García Amado: «Vivimos en un momento cursi»
El catedrático de Filosofía del Derecho habla con David Mejía sobre sus orígenes, los abusos de la burguesía y la crisis de la democracia
Juan Antonio García Amado (Ruedes, 1958) es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de León. Es autor de más de una decena de libros, publicados en editoriales españolas y latinoamericanas, y unos doscientos artículos académicos. Ha traducido del alemán a autores como Hans Kelsen, Claus-Wilhelm Canaris o Bernd Rüthers, y fue Premio de Investigación en Ciencias Jurídicas y Sociales con ocasión del XXV aniversario de la Universidad de León. Posee la Orden del Congreso de Colombia en el Grado de Cruz de Caballero, la Medalla doctoral de la Universidad UEES de Guayaquil (Ecuador), y ha sido nombrado profesor distinguido de la Universidad Nuestra Señora del Rosario (Bogotá, Colombia) y de la Universidad Externado de Colombia.
P. Te criaste en Ruedes, una pequeña aldea cerca de Gijón. Eres hijo de campesinos.
R. Yo soy un campesino, creo que eso nunca se pierde, para bien o para mal. Marca el carácter, el estilo y la manera de entender algunas cosas de la convivencia social y más cuando uno cambia de mundo, como fue mi caso. Sí, yo nací y me crie en Ruedes. Allá di los primeros pasos, allá hablaba el asturiano que se hablaba entonces, y allá fui a la escuela. Tuve una maestra, doña Manolita, que fue la que se encargó de convencer a mis padres para que me mandaran a estudiar a la ciudad. Y eso le marca a uno cierta sensación de fidelidad a los orígenes y cierto escepticismo ante lo que después se encuentra en el mundo. Y algo que antaño era normal, pero que en estos tiempos cada vez es más raro, era la sensación de que estar cansado y decirse cansado todo el rato era algo así como pecaminoso, porque yo veía a aquellas gentes del campo trabajar muchas horas, todos los días y en vacaciones, sin fines de semana ni nada. Entonces cuando ahora oigo, por ejemplo, a tantos compañeros de universidad que se dicen agotados porque han impartido sus dos horitas de clase, inevitablemente me acuerdo de mis padres, me acuerdo de aquellos vecinos y pienso que hay lugares donde la cultura del esfuerzo no es necesario imbuirla mediante ninguna técnica especial de educación, sino que está en el ambiente, en el día a día y en los genes. Es lo más importante que me ha pasado en la vida, haber nacido en aquel lugar y también, aunque suene paradójico, haber podido irme.
P. En esa escuela, doña Manolita daba clase a niños de entre cuatro y 14 años, todos compartíais un aula.
R. Exacto, todos juntos. Ella ponía a cada uno su tarea, indicaba a cada uno lo que tenía que leer, estudiar o hacer. Y tampoco a ella le suponía, al menos aparentemente, un gran esfuerzo. De hecho, le sobraba tiempo para pasar sus buenos ratos leyendo novelas de Corín Tellado al calor de un brasero en invierno. Quizá también influye que éramos buena gente, aquellos niños no estábamos maleados, vivíamos en un estado de naturaleza de corte rousseauniano. Ser malos, ser traviesos en exceso, sencillamente no nos estaba permitido por la naturaleza de las cosas. Faltarle al respeto a la maestra o al cura se salía completamente de nuestros esquemas infantiles o adolescentes.
P. Tus padres vivían y te mantenían con un pequeño prado y una docena de vacas. ¿Esa era la única fuente de ingresos familiares?
R. Sí, nunca hubo más de 12 vacas. Se vivía de la leche, la carne de los terneros y de lo que se cultivaba. Yo ahora preparo en mi casa fabada asturiana y me parece algo delicioso. Pero cuando era niño la aborrecía porque se comía como mínimo dos veces a la semana, porque se cultivaban las alubias, «les fabes» que decimos los asturianos. Y mis padres eran llevadores de unas pocas fincas que casualmente eran propiedad de una prima de Carmen Polo, la mujer de Franco. Mis padres sólo tenían como suyo un pequeño prado que fue el que vendieron cuando tocó mandarme a estudiar a la ciudad. Más adelante, aquella familia madrileña aunque de origen asturiano, puso a la venta aquellas caserías y mi padre pudo comprarla a un precio muy bueno, y eso les permitió después sobrevivir ya con algo de holgura, porque fueron vendiendo aquellos praditos a personas de la ciudad que querían hacerse su casa allí. Pero para entonces yo ya me estaba marchando del pueblo.
