco, igual que con menor intensidad de sus adversarios comunistas. Mi experiencia dentro del PCE habla de la desconfianza contra quien no profesa la ideología tradicional, por mucho que la doctrina oficial del partido girase hacia la democracia. «Tu eres demócrata, no comunista», era algo que pude escuchar más de una vez. Cuando la célula de mi facultad temió por error que yo solicitaría el ingreso en el Partido, decidió rechazarla por ser «socialdemócrata y menchevique» (algo así como el último mohicano: maravilloso), y la hija de una figura histórica que supo de las relaciones con mi eterna amiga Lola, la advirtió: «¡No debes ser amiga de Elorza: es un peligroso homosexual y antipartido!». Claro que lo opuesto también ha funcionado. A pesar de mi simpatía inicial por Rosa Díez, su número dos escribe que «yo procedía del comunismo más ortodoxo» (ver Wikipedia). No importa que Carrillo pensase de otro modo. Negó haberlo escrito, con la cita a la vista. Traté de que Maite Pagaza interviniera, sin éxito. Entre tanto, Podemos logró meter en Wikipedia que yo soy el último novio político de Rosa. Ahí está. Falso. Calumnia que algo queda. Todo sea por destruir a una persona a la que no puedes reducir de otro modo.
Nada tiene de extraño que los medios nacionalistas, tanto de ETA como del PNV, siguieran la misma pauta de descalificación. En el grupo de universitarios filo-etarra al que pertenecí en los años 60, supe que mi apodo cariñoso era «el cabrón del español de Elorza». Lo confirmé al encontrarme con un miembro del grupo en octubre de 2020 en San Sebastián. Las explosiones de odio se sucedieron desde entonces hasta el presente. Incluso con rasgos humorísticos, cuando hace tres años Anasagasti, con apoyo en Erkoreka, me califica de «Agustina de Aragón» por mencionar esa guerra de Independencia, al parecer inexistente, según habría demostrado sin apoyo de documento alguno, un conocido historiador luego aludido a cuenta de su declaración en un proceso. Anasagasti nunca me perdonará por haber demostrado su ignorancia del euskara y del pensamiento de Sabino Arana al celebrar el centenario del fundador en ETB. Resultado: cualquier ocasión es buena para mandarte al infierno, en especial si te cuelgan, en Euskadi o en Cataluña, la etiqueta de españolista. Lo personal no importa; cuenta el ambiente donde el pluralismo democrático resulta aplastado.
Lo mismo sucede desde la vertiente opuesta. Cuando en julio de 1988 participé en una cena organizada por Jaime Sartorius con los Reyes y una serie de intelectuales y políticos de izquierda (Emilio Lledó, Nicolás Sartorius, Antonio Gutiérrez), una figura bien situada históricamente debió sentirse irritada por mi presencia, y a través de la filtración a las páginas de Tiempo, y aportando datos sobre mi precisos, estos si, me presentó nada menos que como el hombre de ETA en Madrid y en la Complutense.
«Tiempos y formas cambian. La voluntad de aniquilamiento del otro, permanece»
Más allá de la peripecia individual, como hombre al parecer de las mil caras, el hecho es que en el fondo, nos damos de bruces una y otra vez con la mentalidad inquisitorial. El calado de esta pude apreciarlo cuando en torno a 1970 planteé un proceso de nulidad matrimonial, convertido en un auténtico espejo de las frustraciones y dobleces que se mantenían en la España del 68. Tengo el texto íntegro de las declaraciones y espero poder publicarlas un día. Un abogado que se decía amigo mío, declara que le he dictado la declaración en el Ateneo con el santo propósito de anular mi solicitud; prólogo de un odio que le impedirá en el futuro decir mi nombre, porque soy «el innombrable». El hombre no va más allá de Paul Féval. En el interrogatorio, el juez me llamó la atención por decir que mi fallida pareja era inteligente y sensible, ya que para anular el matrimonio había que partir de la descalificación, y otra cosa no servía. Entró en escena una monja y profesora que tenía al parecer conocimiento fáctico de mi onanismo. Todo ello en medio de una campaña de opinión en San Sebastián que lamentaba -como hizo la bibliotecaria Milagros Bidegain, amiga de Miguel Artola- que una joven local de las mejores familias hubiese caído en manos de un sátiro (léase yo). Y para rematar la faena, mi retrato en la sentencia, en clave López Ibor, arguyendo que no podía concederse la nulidad de un matrimonio nulo, a quien estaba poseído «por una ira pálida, o mejor, una ira roja, encerrado en el molde de piedra de su ideología», según había percibido en mis colaboraciones en Triunfo; en suma, un «psicópata moral, comparable a las grandes prostitutas y a los criminales del juicio de Núremberg». Ni más ni menos, según escribía, verosímilmente un notable clérigo nacionalista, aficionado a la psiquiatría, luego como prelado muy comprensivo con ETA. Todo por no creer en un sacramento. Merecedor del quemadero, como ahora si te enfrentas a la política de Pedro Sánchez. La mentalidad inquisitorial goza de buena salud entre nosotros.
A título personal, esa peripecia apenas me interesa. Resulta incluso divertida, ya que mi vida sigue, en contra de lo que ETA tramó un día y del chaparrón de etiquetas. Pero por encima de todo resulta significativo que se repite aquello que ya despuntó en el Trienio Liberal respecto de los antecedentes inquisitoriales, y que don Ramón María del Valle Inclán plasmó en los versos modernistas de La marquesa Rosalinda: «Aquí no danzan amores griegos, en los jardines bajo los lauros; aquí las ninfas no hacen sus juegos, de cabalgatas con los centauros; aquí no vuelan tras los ramajes, furtivos besos del Trianón. Con los ramajes de los boscajes, aquí hace hogueras la Inquisición». Tiempos y formas cambian. La voluntad de aniquilamiento del otro, permanece. La torpe agresión del «te conserva la mala leche» refleja mejor que nada esa continuidad de la mentalidad inquisitorial entre los adictos y los simpatizantes de Pedro Sánchez (sin que deban ser olvidados los de UP y el independentismo catalán, y demás sectarios de otras siglas). Democracia es respeto y tolerancia, algo compatible con el rigor de la crítica.
Una vez redactadas las páginas anteriores, ha tenido lugar el incidente del boicot fallido a la distinción otorgada a Isabel Díaz Ayuso en la Complutense. Personalmente, no encuentro razones para que exista ese invento de «alumno ilustre», heredero de una argucia del ingenioso rector Villapalos, ni para la posterior concesión a la presidenta. Pero lo esencial es el regreso larvado, pero regreso, del espíritu de violencia antidemocrática que encarnó Contrapoder, anticipo de Podemos, confirmado ahora lamentablemente por Errejón, su protagonista entonces. También lógicamente por Echenique, y bajo cuerda por el ministro Subirats, al considerar normales los escraches. Como si desconociera un docente qué han sido hasta hoy esas manifestaciones de lo que Pablo Iglesias calificara entonces de «gestos de Antígona», violencia pura contra quien es tu opositor, sin que las reglas de la convivencia democrática sirvan para nada. Todo ello es un triste presagio de qué cabe esperar si tales «progresistas» pierden, o están a punto de perder, unas elecciones. Manolo Gutiérrez Aragón puede ir pensando en un nuevo guion para el remake de su estupenda Camada negra.