¿A quién pertenecen las ideas?
El falso antagonismo entre los desgastados términos «facha»y «progre» es la mayor estafa de nuestra época
En un reportaje reciente en Abc, la periodista Rebeca Argudo ha dejado constancia de la indignación que a ciertos autodesignados guardianes de las esencias ideológicas del progresismo les ha producido el hecho de que personajes que ellos consideran de derechas (y de derechas es, por definición, quienes ellos dicen que son de derechas) hayan tenido el atrevimiento de reivindicar o simplemente de citar a figuras que ellos integran en la izquierda (y de izquierdas son, por definición, a quienes ellos les otorgan el título de tal: básicamente ellos mismos y sus amigos). Así, por ejemplo, hemos podido ver cómo una no sé quién de obra, a todos los efectos, desconocida se ha sentido muy indignada porque Ana Iris Simón aluda constantemente a la figura sacrosanta de Pier Paolo Pasolini, entre cuyas posiciones más progresistas se cuenta, como todo el mundo sabe, su frontal oposición al aborto.
Hay algo maravilloso, al tiempo que altamente ilustrativo, en la relación que la izquierda al mando ha establecido con Ana Iris Simón, tal vez porque, al pertenecer ésta a una tradición de izquierda que podríamos llamar clásica, sus posiciones rechinan en los oídos de la actual izquierda puritana. En consecuencia, y como no saben qué hacer con ella, han hecho lo que hacen siempre cuando no saben qué hacer: la han considerado facha (o rojiparda, que es lo mismo). No obstante, el de Ana Iris y Pasolini no es el único caso al que acusan de apropiacionismo. Parece ser que hay también por ahí una serie de periodistas fetén que se muestran muy contrariados porque la derecha recurra cada vez con menores complejos a la obra de los geniales Monthy Python, que como nos demuestra, por ejemplo, la célebre escena de Loreta han coincidido siempre con los presupuestos de la izquierda actual.
Hay aquí, sin embargo, un primer elemento que resulta muy interesante a efectos explicativos. La acusación de apropiacionismo que vierten estos guardias rojos de la cultura sobre cualquiera que se atreva a vestir a sus santos es la sempiterna paja en el ojo ajeno para no ver la viga en el propio, porque, ¿desde qué paradigmas ideológicos concretos se puede asignar a un grupo tan libérrimo como los Monthy Python a un universo de valores de izquierda? Para empezar, si la desternillante escena del Frente de Liberación de Judea y el Frente Judaico de liberación no es ya una sátira de toda la estúpida escolástica y las endémicas divisiones que han caracterizado a la izquierda desde su creación que venga, nunca mejor dicho, Dios y lo vea.
Pero vayamos a un caso, para nosotros, mucho más sensible: la figura de Lorca. Cada vez hay más estudios que, si bien coinciden en el claro compromiso del poeta con la República, compartido, por otra parte, por la mayoría de los intelectuales, tanto de derechas como de izquierdas, de su época, ponen, sin embargo, en cuestión su pretendida vinculación con la izquierda. Como muestra un botón: la relación de amistad que mantenía, cenas semanales mediante, con el líder de la falange. Y, sin embargo, Lorca, como muchos otros escritores y artistas, ha sido utilizado como ariete por parte de una izquierda que, hasta hace muy pocos años, consideraba a los homosexuales unos degenerados a los que había que reeducar en campos especiales. En tal sentido, si hay algo, más allá de la propaganda, en lo que la izquierda ha demostrado siempre un insuperable virtuosismo ha sido precisamente en el arte del apropiacionismo, algo, por cierto, a lo que ahora se ha sumado el nacionalismo catalán: ya sabemos que Colón, Santa Teresa y Cervantes fueron catalanes, ahora sólo falta demostrar que también lo fueron Jordi Pujol o Companys.
