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La guerra civil infinita de Pedro Sánchez

La utilización de Franco para cohesionar al grupo frente al enemigo es una indigna traición al espíritu de la Transición

La guerra civil infinita de Pedro Sánchez

Ilustración de Alejandra Svriz

La guerra infinita es un libro que aborda la siguiente perplejidad: si casi todos nos consideramos pacíficos, si la cooperación entre humanos ha sido tan fructífera y las guerras tan costosas (individual y colectivamente) ¿por qué siguen siendo tan frecuentes los enfrentamientos grupales violentos y las guerras? Sus autores (el psiquiatra Tobeña y el periodista Carrasco) buscan las bases psicobiológicas de la violencia intergrupal, utilizando cientos de estudios.

La primera conclusión que se saca de su (muy recomendable) lectura es que el ser humano tiene una tendencia natural a identificarse con un grupo. Esto tiene un fundamento evolutivo, que ya intuyó Darwin: si un grupo tiene un mayor número de personas leales y valientes dispuestas a defenderse y socorrerse mutuamente, prevalecerá sobre los demás. Y hoy sabemos que tiene una base biológica, pues los estudios prueban que las reacciones neuronales son distintas cuando nos relacionamos con alguien del grupo o con un extraño a él.

Otra evidencia científica es que la identificación grupal se produce no solo cuando hay diferencias reales (familia, etnia, idioma) sino por cualquier elemento arbitrario. Los experimentos muestran que las personas crean una identidad grupal aunque el criterio para separar los grupos haya sido tan banal como preferir un pintor sobre otro, o poner a un grupo de niños un lazo de distinto color.

Una vez identificados con nuestro grupo, se produce automáticamente una categorización en amigo/enemigo, en bueno/malo. Los que eligieron el color verde sobre el azul ven automáticamente a los «verdes» más inteligentes y amables que los «azules». El límite del grupo se convierte en una frontera moral: estamos dispuestos a sacrificarnos por y compartir con los «nuestros», y en cambio frente a los «otros» no sentimos compasión, sino aversión, y podemos llegar a disfrutar de su sufrimiento. Además, esta diferencia se autopercibe como un imperativo moral: yo estoy obligado a sacrificarme por los «buenos» y también hago el bien castigando a los «malos». Pero el grupo no es solo el límite de la moral, sino también de la verdad. Parafraseando la famosa frase de Groucho Marx, muchos creemos al grupo antes que a nuestros propios ojos. En un experimento se mostraban unas imágenes y se preguntaba después por lo que habían visto. Si antes de su respuesta los demás del grupo -instruidos por el organizador- respondían falsamente, el 70% se adhería a esa opinión equivocada. Advertidos del truco, buena parte de ellos seguían recordando la imagen falseada, es decir, que habían modificado su recuerdo.

Esto podría llevar al pesimismo antropológico definitivo y a la renuncia a todo progreso. Sin embargo, la realidad es más compleja: aunque siempre ha habido guerras, su frecuencia y letalidad varía mucho según regiones y épocas. Es decir, que la tendencia a la cooperación, típicamente humana, puede llevar también a la colaboración intergrupal, evitando las guerras durante largos periodos de tiempo.

«La posibilidad de alternancia en el poder y de cambios de normas por mayorías amplias reducen los incentivos a la violencia»

A disminuir la confrontación ayudan lo que los autores llaman «paraguas morales». Uno de ellos es la creación de identidades más amplias, por ejemplo la ciudadanía romana en tiempos de imperio, o la Unión Europea hoy. También son útiles determinadas instituciones: una ley común que se aplica de manera efectiva y objetiva por el Estado también crea identidad, al tiempo que impide recurrir a la venganza y de esta forma corta los ciclos de odio. La posibilidad de alternancia en el poder y de cambios de normas por mayorías amplias también reducen los incentivos a la violencia.

Pero en sentido contrario, también se pueden generar dinámicas que favorecen la violencia, básicamente alimentando dos emociones: el miedo y el odio. La sensación de amenaza refuerza la disposición a la cooperación y al sacrificio por el grupo, y también a la violencia frente al enemigo. El odio se nutre con el recuerdo de los agravios, reales o imaginados (ya sabemos que las identidades pueden ser artificiales y que el grupo puede manipular la percepción de los hechos). Resulta especialmente útil para combinar estos dos elementos: presentar al grupo como la víctima y la agresión como una necesaria defensa.

