Nuestros deseos nunca son derechos
Convertir toda reivindicación en ley sin valores compartidos ni sentido del deber impide el progreso de la sociedad
«Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos», nos felicitaba Sumar al empezar el año. Qué bonito, ¿no? Si mis deseos son buenos, bueno es que se cumplan. Y para que se cumplan, la forma más segura es que la ley los convierta en derechos. Porque los derechos, según Dworkin, actúan como trumps, es decir, como triunfos en un juego de cartas: si yo exhibo mi derecho, nadie puede tener una carta superior. Quiere decir con eso que nadie se puede oponer a él por razones utilitarias, como la maximización de la riqueza global o la falta de presupuesto.
Hubo alguna crítica a la felicitación, pero la idea de que el progreso consiste en la creación incesante de nuevos derechos no es, ni mucho menos, exclusiva de Sumar. La Ley se ha convertido en una máquina de reconocer derechos. Si el genio de la lámpara decía «tus deseos son órdenes», ahora los políticos nos dicen que nuestros deseos son derechos, porque ellos, con el poder de la ley, lo van a decretar así. Ya lo han hecho: lo que la nueva la ley trans introduce no es la posibilidad de cambio de sexo, ya reconocida, sino el derecho a la autodeterminación de género. Esto significa que mi mera voluntad obliga al Estado y a los demás a reconocerme como de un sexo distinto del biológico. La eutanasia no se configura como un estado de necesidad, sino como «derecho a morir». Por eso no trata de regular el suicidio asistido sino que me permite exigir al Estado —y a los médicos—que pongan fin a mi vida. Sánchez también anunció en su investidura una Ley de Derechos Culturales. Es la época —con permiso de Almodóvar— de la ley del deseo, o quizás mejor —parafraseando la ranchera— aquella en que mi deseo es la ley.
El problema es que en el mundo real la magia de Aladino suele ser ilusión o engaño. La realidad, efectivamente, es que en el paso de deseos a derechos aparecen problemas jurídicos, éticos, sociales y psicológicos.
«Cuando una demanda social se esgrime como un derecho, se hace imposible el debate político sobre prioridades»
El primero es que si cualquier demanda se convierte en un derecho, el Derecho deja de funcionar como sistema de reglas que permiten la convivencia. Pablo de Lora, en su libro Los Derechos en broma, explica que convertir cualquier reivindicación en un derecho degrada la ley e impide la discusión sobre políticas públicas. La razón es que cuando una demanda social (por ejemplo de vivienda) se esgrime como un derecho humano, se hace imposible el debate político sobre prioridades: no podemos ya discutir si conviene dedicar recursos a eso o a otra cosa —mejorar la salud pública, las infraestructuras, las ayudas a la dependencia, etc.—. Los conflictos se multiplican y se convierten en insolubles, pues todos exhiben sus triunfos en la misma partida. Ejemplo de esto es la oposición de buena parte del feminismo a la autodeterminación de género, por considerar que atenta contra los derechos de las mujeres.
Que mi deseo sea la ley plantea también importantes problemas sociológicos y éticos. En su Decálogo del buen ciudadano, Víctor Lapuente advierte de los problemas de una sociedad individualista y narcisista, en la que el único criterio de actuación es la obtención de satisfacción personal. Los estudios sociológicos detectan, en Occidente, un aumento de los rasgos narcisistas, acompañado de una pérdida de valores comunes y una menor confianza en personas e instituciones. Ese individualismo disgregador afecta a las dinámicas sociales, y Lapuente señala que la creciente desigualdad no es tanto una consecuencia inevitable del capitalismo como un efecto de la desaparición de objetivos comunes que trasciendan a la satisfacción de nuestros deseos personales.
El narcisismo y la acumulación de derechos sin obligaciones provoca también problemas psicológicos. En las sociedades occidentales, el periodo de mayor opulencia está coincidiendo con la mayor incidencia de enfermedades mentales, adicciones y suicidios. Los psicólogos Haidt y Lukianoff han estudiado cómo la fijación por las emociones y deseos de los jóvenes y su sobreprotección provoca su gran fragilidad psicológica. La realidad es que el ser humano tiene, una vez cubiertas sus necesidades básicas vitales, una necesidad de sentido —como señaló Viktor Frankl— mucho más que una necesidad de placer. Lo que nos hace felices es resolver nuestros problemas y los de los demás, no que nos los resuelva el Genio o el Estado omnipresente y omnipotente. Además, esto último no es una opción real. Sin colaboración, sin valores compartidos y sin sentido del deber y del sacrificio, la sociedad deja de progresar y el Estado es incapaz de garantizar no ya nuestros deseos, sino nuestras necesidades. La mezcla de fragilidad psicológica y frustración de expectativas es la receta perfecta para la infelicidad y sentirse víctima, lo que a su vez nos convierte en peores personas.
Los peligros políticos que derivan de esta situación de fragilidad jurídica, social, moral y psicológica también son evidentes. Ya Tocqueville advirtió que sobre «una multitud de personas semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismas para procurarse placeres» se elevaría «un poder inmenso que se encargue de asegurar los goces».
