THE OBJECTIVE
Contraluz

El Watergate español

Nixon, como Sánchez, se sentía por encima de la ley, y también se defendió ante el escándalo atacando a jueces y prensa

El Watergate español

Ilustración de Alejandra Svriz.

Pocas frases hay, entre las muchas mentiras y medias verdades que circulan en nuestro mundillo político, tan absurdas y falsas como la repetida afirmación de que «no hay que judicializar la política», tan profusamente repetida por los separatistas catalanes. La afirmación es tan disparatada que a uno le asombra que no haya sido más frecuente y tajantemente rechazada por políticos y periodistas serios. Tal frase significa, lisa y llanamente, «los políticos no debemos estar sometidos a la ley». 

En realidad, la tan justamente criticada ley de amnistía es el corolario de tal afirmación. Esta ley, además de ser inconstitucional ab initio, nos dice que a los separatistas catalanes se les aplicó la ley por los delitos que cometieron en 2017, y que esto no debió haberse hecho; según Puigdemont y compañía, los poderosos señores de los siete votos, la ley nunca debió aplicarse a los delincuentes separatistas, y, en consecuencia, la amnistía viene a reparar y anular tal error. 

Es natural que los delincuentes se sientan importunados y perseguidos por el brazo de la ley; lo que no es natural es que las Cortes y el Gobierno no sólo no se opongan a las tesis de los delincuentes, sino que asientan, y que legislen de acuerdo con una afirmación tan contraria a la democracia y al Estado de derecho, y tan propia de transgresores. Claro que, cuando hay políticos destacados a quienes parece muy bien que se enjuicie a miembros de la familia real, pero que se indignan y escriben cartas patéticas cuando se enjuicia a miembros de su propia familia, poco queda ya que pueda sorprendernos y escandalizarnos.

En democracia, señorías, todo debe estar «judicializado», porque todo está sujeto a la ley. ¿Podemos imaginar que alguien sostenga que no debe judicializarse la medicina, o la construcción, o el comercio, o el crédito, o la industria, o el cine, o las artes plásticas? Es escandaloso el descaro con que ciertos políticos reclaman para sí privilegios que no tolerarían para los que trabajan en otras profesiones. Por desgracia, esta desfachatez no es exclusiva de nuestro Gobierno; un caso parecido se dio en Estados Unidos hace ya medio siglo, y a ello se refiere el título del presente escrito. La narración que sigue está basada en mis recuerdos de aquellos años, en que yo profesaba en la Universidad de Pittsburgh y seguía apasionadamente en los medios el desenlace de este episodio histórico.

En 1972 se celebraron elecciones presidenciales en Estados Unidos. Richard M. Nixon, presidente republicano, se presentaba a la reelección. Su perfil político tenía muchos puntos en común con el de Pedro Sánchez (no en vano le llamaban Tricky Dick, Ricardito el Tramposo). Su ansia de poder era insaciable, sus escrúpulos morales y su veracidad dejaban mucho que desear, su odio al contrincante político era estridente, y su lema estratégico podría resumirse así: «Divide a la nación y vencerás». Una noche de Junio, en Washington, la policía sorprendió in fraganti a cinco individuos que habían asaltado una oficina del Partido Demócrata que ocupaba una suite del Hotel Watergate: habían instalado micrófonos ocultos, y se llevaban copias de ciertos documentos. Los espías fueron conducidos ante el juez de turno, John J. Sirica, que los interrogó para saber quién les había dado la orden y a quién debía llegar la información que ellos habían robado. Ante su negativa a contestar, el juez los mandó a prisión, advirtiéndoles que él haría lo posible para que no salieran de ella mientras no respondieran a sus preguntas. 

«El Gobierno de Nixon puso en marcha lo que algunos aquí llaman la ‘máquina del fango’»

La Casa Blanca no se dio por aludida ante el caso; negó cualquier relación con el espionaje y dijo que aquello había sido «un robo de tercera categoría» del que se había enterado por la prensa. Pero ésta, en especial el Washington Post, el New York Times y el semanario Time, no quedó muy convencida; siguió investigando y pronto descubrió que los asaltantes encarcelados tenían relación con algunos miembros del equipo de Nixon. El gobierno entonces puso en marcha lo que algunos aquí, viendo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, llaman la «máquina del fango». De una parte, acusaron a la prensa de sembrar bulos llevada por su animadversión contra el presidente (como vemos, nada nuevo bajo el sol de España). Nixon llegó a decir que, si él hubiera seguido las directrices políticas de sus rivales demócratas, el episodio de Watergate se hubiera pronto olvidado. Por otra parte, los miembros de su equipo comenzaron a destruir pruebas en previsión de nuevas operaciones policiales, dieron orden al FBI para que no investigara en el caso, y reunieron fondos para sobornar a los encarcelados y así comprar su silencio.

