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Odiar el turismo es odiarnos a nosotros mismos

El rechazo a las hordas invasoras no debe poner en peligro una fuente de riqueza que representa el 12,8% del PIB español

Odiar el turismo es odiarnos a nosotros mismos

Ilustración de Alejandra Svriz

Hubo un tiempo en el que el término turismo era poco menos que sinónimo de civilización y progreso. En una España aún subdesarrollada aquellos extraños visitantes que aterrizaban, casi como figuras extraterrestres, en nuestras playas y ciudades representaban una promesa factible de transformación y modernidad. Cuando vemos ahora aquellas películas de los años 60 del siglo pasado protagonizadas por unos carpetovétonicos Alfredo Landa o José Luis López Vázquez que, de forma tal vez no del todo inconsciente, ponían de manifiesto el secular complejo de inferioridad del español medio frente al paradigma de civilización que exhibía la figura rubia y esbelta del europeo que venía a visitarnos, es difícil determinar si sentimos más vergüenza por el reconocimiento objetivo de nuestro atraso material o por la ingenuidad con la que se expresaba la admiración por un paradigma cultural que si por algo se caracterizaba, como aprenderíamos mucho después, era precisamente por ofrecer un ideal de pura uniformidad.

Sea como fuere, las últimas décadas del franquismo, bien es verdad que por razones predominantemente económicas, apostaron de forma incondicional por ese proceso de confluencia (éste sí que se demostró una verdadera unidad de destinos en lo universal) que posteriormente acabaríamos llamando globalización: nada, por otra parte, que no hubiera entrevisto ya Hegel a principios del siglo XIX. 

El caso es que, en efecto, hubo un momento histórico en el que el turismo significó algo que tenía que ver, no sólo con riqueza económica, sino también con una promesa de liberalización de las costumbres, mayor amplitud de miras e, incluso, la posibilidad de vivir otras vidas más libres y menos circunscritas al dictado de las tradiciones y las costumbres. Pues bien, ¿qué ha podido ocurrir para que dicha percepción se haya tornado poco menos que en lo contrario de sí misma, es decir, en sinónimo de adocenamiento, pérdida de identidad y degradación de la vida en las ciudades?

Reparemos en que partimos de un mismo hecho, el turismo, que genera dos percepciones diferentes separadas tan sólo por sus distintas apreciaciones en el tiempo: allí donde antes la propia identidad se conceptuaba como un lastre del que había que desembarazarse en la medida de lo posible si es que se quería acceder a una condición que, por decirlo con la expresión de Ortega, estuviera a la altura de los tiempos, ahora, desde una situación de modernidad ya adquirida, se añoran unos presuntos vestigios de autenticidad, a menudo idealizada, que estarían siendo arrasados por los efectos deletéreos de la marabunta viajera. 

Cabe, sin embargo, preguntarse si no podría ocurrir que entre esa condición puramente circunstancial que constituye al turista accidental y el nosotros con el que se identifica el habitante de una determinada comunidad no hubiera sino una mera diferencia de tiempo y lugar. Como muy acertadamente se ha puesto de manifiesto en algunos otros artículos que se han escrito sobre el tema, el opositor al turismo suele ser el mismo individuo que se convierte en turista en cuanto se  despoja del uniforme de las protestas, reserva un billete de avión e inicia sus vacaciones, de forma que el ínfimo grado de tolerancia que mostraba frente al turista que viene a visitarle se transforma milagrosamente en conciencia de plena legitimidad desde el momento en que es él mismo el que viaja: El mecanismo psicológico que permite hace posible esa doble moral es, como ha señalado la periodista Rebeca Argudo, más bien rudimentario: consistiría en ver como turistas a todos los demás, mientras reservamos para nosotros la condición, mucho más noble y lustrado, de viajeros, aventureros y descubridores del mundo.

«El turismo opera como un espejo en el que, aunque no lo queramos, nos vemos inevitablemente reflejados a nosotros mismos»

Ahora bien, podría ocurrir también que detrás de esta ola reciente de aversión al turismo se escondan razones, por así decirlo, más filosóficas. Como expresión por antonomasia del globalismo y, por tanto, como evidencia mayor de la posible desaparición de eso que Freud llamó el narcisismo de las pequeñas diferencias, el turismo opera como un espejo en el que, aunque no lo queramos, nos vemos inevitablemente reflejados a nosotros mismos, si bien en nuestras expresiones más comunes y vulgares, que, a la postre, suelen ser las más reales.

Siendo el narcisismo, además, conjuntamente con su inevitable acompañante, el sueño de una presunta e incuestionada singularidad, una de las señas de identidad por antonomasia del sujeto posmoderno, esas hordas invasivas de individuos perfectamente ordinarios y, desde un punto de vista subjetivo, intercambiables que componen el paisaje turístico vendrían a desmentir, tanto en su ética como en su estética, la ilusión de nuestra propia egolatría, poniendo de relieve que, a la postre, tan sólo somos uno más diluido en una masa indiferenciada de individuos, en donde, por recurrir al dictamen ya premonitorio de Heidegger sobre el mundo moderno, «Todos son el uno y ninguno es él mismo». 

De hecho, no es absoluto casual que las más virulentas reacciones al turista procedan precisamente desde esas posiciones de una llamada izquierda alternativa en donde la conciencia subjetiva de la propia excepcionalidad personal es por desgracia directamente proporcional a la evidencia objetiva de una rígida homogeneidad estética que acaba aproximándose peligrosamente a la caricatura. 

«Con el turismo pasa un poco como con la inmigración: tan absurdo es el incondicionalismo en su defensa como en el de su rechazo»

Por supuesto, nada de esto es óbice para admitir los aspectos estrictamente problemáticos e, incluso, oscuros que se derivan del turismo de masas, así como de la necesidad de regulaciones, eso sí, pragmáticas que incidan en la pervivencia de una fuente de riqueza que representa nada más y nada menos que el 12,8 % del PIB de nuestro país. Con el turismo pasa un poco como con la inmigración, su reverso pobre: tan absurdo es el incondicionalismo en su defensa como en el de su rechazo. Ambos no serían sino expresiones equivalentes de posiciones pobremente ideológicas que pasan de largo por muchos de los aspectos más complejos del fenómeno que pretenden valorar. Por eso, nos haríamos un pésimo favor a nosotros mismos y a nuestro futuro si nos limitáramos a afrontarlo en tales términos, que, dicho sea de paso, suelen ser siempre la forma de hacerlo de aquellos que han renunciado a lo que Hegel llamaba el arduo trabajo del concepto.

El turismo, bien entendido, implica siempre una exigencia de humildad en la mirada que nos obliga muchas veces a reconocer nuestra pequeñez y a dudar un poco de nuestra pretendida excepcionalidad. En un país en el que los paletos de los más diversos pelajes autonómicos se han unido para defender las presuntas esencias de sus ínfimas patrias, acabar con estas formas de intercambio, por más molestas que resulten para los habitantes de unas ciudades que quisieran librarse de sus sobrecargas sin renunciar, no obstante, a sus beneficios, supondría un suicidio que nos transportaría de nuevo a aquella España de Ozores y Alfredo Landa, que es tal vez de lo que se trata en el imaginario de los adictos a la nostalgia.

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