THE OBJECTIVE
Vidas cruzadas

Karina Sainz Borgo: «Se empieza alterando las formas y se termina incumpliendo la ley»

David Mejía conversa con la novelista y columnista de ABC sobre su trayectoria personal y literaria

Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982) es periodista y escritora venezolana que desde 2006 reside en Madrid. Es autora de tres novelas: La hija de la española (Lumen, 2019), El Tercer País (Lumen, 2021) y La isla del Doctor Schubert (Lumen, 2023), todas publicadas por la editorial Lumen. Es autora también de tres libros de crónicas, entre los que destaca, Crónicas barbitúricas (Círculo de Tiza, 2019). Sus libros han sido traducidos a más de veinte idiomas. Actualmente trabaja como reportera y columnista en el diario ABC y colabora con La Brújula de Onda Cero.

P.- ¿Qué tal toleras el calor?

R.- El calor lo tolero bastante bien. No afecta a mi capacidad de pensar. Recuerda que crecí en el Caribe. Lo que menos me gusta del verano es esa sensación de que no termina nunca. Sobre todo, cuando te quedas trabajando.

P.- El verano en Madrid puede ser difícil.

R.- Verás, ya he pasado cuatro veranos seguidos en Madrid y creo que me he acostumbrado. Siento que he aprendido a lidiar con esa sensación de tierra arrasada y quemada. Esa sensación de que cruzar la calle es como caminar sobre una plancha. Pero, afortunada o desafortunadamente, el verano es cuando encuentro tiempo para escribir. Por lo general, me quedo encerrada escribiendo y no me muevo. Así que empiezo a acostumbrarme.

P.- He leído en algún lugar que tienes una disputa con José Luis Martínez Almeida por los árboles de Madrid.

R.- Creo que todos los alcaldes pasan por lo mismo, pero este en particular ha convertido Madrid en algo como un plato de cemento. Es cierto que ha plantado algunos árboles, pero no suficientes. Yo le digo que necesitamos más árboles, al menos en la zona Plaza de España. Oye, es difícil, Madrid no tiene mar, pero al menos podríamos mejorar un poco con algunos árboles. En mi calle acaban de plantar algunos árboles y es un alivio, porque habían desaparecido. Esta es una ciudad enorme, muy urbana, que necesita un poco más de verdor. Eso y algo como un oasis. Hay que inventar algo, como en ese cuento de Loriga, donde el único mar que tiene Madrid es el Dry Martini.

P.- ¿Echas mucho de menos el mar?

R.- Muchísimo, sí. Sobre todo porque en Caracas está la montaña que domina el valle. Y justo detrás está el mar. En 40 minutos puedes llegar al mar Caribe. Sí, echo mucho de menos el mar y, de hecho, la única razón por la que me planteo dejar de vivir en Madrid es porque cada vez lo llevo peor. A medida que envejezco, necesito esa tranquilidad que el mar ofrece: esa sensación de tener un ser inmenso y casi mitológico frente a ti. Te preguntas: ¿qué habrá debajo? ¿Qué misterios guarda? Al menos, eso a mí me hace mucho bien. El mar tiene ese aspecto que a mí, al menos, me impacta. Cuando era pequeña, tenía un punto en el que me gustaba cómo era la luz. Además, en los lugares junto al mar, y especialmente en una parte del Caribe, la luz es extremadamente importante. Es un poco como sucede con la luz de Sorolla. Por ejemplo, en la poesía venezolana, la luz del mar es fundamental, como lo refleja Antonio Ramos Sucre. Y tal vez pueda sonar un poco rebuscado, pero eso también forma parte de mi paleta emocional, de mi sensibilidad. Además, el mar es algo que siempre te recuerda que hay algo más grande y más poderoso que tú.

P.- ¿De dónde proviene ese interés por la mitología que, de una forma u otra, está presente en tu obra?