A corto plazo, esta política de evasión y represión dio resultado. En las elecciones presidenciales de noviembre, Nixon barrió a su rival demócrata y por un momento pareció que había vencido la batalla de Watergate. Pero fue al contrario. La prensa siguió haciendo su labor y descubriendo nuevas evidencias. Lo mismo hizo el juez Sirica, que en marzo de 1973 dio a conocer las primeras confesiones de los detenidos, que ya acusaban a los hombres de la Casa Blanca. Se fueron creando comisiones parlamentarias para investigar lo que se estaba convirtiendo en un gran escándalo. También se descubrió que los «fontaneros de la Casa Blanca» no sólo habían cometido intrusión y espionaje, sino que habían malversado fondos electorales con objeto de financiar sus fechorías.

Para mayor alarma del gobierno, en julio empezó a rumorearse que, por orden del propio Nixon, todas las conversaciones en la Casa Blanca habían sido grabadas desde hacía años, por lo que en esas cintas podrían encontrarse las respuestas a las preguntas que planteó Sirica y que ya se hacían muchos políticos y buena parte de la ciudadanía. En aquellas cintas estuvo el comienzo del fin de la presidencia de Nixon. Éste había permitido que su ministro de Justicia nombrase un fiscal especial (Archibald Cox) para investigar en el tema. Cox inmediatamente reclamó las cintas. La Casa Blanca las declaró «privilegio presidencial» y ordenó que se destituyera a Cox. Ante tal alcaldada, el ministro y el subsecretario de Justicia dimitieron (aún quedaban restos de decencia en aquel gobierno), pero Cox fue relevado. Sin embargo, el escándalo fue tal que hubo que nombrar otro fiscal especial (Leon Jaworsky, que continuó lo que Cox había empezado) y la Casa Blanca tuvo que entregar las cintas. Pero partes de ellas habían sido borradas, so pretexto de error, lo que pocos creyeron.

Aún mutiladas, las cintas dejaron claro que el robo del Watergate se había fraguado en la Casa Blanca. Todo esto ocurrió en la primavera y el verano de 1973, pero, increíblemente, Nixon resistió en el poder otro año y pico. Como Sánchez, era extraordinariamente resiliente y se pasó un año entero atacando al juez, a la prensa, a los demócratas, y a los republicanos que dudaron de él (Sirica, por cierto, había estado afiliado al Partido Republicano), y defendiéndose (dijo, en un famoso discurso, I am not a crook, «no soy un maleante»), pero al final, cuando se vio abocado a una reprobación del Congreso, decidió dimitir en agosto de 1974 para evitarse un humillante calvario. Fue el primer presidente de Estados Unidos en hacerlo. 

«En ambos países un gobierno sin escrúpulos ni principios cometió delitos creyéndose impune o todopoderoso»

Como vemos, no es Sánchez el único mandatario cercado por la justicia y por los medios que se defiende como gato panza arriba, dando zarpazos a diestra y siniestra, planeando terribles venganzas, amenazando a la justicia y a los medios, produciendo extravagantes declaraciones al público, y mostrando su intención de acabar con el Estado de derecho. Los casos americano y español (Watergate y Begoñagate) tienen muchos paralelos y muchas diferencias. Los países y los tiempos son distintos. Pero, con todo, los parecidos son grandes: en ambos países un gobierno sin escrúpulos ni principios cometió delitos creyéndose impune o todopoderoso. En el caso de Nixon se trataba de un delito político con ribetes de corrupción (la malversación de fondos para financiar el espionaje); el caso de Sánchez-Gómez parece tratarse primordialmente de corrupción con muy numerosas ramificaciones: Tito Berni, Koldo-Ábalos-Armengol, Begoña Gómez, David Sánchez, misteriosos vuelos transatlánticos del Falcon presidencial, el bandazo del Sáhara, las maletas de Delcy, la ilícita revelación de secretos del novio de la presidenta de Madrid, y muchas derivadas más. Por ejemplo, el de Luis Rubiales, expresidente de la Federación Española de Fútbol, era otro caso de corrupción, que se disfrazó hábilmente con la anécdota del beso forzado a la futbolista, que no fue forzado, como resultaba claro en el vídeo que todos vimos.

En ambos casos, los delincuentes, sentenciados o presuntos, tropezaron con la policía, con la judicatura, y con una parte de los medios, que fueron destapando evidencias alarmantes. En ambos casos desempeñó un importante papel un juez ya cerca del fin de su carrera (John Sirica y Juan Carlos Peinado, respectivamente), que, desafiando a un gobierno que, en plena huida hacia delante, le amenazaba, le injuriaba, e incluso le perseguía, cumplió valientemente su deber, consciente sin duda de que tenía entre manos el caso más difícil e importante de su carrera. 

Sabemos cómo terminó el caso Watergate: Nixon, acorralado por el escándalo, pagó con la dimisión una serie de graves delitos. Contra el poder enorme de un presidente de Estados Unidos prevalecieron la justicia pública y los medios de información, que cumplieron con su deber de defender a la sociedad de los abusos del poder Ejecutivo. ¿Va a ser en esto España diferente? ¿Va a resultar que en España la política no se judicializa, es decir, que la ley sigue sin aplicarse a los políticos?

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