P. ¿En casa había acceso a la cultura? ¿Tus padres sabían leer y escribir?
R. Acceso a la cultura, eso habría que definirlo y es una cuestión muy interesante. Qué bonito sería tener un rato grande para hablar de eso. No había acceso a la cultura, pero mi padre, que sabía leer silabeando y no sabía escribir más que su firma, leía con fruición el periódico. Cuando mi madre bajaba a la ciudad los sábados a vender unas flores o unas patatas, y a comprar alguna cosa para la semana, llevaba siempre el periódico a casa, el diario El Comercio de Gijón, y ese era un momento en que yo veía a mi padre verdaderamente emocionado. Tomaba el periódico y no paraba hasta que terminaba de leerlo entero, despacio como él leía. Y había un momento también en casa muy importante que era cuando veíamos el telediario en televisión o sonaban las noticias en la radio. Se escuchaba, especialmente mi padre, con auténtica reverencia. Y desde esa actitud se admiraba mucho el saber y se admiraba el poder. Había un convencimiento muy profundo de que el poder sólo podía ser consecuencia del saber. Por suerte, en este sentido, aquella generación se libró de ver lo que estamos viendo a ese propósito.
P. Cuando dices que lo más importante que te ha sucedido en la vida ha sido criarte en ese entorno, entiendo que es porque en aquel tiempo se configura la mirada que aún tienes sobre el presente. Hablabas de la cultura del esfuerzo, que en cierto modo contradice las nuevas pedagogías y las creencias asentadas respecto a la idea del mérito.
R. Tengo grabada en mi memoria una impresión que tenía de niño. Cuando estaba en aquellos prados con las vacas, tenía tres o cuatro libros que leía continuamente, novelitas de vaqueros y cosas así. Y recuerdo que me paraba a mirar las montañas y pensaba que debía haber cosas muy interesantes y muy dignas de verse al otro lado. Pensaba: «Aunque esta vida sea maravillosa, hay que salir de aquí y ver qué hay al otro lado». Eso era un acicate, la curiosidad que tal vez hoy no existe, o el incentivo que quizá hoy falta a los que son adolescentes o jóvenes. Por otra parte, sobre el mérito, uno estaba convencido en aquel ambiente de que ese propósito de buscar cosas fuera, de ponerse a prueba, de conocer el mundo, solo se podía conseguir con mucho esfuerzo, estudiando y trabajando. Era una cultura del mérito, aunque el concepto de mérito no estaba teorizado, pero era natural porque las cosas funcionaban así. Podía tener más tierras o más vacas quien trabajaba más o quien era más hábil comprando y vendiendo ganado, y eso mismo se proyectaba sobre los niños; el contexto puede ser hostil, pero las dificultades no son insuperables, y dependen de uno mismo. Y hay que decir algo que puede sonar muy paradójico hoy en día y que espero que se me comprenda bien. Yo nací en el 58, eran los últimos tiempos del franquismo, y en aquel tiempo era posible la promoción social de los pobres, no porque el sistema fuera bondadoso -era una vil dictadura que hacía mucho daño en muchísimos sentidos, y también a los niños y jóvenes- pero en aquel ambiente, si uno se conseguía un título universitario tenía abierto el mundo, se abrían un sinfín de posibilidades y más si se había logrado con esa sensación de esfuerzo. Creo que esto ha cambiado para mal. Tal vez soy injusto, pero estoy convencido de que si hubiera nacido en un medio como aquel en nuestros días, lo habría tenido más difícil. Habría tenido quizás más medios y más comodidades, pero más dificultad también para romper con esas trabas sociales. Porque al fin y al cabo, conseguir la carrera de Derecho hoy no significa prácticamente nada. Antes era una vía de ascenso social, ahora es un puro rito de paso.
P. ¿A qué se debe la devaluación de los títulos universitarios? Ahora que estamos tan familiarizados con la inflación, podemos decir que en España hay una inflación de títulos.
R. Hay una absoluta inflación de títulos, sobre todo en ciertas carreras como la de Derecho. ¿A qué se debe? Podríamos hablar de eso en distintas claves. Por un lado, la universidad se ha degradado, ya no es un lugar donde sea signo de distinción la excelencia de los profesores y la excelencia de los alumnos; al menos ya no hay esa pretensión diferenciadora. Y por otra parte, podríamos ponernos más sofisticados y formular alguna hipótesis suspicaz: aquel ascenso social que en los estertores del franquismo y primeros tiempos de la Transición era posible, no beneficiaba precisamente a las clases dominantes. Ahora habría que definir clases dominantes y dar a ese concepto una cierta extensión, no sólo económicamente dominantes, sino también cultural y socialmente dominantes. El hecho de que los hijos del andamio y de la labranza pudieran acabar siendo notarios, catedráticos, banqueros, etcétera, constituía un peligro para un cierto monopolio, y hubo en eso retroceso. Pero curiosamente ese retroceso no tuvo lugar reprimiendo a los pobres para que no obtuvieran títulos, sino en cierta medida regalando los títulos a todos, incluidos los pobres, para que el momento decisivo de conseguir trabajo y una ubicación destacada dependa otra vez de unos medios que no todo el mundo tiene, o no tiene por igual. Y en ese sentido, lo que está pasando con la educación universitaria y con la educación en general, me parece una traición al Estado social y una traición dolosa y perversa a las capas más populares de la sociedad.