R.- Tengo la impresión de que la mitología, todo lo arquetípico, me fue inculcado desde una edad temprana. Comencé a explorarme psicoanalíticamente siendo muy joven. Me involucré mucho en la sociedad junguiana, que de hecho se convirtió en una especie de mundo propio. Se abrió ante mí, durante seis años, un mundo de mitos, de símbolos. A los 16 años, ya estaba leyendo a Plinio y me benefició enormemente. Creo que de alguna manera siempre he intentado trabajar alegóricamente. Pero es cierto que el psicoanálisis te convierte en una especie de experto en ti mismo, y entonces tampoco puedes escapar de ti mismo. De ahí proviene el gran poder que tiene la mitología para mí, en lo que escribo y en cómo veo el mundo.

P.- Además del mito de Antígona y de la Odisea, referencias obvias en tu obra, ¿hay algún otro mito que sientas que está muy presente en ti?

R.- Casandra es el mito que me persigue en muchas cosas, porque siempre tengo la sensación de estar advirtiendo de algo que va a suceder y nadie me cree. No es que crea que puedo ver el futuro, pero siempre siento que estoy perdiendo mi tiempo al decir y advertir lo que podría ocurrir. Me sucedió mucho en Venezuela, cuando era más joven, cuando aún no había asimilado del todo el tema. Uno comete el error grave de intentar explicarle a otra persona algo, como lo que pasó aquí con la eclosión de Podemos. Soy renuente a extrapolar la lectura de lo que ocurrió con el fenómeno de la Revolución Bolivariana. No es extrapolable. Sin embargo, cuando llegué aquí, tenía esa sensación y me decían: «¿No te sientes como Casandra?». También me ocurre cuando escribo. Todas mis novelas son muy políticas, y la cuarta también tiene un poco ese aspecto. Pero bueno, quizás sea yo quien tiene algún tipo de megalomanía.

P.- No es la primera vez que escucho a alguien de Venezuela, en concreto, tener ese complejo de Casandra, quizá fruto de la incredulidad sobre cómo pudo ocurrir lo que ocurrió.

R.- A veces, pienso que es un fenómeno global. Una de las características que tuvo el chavismo al principio, y luego con Maduro, era la sensación de borrar y destrozar. Las instituciones terminan colapsando, las formas se descuidan por completo. Como cuando eres presidente del gobierno y no juras la Constitución de acuerdo a la tradición o la ley, sino que inventas tu propio juramento revolucionario. Comienzas a erosionar desde la parte más superficial y tengo la sensación de que la sociedad en la que crecí fue completamente desmantelada, despojada y destruida, en sentido literal. Las tradiciones son importantes, los ritos son importantes, las formas son importantes. Se empieza alterando las formas y se termina incumpliendo la ley. Lo que no me agrada de este nuevo populismo, tanto de izquierda como de derecha, es esa tendencia a borrarlo todo. Hay un mundo inédito que debe emerger junto al líder populista, y siempre tienen algo de razón en lo que dicen. Los populistas siempre tienen un punto válido mientras se abren camino. En el caso de Podemos, se notaba mucho con Pablo Iglesias, porque en sus comienzos era carismático.

P.- Un buen comunicador.

R.- Sí, un buen comunicador, de la misma forma que Trump, por ejemplo. Piensas: «Oye, mira qué gracioso con la peluca amarilla que lleva». Sí, pero luego mira cómo evoluciona hasta que de repente aparece un señor en el Congreso, con cuernos de bisonte y la bandera confederada. Y piensas, ¿cómo es posible que llegue a eso? Antes tenía la sensación de que estos fenómenos estaban más localizados, pero ahora creo que es algo global. Sinceramente, no me tranquiliza decirlo. El consuelo de los tontos es que muchos estén mal.

P.- Chávez llegó al poder en 1999. Siete años después, llegaste a España. Cuéntanos cómo era tu vida antes y después.