«En su discurso de investidura, Sánchez hizo 11 referencias a ‘derechos’, dos a ‘responsabilidad’ y una sola a ‘deber’»
Por supuesto, otro discurso es posible. Lean a Lapuente, y también las Cartas a Lucilio de Séneca. En realidad, los más lúcidos ensayistas actuales (como Lapuente, Haidt, Sandel) vuelven a Aristóteles y a los estoicos: el sentido de la vida está en la virtud, y la virtud consiste en cumplir el telos, es decir la finalidad para la que estamos hechos. Como los humanos somos seres esencialmente sociales —que hemos conseguido un desarrollo extraordinario gracias a una colaboración amplia y compleja— el sentido de mi vida no es cumplir mis deseos sino mis obligaciones como hijo, padre, cónyuge, profesional; también como granadino, andaluz o catalán, y como español. Cada uno de estos ámbitos forman una serie de círculos concéntricos de responsabilidades y lealtades, y también el círculo más amplio es necesario. Por eso, Lapuente o Victor Vázquez, intelectuales nada sospechosos de rancio nacionalismo, señalan la importancia del patriotismo.
Pero ¿encontramos esto en el discurso político español? ¿Nos dice alguien, como Kennedy, «no preguntes lo que tu país puede hacer por ti sino lo que tú puedes hacer por tu país»? Examinemos, por ejemplo, los discursos de investidura de Feijóo y Sánchez. Pedro Sánchez hizo 11 referencias a «derechos», dos a «responsabilidad» y una sola a «deber» u «obligación». El de Feijóo es más equilibrado: cuatro referencias a «derechos», siete a «responsabilidades» de los políticos y cuatro a sus «deberes». Es importante no solo el número sino cómo se utilizan estos conceptos. Por ejemplo, Sánchez utiliza la palabra «derechos» más veces para denunciar su supuesta restricción por el PP que para presumir de los concedidos; y las dos veces que habla de responsabilidad es para exigirla al PP. En cuanto a Feijóo, las 4 referencias a «derechos» son denuncias de la desigualdad de derechos que, según él, ha promovido el PSOE. Interesa más atacar al otro que proponer unos objetivos comunes.
Donde sí encontramos una clara reivindicación de la virtud cívica es en los recientes discursos del Rey. El de Navidad habla de «la unión, el esfuerzo colectivo y las actitudes solidarias» como base de «las grandes obras que trascienden a las personas» y del «deber moral» de evitar la discordia. Este discurso y el de la apertura de las Cortes contienen una sola referencia a «derechos», pero 13 a «deberes» u «obligaciones» y nueve a «responsabilidades». En todos los casos comienza refiriéndose a las suyas propias, aunque también alude a las de la princesa Leonor, los diputados, los cargos públicos y los ciudadanos en general. En estos breves discursos la idea de proyecto común aparece siete veces —por cinco en el de Feijóo y cero en el de Sánchez, ambos mucho más largos—.
«Si los políticos prefieren halagar nuestro narcisismo a decirnos la verdad, es porque les beneficia electoralmente»
La defensa de las obligaciones cívicas no es en lo único en lo que estos discursos siguen el decálogo de Lapuente. Este recomienda agradecer, y el Rey da las gracias a la presidenta del Congreso, a los partidos, a los Diputados, y a las generaciones anteriores que hicieron la Transición. También rechaza —como aconseja el autor— el papel de víctima. Por el contrario, resalta los éxitos colectivos de los españoles y en particular el carácter ejemplar de la Transición española. El agradecimiento a los que nos precedieron y la responsabilidad frente a las próximas generaciones, además de éticamente valiosos, son sanos psicológicamente, pues suponen una actitud positiva respecto del pasado y el futuro.
Ante esto, podemos —una vez más— lamentarnos de tener unos políticos tan malos o —por una vez— alegrarnos de que el Jefe de Estado conozca su papel constitucional de unificación y moderación y tenga conciencia del deber —lo que además parece haber transmitido a su hija—. Pero sería más útil preguntarnos por qué sucede esto. Si el Rey apela a nuestra responsabilidad y a la unión no es sólo porque ha leído los clásicos, sino porque la arquitectura constitucional favorece su independencia. Más importante aún, si los políticos prefieren halagar nuestro narcisismo a decirnos la verdad, si promueven el enfrentamiento y no los acuerdos, es porque les beneficia electoralmente, lo que significa que nosotros también somos responsables.
Si nuestra libertad, prosperidad y felicidad dependen de nuestro desempeño como ciudadanos, está claro que no podemos seguir actuando igual. No podemos seguir dando nuestro voto a quien no defiende el bien común, ni tampoco podemos limitarnos a votar. Recordemos que lo que nos hará felices es asumir nuestra responsabilidad y encontrar la manera de contribuir al bien de nuestro país. Recordemos que —como dijo el juez norteamericano Louis Brandeis—, el cargo político más importante es el de ciudadano común.