P. Entiendo que el título se devalúa porque se devalúa la propia formación: ¿un licenciado en Derecho en los años 70 sabía más derecho que un graduado actual?
R. Yo diría que el de ahora no sabe tanto como antes, pero no sé si aquel saber era mejor porque era muy memorístico y acrítico. El problema no es que quien acaba sepa mucho o poco, el problema es que si acaba casi todo el mundo, el saber no es lo que cuenta. Cuentan más las relaciones sociales o el dinero para pagarse un máster en algún centro de élite o para irse al extranjero. Gran parte del problema social está ahí. Y hay algo que depende también del ambiente; los de mi generación recordamos aquella universidad en la que prácticamente ninguno de nosotros se perdía una conferencia, una película que se proyectaba, la presentación de un libro… porque había sed de cultura, sed de ciencia, había inquietud. Eso ha muerto definitivamente. Hoy en día, cuando vemos un salón de actos casi lleno es porque habla un futbolista o es público cautivo: se ha dicho a esos estudiantes que tienen que hacer un resumen del acto y con eso aprobarán el examen parcial.
P. Antes decías que si hubieras nacido hoy en ese medio rural tu destino sería otro. ¿Crees que influye que los jóvenes de hoy no confían tanto como los de entonces en que su esfuerzo vaya a ser recompensado?
R. Sí, desde luego yo tenía muy claro el incentivo, pensaba que si me esforzaba y tenía buenos logros, solo un golpe de mala suerte me podía privar de lo que estimaba que merecía en correspondencia con mi esfuerzo. Hoy por supuesto que hay jóvenes que se esfuerzan, que aprovechan oportunidades y también que ascienden socialmente; pero el desánimo es mayor porque no se da esa correspondencia tan fuerte entre esfuerzo y mérito por un lado, y destino social por otro. Ahora piensan que además de esforzarse van a necesitar buena suerte.
P. Haces tu bachillerato en Gijón, estudias la carrera de Derecho y después viajas a Alemania. ¿Puedes contextualizar cómo sucede eso y cuál es tu experiencia en Alemania? ¿En qué sentido es determinante para ti?
R. Estudié el bachillerato en Gijón, en un colegio de claretianos del que guardo recuerdos contradictorios, pero en conjunto me hizo bien porque era lo que había y tenía que aprovecharlo. Cuando estaba terminando el bachillerato y el curso previo a la universidad, tuve la típica crisis de no saber qué hacer. Quería estudiar Filosofía, pero esa carrera no existía en Asturias todavía -después fundó Gustavo Bueno su facultad, pero ya no me tocó-. Y no tenía dinero para irme a otra ciudad, entonces no sabía qué hacer. Y un día fui al cine a ver Jesucristo Superstar con un compañero del colegio, un gran estudiante, que me dijo en el descanso de la película que él iba a estudiar Derecho, lo tenía muy claro. Y nunca se me había ocurrido porque no conocía a nadie de mi pueblo que se dedicara a eso. El lunes siguiente, cuando volví al colegio, me dieron la terrible noticia de que ese muchacho se había suicidado. A mí me quedó rondando lo de Derecho y siempre he pensado, un poco literariamente, que tal vez ocupé su sitio haciendo lo que él pensaba hacer. Estudié la carrera en Oviedo con éxito, pero con bastante sacrificio personal, porque en ese tiempo tenía que trabajar también mis buenos ratos en el pueblo y en la labranza. Y al terminar la carrera, como se hacía todavía el servicio militar obligatorio, hice aquello que denominaban antaño las milicias universitarias. Después pedí, como quien lanza una botella con un mensaje al mar, una beca del Servicio Alemán de intercambio académico, y para mi sorpresa me la dieron. Acababa de casarme también, y me enteré el mismo día de que iba a ser papá y de que me podía ir a Alemania. Hice las dos cosas y aquellos años en Alemania fueron maravillosos para mí. Fue descubrir otro mundo, descubrir un reino de libros, hacer nuevos amigos, casi todos españoles, ciertamente, pero viviendo una aventura similar. Y así se encauzó definitivamente mi futuro.
P. Llegas con 14 años a Gijón, hablando un español imperfecto, porque estabas acostumbrado a hablar en bable, y en menos de diez años eres titulado universitario y estás en Alemania.