R.- Mira, no voy a olvidar jamás el año 1998, porque en Venezuela las elecciones solían celebrarse en diciembre. Estaba terminando el instituto. Recuerdo que entré a la universidad con 17 años. Me acuerdo perfectamente de que no podía votar, pero estaba en campaña contra la Constituyente. Mi vida y en mi formación como ciudadana eran como un díptico. Creo que tuve una educación maravillosa en un país con muchas diferencias sociales, muchas carencias, muchos problemas. Pero era un lugar en el que el sistema de museos era una maravilla. En el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas podía ver obras de Picasso. Al Museo de Bellas Artes o al Teatro Teresa Carreño venía gente maravillosa. Había ópera. Estaba el Sistema [Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela], con Dudamel, antes de que se politizara tanto. Era un país en el que había instituciones culturales. En el Centro Rómulo Gallegos podía ir a escuchar a cualquier poeta que viniera. Era un lugar donde la cultura era importante y el Estado era el protector de esa cultura, lo que hacía posible una serie de circuitos junto con las empresas privadas. Recuerdo la llegada del chavismo y el progresivo avance de lo que fue la revolución. Trastocó aquel mundo. La colección de la Galería Nacional, una colección ordenada, cronológica, modesta pero correcta, se convirtió de pronto en un escaparate político y en una especie de pesadilla simbólica. De repente, me perseguía el cacique Guaicaipuro por todas partes.  Hay un presidente del siglo XIX venezolano, Antonio Guzmán Blanco, un autócrata liberal, al que le pasaba como a Benito Juárez: creó una ciudad similar a París. Muchos podrían decir que mi perspectiva es elitista y que soy nostálgica de ese elitismo. Pero lo vi en el periódico El Nacional, en el que me formé y trabajé: cuando la tierra política empezó a temblar, la tierra cultural y ciudadana también tembló. Crecí muy consciente de que vivía en un país con una tremenda pobreza. Era consciente de que vivía en un país violento. Recuerdo perfectamente el Caracazo, tenía ocho o nueve años. Cuando llegó el chavismo empecé a trabajar en El Nacional y en Globovisión, un canal de noticias. Tanto yo como mi generación vimos cosas para las que no estábamos preparados. La oposición contra un gobierno que ya mostraba signos de un importante autoritarismo se manifestó en las calles. Tenía esa sensación de enfrentar la muerte alrededor, mucha muerte política… Vi demasiadas personas tiroteadas, peleas, sangre… Esa sensación de estar en un lugar en guerra me afectó mucho. Además, trabajé durante mucho tiempo para políticos opositores. Escribía discursos. Recuerdo una vez que frente al periódico había tres camiones de la policía política. «Mira cómo nos vamos alejando poco a poco», pensé.

P.- Esa sensación de intimidación constante está en La hija de la española.

R.- Realmente, es la novela en la que saqué afuera todas aquellas pesadillas. Todo eso se resolvió con la muerte de Chávez. Cuando murió, mi jefe en Vozpopuli, Jesús Castro, me pidió que hiciera un perfil y pensé: ¿cómo voy a hacer un perfil de algo tan complejo, que generó tantas divisiones y tantos problemas? No sabía qué hacer y me di cuenta de que con Chávez había muerto una parte de mí. Igual que le pasó a una amiga italiana, Andrea Marcolongo cuando murió Berlusconi: «Está muriendo una parte de mí», dijo. Desde entonces, no volví más a Venezuela. El último viaje que hice fue cuando Chávez estaba muriendo y sentía que el país que profundamente amé, del que me sentía parte, ya se había acabado y no volvería.

Carmen Suárez

P.- La violencia está muy presente en tu obra, aunque no hables de forma literal sobre Venezuela. Has querido mirar hacia otro lado.