No obstante, lo más importante de todo esto tal vez sea que nos lleva a preguntarnos: ¿a quién pertenecen las ideas? Imaginemos a un personaje notorio que también fuera en sus días fervoroso militante del Partido Comunista. Lo primero que cabría cuestionar es si ello implicaría que sus ideas (¿todas, algunas?) también lo fueran. Ya hemos visto con Pasolini que tal relación biunívoca no siempre existe. Lo segundo que habría que plantear es si las ideas consideradas en un determinado momento de izquierdas son siempre y para siempre de izquierdas. Ya Platón nos enseñaba que las ideas tienen una realidad propia y que no cambian ellas, sino que es el mundo de las apariencias (en este caso, las categorías de derecha e izquierda) el que lo hace. Pongamos el ejemplo de la idea de igualdad. Presuntamente corresponde a la tradición de la izquierda, pero ¿defiende ésta, la realmente existente, que diría el profesor Bueno, hoy día esa idea? Lo que vemos en realidad es que la igualdad es hoy mejor defendida por los partidos de derechas, que propugnan una nación de ciudadanos libres e iguales, frente a una izquierda que no sólo conculca esa idea en un plano formal (por ejemplo, a través de la ley contra la violencia de género), sino también en el material, privilegiando fiscalmente a los habitantes de las regiones más ricas a costa de los de las regiones más pobres.
«¿El hecho de que una idea sea de izquierdas implica, por sí mismo, que esa idea ya ha de ser buena?»
Y cabe, en tercer lugar, una última reflexión:¿el hecho de que una idea sea de izquierdas implica, por sí mismo, que esa idea ya ha de ser buena? Lenin, Stalin, Mao, Castro, etc., tuvieron infinidad de ideas cuya adscripción ideológica nadie se hubiera atrevido sin arriesgarse a perder la cabeza, ¿pero eran buenas ideas o eran, más bien, delirios totalitarios, liberticidas y aberrantes, eso sí, muy de izquierdas? Puestos a reivindicar tradiciones, tengamos al menos la decencia de reivindicarlas en su totalidad.
En realidad, nos encontramos ante la mayor estafa de nuestra época, la cual sólo se sustenta en el hecho incontestable de que hay mucha gente que vive de ella: es la que representa el falso antagonismo entre izquierdas y derechas. Ambas son realidades puramente adjetivas, que, por sí mismas, nada significan más allá de ser convenciones políticas en un determinado tiempo, y sólo en él. Configuran una superstición parecida a creer que alguien, por el hecho de llamarse Pedro, ha de tener unos rasgos más o menos definidos. Pues bien, frente a estas realidades ficticias, están las ideas, éstas sí sustanciales, y que operan a modo de paradigmas, aunque también en el tiempo.
Así, por ejemplo, el desgastado y ya casi insignificante término «progresista» debería designar a alguien que profesa una serie de valores coincidentes con los que dieron lugar a las Revoluciones Francesa. Y, sin embargo, a la luz de éstos, se podría reputar sin problemas como reaccionarios a los autodenominados progresistas de nuestra época, en la medida en que aspiran a juzgar a las personas en virtud de su pertenencia a determinados colectivos o a mantener escandalosos privilegios según el lugar del nacimiento, tal y como se hacía en el Antiguo Régimen.
La paradoja que se desprende de todo esto la simboliza perfectamente la relación que la izquierda mantiene con la bandera de España: por un lado, la descartan en todos sus actos y no pierden ocasión de denigrarla como un símbolo facha (otro más), pero, por otro, si alguien la exhibe, no ya con orgullo, sino con simple alegría, pondrán el grito en el cielo porque se está apropiando de algo que pertenece a todos. No hay que perder, sin embargo, la esperanza: podría darse el caso de que alguien, algún día, dentro de ese universo cerrado, se atreva a preguntarse si, en vez de quejarse tanto porque los demás se apropian de tus ideas, no sería mejor que fueras tú el que se apropiara de ellas. Es posible que, entonces, se produjera un milagro: el de una izquierda mirándose al espejo y reconociendo que no siempre los fachas son los demás.