R. Me fui cuando mis padres estaban ya camino de la jubilación. Les dije que quería irme a estudiar alemán a Alemania y entonces mi padre vendió una de las pocas vacas que quedaban y me dio el dinero. Y con eso me fui a estudiar alemán a Viena un verano. Después llegó la beca y estuve en Friburgo dos meses más y después dos años en Múnich. Y me sorprendo recordando no solo los contrastes, sino cómo se hacían las cosas, porque en todos mis viajes, nunca tomé un avión, siempre viajaba en tren. Y qué maravillosos periplos en tren, donde uno tenía que esperar medio día en París para tomar el enlace y se daba un paseo. Aquella vida mala era bastante buena.
P. Y retomas tu vocación filosófica dentro del universo jurídico.
R. A mí me apasionaba la filosofía y en primero de carrera tuve una asignatura que se llamaba Derecho Natural, con un profesor que me fascinó, Elías Díaz, conocido de tantos. Y aquel joven de 18 años descubrió lo que quería ser de mayor: quería ser ese profesor. Para mi sufrimiento, Elías Díaz se marchó de la Universidad de Oviedo al año siguiente, pero tuve después buenos compañeros y profesores en Oviedo que me acogieron y pude dedicarme a la filosofía del Derecho, creyendo que era el camino para cultivar la filosofía que me interesaba. Estudié toda la filosofía que pude, pero poco a poco fui descubriendo que había todavía algo más apasionante que la filosofía, que es el propio derecho. El problema estaba en el modo en que nos habían enseñado el derecho, una enseñanza gris y sin alma, con memorización de leyes y de conceptos cuyo sentido de fondo el estudiante no entiende porque probablemente el profesor tampoco. Pero el derecho, visto de cerca, es apasionante. Y es de las cosas más determinantes que hay en nuestras vidas. Ojalá me equivoque, pero las generaciones futuras de este país verán cuánto de verdad hay en esta importancia del derecho cuando les vuelvan a faltar las estructuras de la libertad, la protección de los derechos, las garantías procesales, la independencia judicial y todo lo que están poniendo en serio riesgo los populismos gobernantes de cualquier signo, que detestan el derecho porque saben lo importante que es.
«Es muy triste ver que dentro de las propias corporaciones universitarias se reproducen esos calificativos de ‘facha’, ‘progre’…»
P. ¿Consideras que estamos en un lento proceso de involución democrática?
R. Creo que estamos en un proceso de involución bastante rápido. Pero tendemos a culpar directamente a los políticos, a los que se tilda de populistas, autoritarios, fachas, comunistas… Creo que es bastante más complejo que eso. La crisis del Estado de Derecho a la que vamos destinados es la consecuencia de muchas responsabilidades y se debe al hecho de que la sociedad ya no sabe valorar lo que vitalmente significan determinadas estructuras jurídicas y políticas, esas que están reflejadas en el esqueleto mismo de la Constitución. Y la sociedad no las valora porque los intelectuales en general, y los profesores de derecho en particular, estamos incurriendo otra vez en aquella vieja traición de los intelectuales. No estamos sabiendo transmitir a la sociedad la importancia de lo jurídico y de sus estructuras. No estamos haciendo verdadera pedagogía jurídica y constitucional para que nuestros ciudadanos comprendan a fondo qué implica la independencia judicial, qué significa la separación de poderes, para qué sirve el control de constitucionalidad, por qué es tan importante la irretroactividad de la ley penal desfavorable y la retroactividad de la favorable. Esto lo digo con dolor y que me disculpen tantos colegas y amigos, pero mis colegas de las facultades de Derecho, en una proporción asombrosa, están en estos momentos vergonzosamente callados. Y no sólo eso porque, al fin y al cabo, el que calla solo daña por omisión, sino que se va hacia una alineación con los populismos. Es muy triste ver que dentro de las propias corporaciones universitarias se reproducen esos calificativos de facha, progre…. Hay un desdoblamiento que hace que el mismo profesor que sale de dar su clase de derecho constitucional y de explicar lo que significa la separación de poderes, a los cinco minutos de terminar su docencia, esté publicando un tuit o un mensaje en alguna red social diciendo que hay que domesticar a los magistrados del Tribunal Constitucional o que hay que apoyar a tal político.
P. Hablas de la falta de compromiso con lo que significa el Estado de Derecho en toda su extensión, pero sin embargo vivimos en un momento donde se ondean y vociferan grandes principios. El profesor Pablo de Lora habla de «constitucionalismo mágico», y me consta que, por tu experiencia en América Latina, estás familiarizado con la disociación entre el derecho y los principios mágicos.