R.- La isla del Doctor Schubert era eso: un intento de crear un artefacto literario que me permitiera mirar hacia otro lado. Uno aprende a modular sus obsesiones o adquiere otras nuevas. En mi caso, me llama la atención que siempre regreso al mismo lugar. Todos mis personajes son violentos. Ahorita estoy escribiendo una novela muy graciosa. Está protagonizada por ocho mujeres y todas se hacen la vida imposible. Y pensaba: ¿por qué tengo que hacer esto? Como me decía una amiga: «Karina, ¿todo tiene que ser tan sombrío?». Puede que sea una impronta de ese tipo, porque creo que lo curioso de la sociedad es que es trágica. Estamos representando todo el tiempo y no somos conscientes de la tragedia. En este sentido, Venezuela es una sociedad muy llamativa, de despliegue, de ostentación, de fiesta… pero en el fondo, creo que eso siempre coexiste con la sensación de que esto va a salir mal y lo sabemos.

P.- ¿La vocación de escritora la tienes desde niña?

R.- Sí, creo honestamente que el acto de escribir siempre estuvo presente en casa. Es decir, la escritura se manifestaba en casa debido a cierta sensibilidad, especialmente por parte de la familia de mi madre. Sin embargo, la relación directa entre mi necesidad de escribir y el hecho de que haya terminado en esto tiene que ver con una decisión muy astuta de mi madre. Me metí en un lío a los 12 años: uno de esos líos monumentales. Para mi mundo infantil, aquello era un problemón. Me habían expulsado del colegio porque no se me ocurrió nada mejor que hacer una soflama en contra de la directora del colegio. Estudiaba en un colegio de monjas y la firmé. Quién sabe, tal vez estaba practicando mi firma. En fin, el caso es que me expulsaron. Mi madre me compró un cuaderno y me dijo: «Todo lo que quieras escribir, lo escribes aquí». De hecho, ahora mi madre se ríe porque sigo escribiendo. A partir de ahí, desarrollé lo que yo llamaba mis cuadernitos de ideas, que llevaba a todas partes. Empezó a ser una mezcla entre lo que leía y lo que copiaba. Yo solía ser muy cuidadosa y no subrayaba libros. Entonces, por ejemplo, si leía un libro, transcribía las partes que me gustaban. Los cuadernos se convirtieron en una mezcla de escritura y lectura. A partir de ahí, empecé a desarrollar algo en mi mente. Pero sin duda alguna, creo que mi mamá tiene un gran peso en esto.

P.- ¿Y sabías que se te daba bien?

P.- Yo pensaba que escribía increíble, hasta que empecé a trabajar. Me decía: «¿Cómo no me han descubierto? Escribo como Dostoyevski, como Carver». Es una lástima que uno piense así cuando es adolescente. Aún no has pisado la realidad. El caso es que me consideraba una escritora maravillosa hasta que empecé a escribir profesionalmente en el periódico. Un día me pidieron escribir una crónica sobre un funeral de personas asesinadas en una marcha. Cuando vi la versión publicada, no se parecía en nada a lo que escribí. Mi jefa me dijo: «Karina, estaba mal escrita, a veces era impublicable. Si quieres aprender a usar las comas, por favor, pregúntame, pero no vuelvas a entregarme algo así». A partir de ese momento, comencé a aprender. Me volví mucho más humilde y empecé a ser crítica conmigo misma, lo cual agradezco enormemente. Tuve buenos maestros, no en la universidad, sino en la redacción.

P.- Se dice que el periodismo puede degradar la prosa, pero en tu caso fue al contrario.

R.- Claro, me hizo mucho más clara, más directa. Y de hecho, la segunda gran transformación en mi vida, creo, fue cuando llegué a España y empecé a escribir en castellano. Me dijeron: «Por favor, escribe en castellano». Fui capaz de entender que no había mala intención en eso. «Es que no se te entiende con tu español latinoamericano». Cuando empecé a escribir para ser entendida en castellano, empecé a escribir muchísimo mejor. Este cambio me llevó a tener un español mucho más neutro, poderoso y elegante, y le debo eso por completo a escribir en prensa española.

P.- En poco tiempo habrás vivido más tiempo en España que en Venezuela. Pese a ello, ¿sientes que siempre serás vista como una venezolana en España?