El problema es que los políticos tienen incentivos para promover la confrontación: si consiguen que nos identifiquemos como bando amenazado, miraremos cualquier actuación de los nuestros -sobre todo la suya- con total benevolencia. Cuanto mayor sea el miedo al «enemigo», más sacrificios estaremos dispuestos a hacer por esa «comunidad» y sus líderes. Esto lo entendió perfectamente Laclau, el teórico del populismo, que consideraba que las identidades, aun siendo artificiales («significantes vacíos»), eran necesarias para crear antagonismo y provocar la movilización política. Resultan especialmente dotados para estas dinámicas los líderes que combinan maquiavelismo y psicopatía, por su capacidad de manipulación y su insensibilidad frente al perjuicio de propios y ajenos.

Creo que todo lo anterior sirve para analizar la actuación de nuestros políticos, y concretamente las celebraciones del aniversario de la muerte de Franco. En principio, recordar el gran pacto político y social que incluyó a grupos tradicionalmente enfrentados (ideológica y territorialmente) podría generar una identidad compartida e integradora. Pero entonces, ¿no deberíamos esperar al aniversario de la Constitución, que es el verdadero elemento integrador superior, al crear un Estado de derecho social y democrático? La pregunta es hoy retórica pues las dudas sobre la intención de esa sorprendente «celebración» la ha disipado el propio presidente del Gobierno.

«Frente a la Transición y la Constitución como elementos integradores y pacificadores, a muchos políticos les interesa la polarización»

En la presentación de los actos agitó el miedo al decir que «el peligro de involución es real» y que hay que «temer que el retroceso se repita»; también removió el odio cuando dijo que se «pervierte el sentido de la concordia cuando se equipara a víctimas con verdugos»; lo mismo persiguen los homenajes que en realidad consisten en el recuerdo de las atrocidades pasadas (casi siempre las de uno de los bandos); finalmente reforzó la dialéctica amigo/enemigo al señalar a los «otros» como «enemigos de la libertad y la igualdad». No debería sorprendernos de un presidente que en su discurso de investidura prometió levantar un muro (supuestamente defensivo, claro) frente al enemigo, la tan mentada «derecha y ultraderecha», que resulta ser en términos electorales aproximadamente la mitad de los españoles.

Esto es una indigna traición al extraordinario esfuerzo de reconciliación que supuso la Transición española, uno de los cambios políticos más admirados de la historia moderna (y en la que el PSOE fue esencial). Un reciente manifiesto recuerda que el mismo Azaña entendió que, tras la guerra civil, «paz, piedad y perdón» eran la única vía de salida para España. Santos Juliá, en su libro sobre los manifiestos españoles, explica cómo ya en los años 50 los autodenominados «hijos de los vencedores y los vencidos» reconocieron la guerra civil como un fracaso colectivo, proponiendo la amnistía y el perdón como única salida hacia una democracia, y consiguieron que el exilio e incluso el PCE renunciaran a la revancha y apostaran por un futuro común. Aunque hubo que esperar mucho, ese programa se ejecutó de manera ejemplar en la transición.

Concluyo: frente al ejemplo de la Transición y la Constitución como elementos integradores y pacificadores, a muchos políticos les interesa la polarización y para ello utilizan nuestra tendencia natural a la confrontación grupal. Lo vimos en Cataluña con base en la nación e idioma, y fue la experiencia de esa ruptura social dirigida desde el poder -sufrida por los autores como catalanes- lo que les llevó a escribir el libro que cito. Igual ahora, se utiliza la guerra civil y a Franco para asustar y cohesionar al grupo frente al enemigo, no vaya a ser que nos fijemos en la corrupción, la mala administración, el abuso de poder y la falta de acuerdos dirigidos al bien común. La ganancia es para el político y el riesgo de pobreza y de violencia para los ciudadanos. Solo podremos evitarlo si somos capaces de resistirnos a una manipulación para la cual, por desgracia, estamos genéticamente predispuestos, pero, por fortuna, no predeterminados.

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