R. En primer lugar, considero que vivimos en un momento cursi. Para mí la palabra que define el presente es «cursi». Nuestros conciudadanos se han vuelto cursis. De jóvenes todos hemos sido algo bobos, superficiales y flojos. Pero me asombra ver a personas de mi edad que van, como dirían los colombianos, con el dedo parado. Uno no puede hacer un chiste, ni puede tomarse un chuletón delante de ellos, porque empiezan a hacer consideraciones muy de sintonía con la Madre Tierra y estas cosas, y perdón por la caricatura. Y el cursi es más dado a la palabrería huera. Por otro lado, en el franquismo también había muchos principios: si ahora alguien sacara los manuales de formación de espíritu nacional de los tiempos de Franco, no encontraría menos principios que ahora. Antes se decían caritativos, ahora se dicen solidarios, pero en el fondo es una jerga similar e igualmente vacía, porque tener principios sale muy barato, comprometen a muy poca cosa en la práctica. Y cuanto más superficial, evanescente y abstracto sea un principio, a menos compromete. Aquello de que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha, ahora lo vivimos a diario porque vemos a los que se reúnen para luchar contra el cambio climático llegar en sus jets privados.
P. Creo que era Odo Marquard quien decía que era más difícil tener conciencia que ser la conciencia de los demás.
R. Exacto, lo que es difícil es tener una serie de actitudes y de reglas morales que comprometan en una práctica cierta, constante e inmediata. Es muy fácil declararse aquí y ahora protector de las focas o de los pingüinos, porque eso te hace sentirte muy bien. Aquí no tenemos focas ni pingüinos, entonces uno le da su monedita a la ONG correspondiente y ya se considera santificado y apto para pontificar en cualquier reunión social. Mencionabas América Latina y tal vez allí se vuelve más visible algo que creo que está muy claro en nuestro país: en el discurso progresista o de izquierdas han desaparecido los pobres. De pronto importa la orientación sexual, la práctica sexual, el modo de hablar, el lenguaje que se utiliza, lo que se come, y eso se vuelve la principal preocupación moral y política, pero se tiende una enorme barrera para no ver lo que hay en ciertos barrios, en ciertos grupos verdaderamente marginados. Entonces es un gran conjunto de principios bien sonantes y de causas presuntamente nobles que actúan como falsa conciencia, en el viejo sentido marxista. Actúan como tapadera que nos permite sentirnos bien ignorando que el verdadero marginado sigue siendo el pobre de solemnidad. Aquí la pobreza no tiene los niveles que alcanza en casi toda América Latina, pero el modo de pensar es el mismo. A mis amigos de países latinoamericanos les molesto de la siguiente manera: «dime cuántos congresos anuales sobre Constitucionalismo y Estado Social se hacen en tu universidad y te diré cuánto de social es tu Estado y cuanto se atiende la pobreza». Y la proporción siempre es inversa, a más ruido, menos nueces.
P. Esa deriva identitaria de la izquierda, por la que se ha descuidado, como decías, el enfoque material, se explica también por la llegada de una clase progresista a enclaves de hegemonía cultural, desde donde juega sin riesgo de invertir las relaciones materiales.
R. Sí, yo lo plantearía al menos como hipótesis, y vuelvo a utilizar ese concepto de clase dominante que ya suena tan desfasado, pero a falta de uno mejor creo que los viejos grupos dominantes han tenido una habilidad que impresiona mucho, que es la habilidad para apropiarse del discurso social. Son los mismos que cuando yo estudiaba en aquel colegio de Gijón, iban peinados con gomina y llevaban un inconfundible Loden. Ahora son sus hijos. Pero mientras aquellos hablaban del Papa y miraban con cierto desprecio los juegos populares y los deportes de masas, sus hijos han creado una nueva religión con sus ídolos, sus santos y sus dioses. Y se han apropiado de un discurso liberador con el único fin de seguir copando esos espacios de poder político, económico y -muy importante- de poder cultural. Hoy en día sí hay un discurso dominante y único, hace 50 años no era nada comparado con lo que pasa ahora. Y considero que resistirse a ese discurso dominante, de lo que algunos llamamos pijoprogre, es la mejor forma de hacer política social y de intentar recuperar, quizá melancólicamente, algo de lo que un día significó la izquierda.
P. Por otra parte, parece que el liberalismo institucional -separación de poderes, imperio de la ley- es refractario a la idea de izquierda y viceversa. Es decir, se ha perdido la idea de que el derecho existe -o debería existir- para proteger al débil. ¿Qué hace falta para que la sociedad se reconcilie con el derecho?
