THE OBJECTIVE
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El pasado como mercancía política

Asistimos a la utilización de episodios recientes de nuestra historia para arrojárselos al adversario y legitimar el presente

El pasado como mercancía política

Ilustración de Alejandra Svriz

Existen episodios en nuestra historia a los que damos una especial significación. No es solo que sean importantes, es que a través de ellos ordenamos el tiempo que nos ha tocado vivir. De hecho, esa es la historia, no la simple ordenación cronológica (eso lo puede hacer un simple reloj) sino la gradación de acontecimientos en un curso significativo e inteligible.

La cosa se complica un poco más. Porque dentro de las diferentes sociedades (al menos las democráticas) dichos episodios están siempre sujetos a discusión. En torno a ello se agrupan las diferentes posturas políticas que los iluminan con la lámpara de la actualidad, luz tramposa que genera sombras y deslumbres, devolviendo siempre una imagen interesadamente distorsionada.

En los últimos meses hemos visto esfuerzos por ganar, subvertir, legislar, incluso negociar, con algunos de los episodios más significativos de nuestra reciente historia. Establecer cuándo acabó el franquismo (en 1983, según la Ley de Memoria Democrática), apoyar o desacreditar la Transición, cuándo empezó el proceso en Cataluña (en noviembre de 2011, según la última redacción de la Ley de Amnistía), cuál fue la importancia del 11-M de 2004 o averiguar qué sucedió en los días de la pandemia, todo ello nos muestra como el pasado es una más de las mercancías políticas del presente.

Hemos asistido (con cierto estupor, todo sea dicho) al aniversario de los atentados del 11 de marzo de 2004. No es que 20 años después estemos en condiciones de conocer mejor lo que pasó, si quiera ⎯olvídense⎯ de atender a la obligación cívica de recordarlo, sino que la actualidad demanda afilar la lucha por la memoria. El presente tiene algo de extorsionador, siempre intenta sacarle al pasado aquello que en cada momento necesita.

Ya sabemos que el 11 de marzo pasó muy rápidamente (en apenas dos días) de trauma nacional a reproche político. Pero en las últimas semanas hemos visto un intento de convertirlo también en uno de los mitos fundacionales de nuestro presente, quizás tomando el testigo de un 15-M antes omnipresente y hoy reducido a poco menos que anécdota de bar (de Lavapiés).

«Libros, documentales y artículos han venido a insistir en una única versión: el 11-M fue ante todo un escándalo mediático»

Para la oposición el 11-M es un trauma, pero no uno cívico, sino electoral. Buena parte de la culpa de que José Luis Rodríguez Zapatero ganara entonces las elecciones fue suya, pero ellos ven en ese acontecimiento el origen de un nuevo PSOE, el verdaderamente existente, sólo capaz de llegar al poder (y de conservarlo) con astucias y atroches. La propia figura de Zapatero ha sido revisada. De ser un personaje un tanto anodino, hoy poco menos que se le considera el Hindenburg de Pedro Sánchez.

¿Y el gobierno? A medida que aumenta su debilidad parlamentaria parece hacerlo también su potencia mediática. Una invasión de libros, documentales y artículos han venido a insistir en una misma y única versión: el 11-M fue ante todo un escándalo mediático. Así, los atentados de Atocha funcionarían, ante todo, como un perfecto cedazo político (¡otro más!) cuyo único interés sería separar el metal precioso de la despreciable ganga. O, dicho de otra manera, la fachosfera (esa anti-España del siglo XXI) habría comenzado el 11-M.

La pandemia ha sido otro episodio conmemorado en estos días. Ricardo Cayuela nos ha recordado todo lo que convendría analizar de aquellos días («Dejemos de lado…») pero, de nuevo, hemos asistido a la búsqueda de argumentos que puedan arrojarse a la cabeza del adversario. Al mismo tiempo que el Gobierno establecía una acrítica celebración oficial («El día que empezamos a vencer»), una Comisión Ciudadana por la Verdad (¿?) publicaba una investigación sobre los muertos en residencias… exclusivamente de la Comunidad de Madrid.

Esta semana se celebra también la I Asamblea de Sumar. En la ponencia política propuesta no se han resistido a incluir su propia narrativa histórica. Leída, parece que el «proceso de escucha» de Sumar hubiera empezado con Francisco Largo Caballero. Comienza con una frase tan ingeniosa como mal escrita y ferozmente populista: «La historia contemporánea de España es la historia de la disputa entre los privilegios de los menos y la libertad de las más». No se priven de leerla varias veces, captarán mejor la profundidad del despropósito semántico y sintáctico.

«La versión de los hechos que fija la ley de amnistía es tan atenuada que es como si nunca hubieran existido»

A partir de ahí eligen tres, y sólo tres, episodios («tres momentos constituyentes») que, según Yolanda Díaz y los suyos, articularían la Historia de España. En primer lugar, la II República, «un horizonte de esperanza para las mayorías desposeídas». En segundo, la Transición, «momento de revolución pasiva en el que (…) los sectores populares tienen una presencia subalterna». Y, por último, la Crisis de 2008, «la comprobación de la indisimulada sumisión de los representantes públicos a los poderes económicos». Tres momentos que preparan para un cuarto y definitivo (© Cuarta Transformación de Andrés Manuel López Obrador) a saber, el momento de Sumar. La ilusión de un nuevo tiempo reserva al mesías el privilegio del advenimiento.

También la recién aprobada Ley de Amnistía es una suerte damnnatio memoriae. Se ha prestado mucha atención a la eliminación de la pena (indultos), a la de los delitos (amnistía) pero no tanto a la eliminación del episodio en sí. La versión de los hechos que fija la ley es tan atenuada («movilizaciones intensas», «tensión institucional») que es como si nunca hubieran existido ¿se imaginan que lo mismo sucediera respecto a la toma del Capitolio por aquellos cafres azuzados por Trump? El procés como desafío anticonstitucional, como un «golpe de Estado posmoderno» desaparece de nuestro pasado, un poco como Fernando VII hizo con la Constitución de Cádiz, «como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo».

Decía Ramón Gómez de la Serna que «lo bueno del pasado es que todo estaba a mitad de precio». Y tenía razón. Nada cuesta luchar las batallas del pasado, mucho menos engorrosas que las del presente o que aquellas que nos traerá el futuro. Tomar de allí lo que en ese momento convenga, eliminar lo que no, y construir con sus piezas una oportuna narrativa capaz de legitimar el presente. Aunque sea un presente tan desquiciado como el nuestro.

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