P.- Sí, eso sigue y no me sorprende, lo entiendo perfectamente. Es como «El Portu» en Caracas; había una colonia portuguesa en el puerto y los llamábamos así. El portugués, aunque fuera más venezolano que nosotros, siempre será «El Portu» porque habla con acento portugués. Y sí, tengo esa sensación.

P.- Y en Venezuela te dirán que hablas con acento español.

R.- Por supuesto. De hecho, mucha gente dice que mis libros no son venezolanos. Un día escribí un artículo titulado «Preferiría no hacerlo» o algo así. No querer decir a dónde pertenezco o a dónde no pertenezco, porque ya no me siento de ningún lugar. Aquí me genera cierta incomodidad, sobre todo por todo lo relacionado con el columnismo, que es algo muy arraigado en España y a veces muy influyente. A veces siento cierto pudor al opinar sobre política española, porque pienso: «No, no te involucres. Esto no es tuyo, no sabes lo suficiente». No sé, es como sentir que no tienes permiso para opinar de esto. Aunque España es el país más abierto en el ámbito mediático que he visto. Tienes a periodistas como John Müller, que es chileno, y cada vez que ofrece su opinión y análisis, es el tío más lúcido del mundo. Él tiene un peso importante como columnista, y no, no hay problema. También tenemos a Carlos Rodríguez Braun, por ejemplo, que es argentino. En otras palabras, creo que España asimila muy bien las voces que no son autóctonas. Con los grandes hispanistas también pasa.

P.- ¿Porque decides marcharte a España? Tenías sólo 23 años. Supongo que había muchas personas con la esperanza de que la situación en Venezuela mejorara.

R.- Fue un cúmulo de cosas. Yo tenía un plan. Hay una novela de un amigo que comienza con un personaje a quien le preguntan: «¿Qué quieres ser cuando seas grande?». Y mi respuesta fue «francesa». Quería estar en otro lugar. No quería quedarme. Era consciente, muy consciente de eso. Mi deseo era irme a Estados Unidos. Realmente, deseaba estudiar comunicación, publicidad; menos mal que no fue así, porque hubiera sido un desastre. Luego me enamoré, y tenía que definir un territorio intermedio. Los dos éramos de ascendencia española y yo tenía la nacionalidad.

Nos divorciamos, pero decidí no regresar. Creo que la decisión consciente de establecerme aquí fue cuando tenía unos 27 o 28 años. Ya tenía, más o menos, pillado el pulso a España.

P.- Pasaste tres o cuatro años dando vueltas.

R.- Dando tumbos, yendo de un lado a otro. Porque llegué en un momento en que España estaba en plena fiesta: había fuegos artificiales, estaba la burbuja inmobiliaria y por eso el segundo mandato de Zapatero me resulta inquietante. Reconozco aspectos de la actualidad que me recuerdan aquel tiempo y me dan mucho miedo. Pero bueno, imagínate. Comencé a trabajar en banca, en periodismo financiero, haciendo comunicación en el sector bancario. España era una fiesta de dinero. Recuerdo perfectamente mi primera entrevista de trabajo, en la que me preguntaron si sabía lo que era una salida a bolsa, un dividendo… Tuve jefes muy buenos, con mucha paciencia. Para hacer comunicación corporativa y financiera, hay que haber nacido para ello. Te contratan para resolver problemas, no para crearlos. Fue un momento muy confuso, porque no me gustaba nada donde estaba. Por aquellos días, desde fuera, percibía cómo se deterioraban las relaciones interpersonales en Venezuela por el tema político. Se trata de un proceso, primero de polarización y luego de aplanamiento. Ahora entiendo y veo con otros ojos lo que ocurre en el País Vasco e incluso esa sensación de mantener la boca cerrada y que nadie sepa tu opinión, por si acaso, en el momento más álgido del procés en Cataluña. Le dije a un amigo: «Mira, cuando tienes que omitir un tema para evitar una pelea en una cena, hay un problema, y eso estaba sucediendo en Venezuela». De hecho, tengo una amiga que dice que no quería alegrarse cuando se incendió la casa de Sean Penn. Él era medio chavista. Un día su casa en Malibú se incendió y ella estaba encantada, diciendo «bien hecho». Yo tampoco quiero que eso me pase. Esa es la sensación que tenía en Venezuela.