R. Voy a ponerme un poco utópico: hay que rescatar el derecho y la política de la pinza de los extremos. Y eso me parece que sólo sería posible con una alianza liberal. Pero ojo, cuando digo alianza liberal ya se están encendiendo las alarmas de medio país. Me refiero a una alianza de socialdemócratas y de liberales conservadores que pueden discrepar en el alcance que el Estado debe tener en sus políticas sociales, pero que se manejan dentro de un común respeto a esas estructuras liberales y sociales del Estado de Derecho. Sólo desde ahí se puede rescatar el derecho en su verdadero significado para la libertad y la igualdad de oportunidades, y para que los niños que hoy nacen en una cuna muy pobre tengan alguna ocasión de ser alguien. Hay que recuperar a la vez el mensaje político y el significado de lo jurídico. Pero está difícil, por lo mismo que era difícil la oposición al franquismo, porque hay que romper la coacción del discurso único, que es una coacción social. Hay que romper el maldito discurso único que nos oprime y, por tanto, deberíamos cultivar nuestra sensibilidad de otra manera y deberíamos luchar contra el insoportable narcisismo de tantos colegas, amigos y conocidos que consideran que el mundo gira alrededor de su sensibilidad. Hay que hacerles ver que ellos no son nadie y que no merecen más respeto que el último de los pobres. Porque no hay nada más apestoso que ese burguesito pseudo cultivado que cree que porque lleva una bufanda con cierto eslogan merece un respeto peculiar. Pero es necesario que se genere un movimiento cuasi espontáneo de resistencia. Tenemos que aprender todos los liberales, conservadores o progresistas, a parar los pies a los tontos que solamente disfrutan masajeándose el ombligo.
«El burgués que nos gobierna desprecia al obrero y al campesino»
P. Ahora que hablas de burgueses con fular, quería preguntarte por la romantización de la España rural.
R. Ese tema me indigna especialmente, y nos permite ver con intensidad lo que de contradictorio, paradójico y hasta esquizofrénico hay en la actitud del urbanita pijo que se considera liberador social. Vamos por la parte más anecdótica: en mi pueblo, donde siguen unos poquitos paisanos y paisanas sobreviviendo, nunca había habido jabalíes y nunca había sido necesario cerrar las puertas para protegerse de los jabalíes. Ahora sí hay pero los aldeanos no tienen cómo defenderse del jabalí. Si nos vamos más hacia la montaña, no tienen cómo defenderse del lobo, y tampoco pueden hacer determinadas labores en el campo para mantener a raya la maleza. Además, para eso no hay ayudas ni nada. Entonces estas cosas que digo aquí en esta conversación amistosa, irían acompañadas de todo tipo de imprecaciones realmente duras si quienes hablaran fueran los que quedan en esa España vacía o vaciada, que sienten la agresión continua de quienes presuntamente los protegen. Para esos defensores del medio ambiente, y de esas comunidades originarias, y de esos paisajes prístinos, lo último en su orden de valores es la persona que vive en ese lugar. No les importa nada y además las desprecian. Hay una actitud en este burgués que nos gobierna ahora que es el desprecio al obrero y el desprecio al campesino. Pero con ese desdoblamiento mental que tienen, ellos se sienten representantes y protectores de los trabajadores manuales y de los trabajadores del campo. Y al contrario, son los que están destrozando las posibilidades vitales de unos y otros -sobre todo, lo que tiene que ver con el campo-. El burguesito de casa rural y de cuatro por cuatro en el campo es un intruso que daña, desprecia y no comprende, sino que de pronto mira una puesta de sol y se siente solidario con los que desde hace 300 años vivieron en aquella comarca. No es solidario con nadie, es simplemente una payasada, porque la vida no es lírica campestre. Hay un gran problema de suplantación y de apropiación. Es lo que hacen estos nuevos grupos dominantes: apropiarse de espacios, de discursos y de símbolos para utilizarlos en su favor y destruir lo que materialmente representa.
P. ¿Cuándo empezaste a avistar este fenómeno?
R. Supongo que cada uno de nosotros, en razón de sus circunstancias, sus orígenes y temperamentos, va evolucionando. En mi caso, cuando era un joven profesor, mis orígenes campesinos eran fuente de un sutil desprecio, «ahí viene el aldeano». Se deleitaban mucho enseñándole a uno cuál era el punto de la carne -en los pueblos nunca se tomó la carne al punto, por cierto-. A mí, que he vivido criando terneras, me dicen que la carne no se come así. Pero eso se asume y se supera. Pero llega un momento en que esos mismos grupos o personajes que le miraban a uno por encima del hombro por ser de pueblo, de pronto te dicen que se quieren comprar una casa en el pueblo, que no hay vida mejor que la del pueblo, que el lenguaje originario es el del pueblo. Y a partir de ese instante le siguen a uno despreciando, cuando uno habla como hablaban en el pueblo.
