Dos topos españoles que engañaron a la KGB
Romero, un policía, y Madolell, un paracaidista, fueron agentes dobles pero no traidores
Dos españoles desconocidos, sencillos, sin grandes pretensiones, ocupan un lugar destacado en el olimpo de los agentes dobles. Hoy os voy a contar la historia de Silvestre Romero y de Joaquín Madolell, un policía y un paracaidista que nunca pensaron en convertirse en agentes rusos y mucho menos en serlo al mismo tiempo que trabajaban para el espionaje español.
Un día de 1979, hace ahora 45 años, Romero estaba en su destino en la comisaría del barrio de Tetuán, cuando Vladimir Efremenkov, agregado de la embajada de la URSS, fue a presentar una denuncia y se enganchó a él como una lapa. Acudió una y otra vez a visitarle e intimar hasta el extremo de que el policía detectó sus intenciones de convertirle en colaborador. Alertó a Agrela, el jefe de la Brigada de Información de la Policía, que cuando el asunto se complicó se lo pasó al Cesid, como se llamaba en aquel momento el actual CNI.
Romero no simuló entrar en el juego de la traición por dinero, sino por ideas. Estudiaba Periodismo y tenía inquietudes sociales. Efremenkov le pagaba en efectivo el dinero de los libros y le convenció para estudiar inglés –el objetivo prioritario en aquella época era espiar a Estados Unidos– y también se lo sufragó.
Para demostrarle sus progresos, Romero le comunicó que había conseguido entrar en la Brigada de Relaciones Informativas del Cesid –policías en una unidad de apoyo-, lo que le permitió robar para él la información secreta que buscaba, aunque auténticamente falsificada. El ruso nunca supo que el policía había entrado a trabajar en el servicio secreto en un piso pegado al parque del Retiro de Madrid, en el Área de Contrainteligencia rusa.
No cayó en la trampa
Romero siempre estaba en alerta, pues Efremenkov era un espía avezado que no se fiaba de nadie. En una ocasión, le citó en un hotel y al poco de llegar le dijo que tenía que salir urgentemente y que no tardaría más de media hora en regresar. El doble agente notó que se había dejado olvidado el maletín y a un tris estuvo de abrirlo, pero descubrió a tiempo la trampa y ni lo rozó.
Dos años después de comenzar la operación, el 6 de marzo de 1981, el Cesid decidió poner fin con un arriesgado giro. Romero citó al espía ruso en un bar y en cuanto llegó le aclaró la situación: o aceptaba cambiar de inmediato de bando o sería expulsado de España. Es fácil imaginar la sorpresa del diplomático al descubrir que su topo nunca había sido un traidor a su país. Al día siguiente el ruso tomó un avión con destino a Moscú.
Silvestre Romero siguió destinado en el espionaje hasta 1984, cuando regresó a la Policía para continuar con su carrera. En el Cesid le despidieron anunciándole que le iban a entregar una medalla. No se equivocaron: 23 años después –más vale tarde que nunca-, el director Alberto Saiz se la impuso en la intimidad en la sede del servicio secreto.
Madoleli: la trampa del agente borracho
Joaquín Madolell, un subteniente del Ejército del Aire, con ese aire chulesco y atrevido de los paracaidistas, ni se atragantó con su copa de Licor 43 cuando de sopetón un italiano lleno a rebosar de whisky –para disimular- que se había convertido en su amigo en los últimos meses, le ofreció convertirse en espía al servicio de los soviéticos.
La operación Mari –Madolell y Rinaldi- comenzó en el verano de 1963 en el Aeródromo de Cuatro Vientos, donde el suboficial era instructor de paracaidismo. Allí se presentó un día Giorgio Rinaldi. Hicieron buenas migas y, aprovechando que Joaquín tenía a su familia en Murcia, salieron con frecuencia y se lo pasaron bien.
En mayo de 1964, con una amistad ya asentada, el ruso le lanzó su oferta a cambio de una buena suma de dinero. Aceptó inmediatamente, aunque debió aguantarse las ganas de vomitar al descubrir que el italiano nunca había sido sincero con él, sólo quería captarle. Al día siguiente habló con su superior en la base hispano-norteamericana de Torrejón y posteriormente se reunió con el teniente coronel Arozarena, del servicio de información del Alto Estado Mayor.
A los 40 años recién cumplidos, este melillense adoptado por unas monjas por la pobreza de su familia, que se había reenganchado al Ejército del Aire tras prestar servicio en la División Azul, se convirtió en doble agente. Cerró el trato con Rinaldi, que incluía una formación básica para robar documentos y detectar seguimientos, y una cantidad de dinero que le ingresarían en una cuenta para gastos y como pago a sus servicios. Los conocimientos le sirvieron de poco, pues los planes y papeles que supuestamente ‘robaba’ en realidad se los entregaba la CIA norteamericana, que junto al servicio secreto italiano entraron felices en la operación del doble agente español para tratar de destapar la red de espionaje rusa en el Mediterráneo.
De entre todas las aventuras que Joaquín corrió –curiosas y apasionantes- destacó su viaje de dos semanas a Rusia en abril de 1965. Los mandos del espionaje ruso querían conocer personalmente a tan destacado espía -¡inocentes!-, premiarle por su ayuda y prepararle más a fondo.
Madolell aprendió técnicas más avanzadas de fotografía, escritura invisible, utilización de «buzones» para la entrega y recepción de mensajes, y el manejo de emisoras de radio. Prestaba la máxima atención y se ponía de los nervios intentando almacenar en la memoria –no podía escribir nada, pues sabía que registraban sus pertenencias- toda la información y detalles que le habían pedido en Madrid, incluido el número de matrícula de todos los coches en los que se subía.
Una granada y dos prostitutas
Lo peor de regresar a España fue tener que soportar a Rinaldi, le caía fatal. Un día iban en el coche y el italiano empezó a jugar con una granada, pasándosela de mano en mano. Solo paró cuando Joaquín le pegó un grito y le llevó a un descampado para explotarla. En otra ocasión, durante un viaje, estaban en un hotel y Rinaldi le pidió que se acercara a su habitación. Al abrir la puerta se encontró con que había contratado dos prostitutas que le esperaban desnudas. Se dio media vuelta y le espetó un «que te aproveche».
En marzo de 1967, tres años después de convertirse en doble agente, decidieron cerrar la operación y desmantelaron con éxito la red del GRU en los países mediterráneos. Rinaldi le acusó desde la cárcel de ser un traidor. Espía sí, traidor no.
El 28 de marzo de 1968 le concedieron una medalla pensionada y años después acabó su carrera de comandante. A principios del año 2000 escribió una carta al director del CESID pidiéndole una copia de su expediente. Javier Calderón se lo negó, aduciendo los límites de la ley. Su historia seguía siendo secreta.