P. Antes el estatus se conseguía despreciando el campo, ahora da prestigio emitir señales en sentido contrario.
R. Sí, igual que hace 80 años lo que daba estatus era ir a misa en la catedral con el collar de perlas y el abrigo de visón, o con el loden, traje muy oscuro y una corbata negra. En efecto, es la búsqueda de estatus. Y está bien, es inevitable, somos animales sociales y necesitamos mitos, necesitamos alguna forma de religiosidad. Lo que personalmente me molesta es la suplantación. Creo que la gente que iba a misa de aquella manera en la catedral no estaba quitando su lugar a nadie. Pero estos que van ahora al pueblo a ver si encuentran un ejemplar de rapaz que les permita firmar el manifiesto contra la instalación del parque eólico o contra la traída de agua, estos están suplantando, están expropiando lo que era de otros.
P. Rob Henderson habla de creencias de lujo para referirse a las ideas y opiniones que confieren estatus a la clase alta, pero que a menudo infligen costes a las clases bajas. Henderson es estadounidense, y se refiere a la campaña para desfinanciar los cuerpos de policía como ejemplo paradigmático de creencia de lujo.
R. Sí, algo parecido teorizaba también Bourdieu cuando hablaba de la distinción. Es otra vez la paradoja. Repito que somos sociales, tribales, y necesitamos ese tipo de referencias. Lo curioso es que se ha convertido en signo de distinción, o en símbolo de lujo y de pertenencia a una clase, por ejemplo el llevar prendas que tradicionalmente vestían las clases populares o las clases medias. Recuerdo todavía con un poco de confusión, que cuando yo era niño aparecieron en España los vaqueros, los jeans. Sabemos cuál es el origen de esa prenda, pero de repente, en aquel colegio, los más ricos de los ricos aparecían con sus vaqueros. Eso es lo tremendo, si el obrero o el campesino quieren volver distinguirse, tendrán que volver a ponerse no sé qué sayas que dentro de 20 años venderá cualquier marca para los que nunca han estado en el campo.
P. Detengámonos un momento en la filosofía del derecho. Dentro de las dos grandes escuelas, iusnaturalismo y positivismo, tú te identificas como un positivista. ¿No crees que exista una moral objetiva, accesible por la vía de la razón?
R. En primer lugar, yo soy positivista por razones políticas. Y en segundo lugar, mi positivismo jurídico no me compromete con ninguna forma de relativismo o de escepticismo moral. Soy positivista por razones políticas, porque creo que el concepto de derecho que, puesto en práctica, mejor sirve a la libertad y a la igualdad entre los ciudadanos es el concepto de derecho positivo, de derecho legislado en un contexto de legitimación democrática de las normas. Es decir, creo que la Constitución española, aunque mencione la idea de libertad o el principio de dignidad, pongamos por caso, lo que nos está poniendo son unos límites bien claros a la legislación posible -no puede haber pena de muerte, no puede ser legal la tortura-, y a la vez nos está diciendo que dentro de ese amplio marco de lo posible, nos toca entendernos para legislar entre todos a través de la vía democrática representativa. Cuando el viejo iusnaturalista o el antipositivista contraataca diciendo que lo que de verdad obliga es lo objetivamente justo, tenemos otro mecanismo de suplantación. Le están diciendo al Tribunal Supremo y al Tribunal Constitucional que eso que dice la Constitución y la ley hay que tomarlo con pinzas, porque hay límites que la Constitución no pone pero que son sagrados, al margen de lo que hayan puesto por escrito los constituyentes. Entonces, creo que el acuerdo sobre que el derecho es el derecho positivo es básico para nuestra convivencia en libertad y en igualdad. Y si mencionamos a Kant, de la mano del imperativo categórico, perfectamente acaba apareciendo la idea de ley general y abstracta, es decir, la misma norma para todos por encima de la personalidad o de las creencias de cada uno. Y con esto llegamos a la cuestión de la moral: yo no tengo por qué identificarme como un escéptico en materia moral o como un antiobjetivista. Uno puede estar absolutamente convencido de que la esclavitud es objetivamente injusta o que la discriminación por razón de sexo es injusta, y a partir de esa convicción, agradecer al destino el vivir bajo una constitución que tiene el artículo 14 que prohíbe discriminar por razón de sexo, o que prohíbe la tortura, o que elimina la pena de muerte, etcétera. Entonces a mi modo de ver, debemos convivir en igual libertad y en igualdad de trato los que tenemos convicciones morales distintas. Por ejemplo, una persona que considera que el aborto voluntario es un crimen moralmente horrendo, y una persona que considera que nada de criminal o reprochable hay en eso, han de poder convivir bajo estructuras comunes y hablarlo, y decidir por mayoría -dentro de lo que fije la Constitución- si tenemos un sistema u otro. Y donde digo aborto, que es un asunto muy sensible, podemos hablar de derecho de familia, o de régimen de la propiedad o de gestión de las sociedades anónimas. Pero no podemos convivir bajo la convicción de que, al fin y al cabo, lo que va a misa es la convicción moral de los que integran el Tribunal Constitucional.
P. Se cuestiona la naturaleza contra mayoritaria del Tribunal Constitucional, porque subraya la tensión entre derechos y democracia. En tu opinión, ¿cuál es la manera más solvente de superar esa paradoja en los Estados constitucionales?
R. La única manera de hacer frente a ese riesgo es combinar una adecuada cultura constitucional e imponerla, y esmerarse en la selección de los que integran los altos tribunales, especialmente el Tribunal Constitucional. El problema del Tribunal Constitucional no es solo que sea contra mayoritario, eso es algo inevitable. Quien controla la validez de las leyes hechas sobre la base de la mayoría política democráticamente establecida tiene una función de poner límites. Y por definición, esos dos poderes están enfrentados. Pero la mayor dificultad está en que el controlador es incontrolable. Es decir, jurídicamente no hay órgano constitucional que pueda pararle los pies a un Tribunal Constitucional que se extralimite. Y puede hacerlo en dos sentidos: puede extralimitarse diciendo que es inconstitucional una ley democráticamente aprobada, a la que nadie le ve inconstitucionalidad, y puede extralimitarse diciendo que es constitucional una ley que estableciera la pena de muerte para un determinado delito en España. Y en ese caso lo contra mayoritario sería anular esa ley, porque si esa ley ha sido democráticamente gestada, entonces por definición es constitucional. Pero no puede ser constitucional una ley penal que estipule pena de muerte para un delito o que permita la secesión de una parte del territorio. Entonces, el problema teórico es el carácter contra mayoritario. El problema práctico es que si ellos no se frenan a sí mismos, si no aplican la tan conocida teoría de autorestricción, no hay nadie que les pueda parar los pies, salvo la ciudadanía, en el sentido de que cuando el derecho colapsa, regresamos a la política. Hay algo de aquel estado de naturaleza, pero domesticado. Y por eso vamos mal, porque lo que ahora se está buscando no son tribunales constitucionales que hagan valer de un modo contundente su carácter contramayoritario, sino que se plieguen a la mayoría cuando la mayoría son los nuestros.
P. ¿Ves posible un cambio que invierta la lógica que ha dominado los últimos años?
R. No veo un cambio esperanzador, pero deseo fervientemente equivocarme. La única esperanza sería un acuerdo fuertemente transversal, entre partidos, grupos y personas con ideología política diferente, pero que participen de una misma idea del juego constitucional. Eso parece lejano y se aleja cada mes que pasa, porque nos estamos extremando a grandes velocidades. Quiero de todo corazón equivocarme, pero creo que nuestro futuro está más cerca de Argentina que de la vieja y querida Europa.
P. ¿Qué les dirías a los ciudadanos que viven despreocupados esta recesión democrática?
R. Les diría que piensen en sus hijos y sus nietos, igual que sus abuelos y sus padres pensaron en ellos. Porque es bien triste que haya hoy unas generaciones que han podido vivir en libertad, que han tenido las espaldas económicamente cubiertas, que han disfrutado de tantos bienes, de tanta libertad para hacer cosas que hace 80 años eran absolutamente inimaginables… Estas generaciones de hoy deberían pensar un poco en los abuelos que a veces se jugaron la vida, la libertad, el puesto de trabajo para que ellos tuvieran esto que han disfrutado. Y de pronto, estos que ahora tenemos hijos o nietos, nos despreocupamos y pareciera que nos va a dar igual que dentro de 40 años, o quién sabe si mucho menos, nuestros descendientes ya no tengan la libertad sexual que hemos tenido nosotros, no tengan las posibilidades de viajar que hemos tenido, la libertad de pensar, de decir, de estudiar. Quizá el gran mal es el narcisismo. Criaron entre algodones y yogures desnatados a muchos de los que ahora cortan el bacalao, y eso ha fomentado un egocentrismo que lleva a creer que hacemos bien a nuestros vástagos sin preocuparnos de lo que puedan ser o hacer el día de mañana. También es cierto que nuestros descendientes no ayudan. No demandan un exceso de libertad, pero el día que les censuren sus móviles a lo mejor empieza un cambio social.
P. No es mal comienzo. Cerramos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos?
R. Pues mencionaré a dos viejos profesores de Derecho Administrativo, con tremenda trayectoria, producción intelectual e inquietudes similares a las que hemos estado comentando: a mi querido amigo y colega en León, Francisco Sosa Wagner; y a un patriarca del derecho administrativo y del pensamiento crítico en España, que es Alejandro Nieto. Darían extraordinario juego, estoy convencido.