R.- ¿Y cómo ha cambiado Madrid?

P.- Bueno, lo primero es que El Corte Inglés abre los domingos. Antes de la liberalización de los horarios comerciales, el día en que El Corte Inglés abría, la ciudad era diferente. Era más hermosa, más animada. Porque los domingos en Madrid antes eran duros y muy tristes de sobrellevar.

Creo que la ciudad se volvió más cosmopolita. Madrid ha cambiado, al igual que nuestra época. Madrid se ha vuelto mucho más cosmopolita desde entonces.

P.- ¿Te sientes más acogida ahora?

R.- Siempre me he sentido acogida en Madrid. Claro, quizás en el primer año cuesta, como con todo, pero en Madrid es imposible sentirte solo. Con solo ir tres días al mismo lugar y cruzarte tres veces con alguien, te saludarán. Siempre pasa eso en España en general. Lo que ocurre es que he vivido en Madrid y eso lo tengo claro. Madrid es mi casa. Recuerdo haber cruzado desde Gran Vía a Preciados, un sábado a las 5.00, no borracha, pero medio alegre y con el síndrome caraqueño de estar superalerta. Allí me acostumbré mucho a no volver sola, en cambio, aquí siempre se regresa solo. Y eso es lo que me encantaba de Madrid, porque en Caracas es verdad que yo, de joven, también hacía mucha vida, pero con coche. Pero las 2:00 en Caracas es una hora que da miedo, a diferencia de lo que sucede en Madrid, donde siempre me sentía libre. Y esa es la sensación por la que la mayoría de las personas que se vienen a Madrid les gusta: porque se sienten libres. Si tienes sentido común, y sabes cuidarte, es una ciudad amigable, muy segura, muy amable.

P.- Ahora que estás en Abc, tienes colaboraciones en la radio, una trayectoria sólida, novelas publicadas, ¿trabajas de manera más organizada?

R.- No, en realidad trabajo de forma profundamente desordenada. De hecho, tengo un amigo, Arturo Pérez Reverte, que dice, «¿Cómo es posible que siendo tan desordenada te salgan textos tan ordenados?». Y yo le digo, «No tengo ni idea». Cuando digo que escribo a todas horas, no necesariamente lo veo como algo bueno, porque en teoría intento priorizar la escritura que paga el alquiler, es decir, el periódico, la columna, la radio, todo lo que necesito para luego poder escribir ficción u otras cosas. Pero hay días en los que, con la gente en la redacción, abro el Mac y empiezo, a la 1 o a las 2 de la tarde, a la hora del almuerzo. También escribo de noche, no soy de las personas que intentan levantarse temprano en la mañana para escribir.

P.- Coincides con Javier Marías en un tema que sobrevuela mucho su obra, la idea de que no controlamos la vida que vivimos.

R.- Totalmente, porque, además, Marías siempre está dando vueltas al pasado, a lo que fue, qué pasó, cómo ocurrió.

P.- Y lo que podía no haber ocurrido.

R.- Como Los enamoramientos, una novela maravillosa. No solo por la trama, sino por esa idea de que siempre somos el sustituto de otra persona.

P.- Javier Marías escribe partiendo de una idea, una escena, y tira de un hilo, llegando a lugares imprevisibles. ¿Te inspiras en ese estilo?

P.- Ojalá pudiera parecerme. Me siento muy identificada con esa forma que tiene Javier Marías de convertir el lenguaje en un, no te diría un personaje más, pero sí en un todo que él va hilando en sus novelas. Es como las películas de Tarantino, como Érase una vez en Hollywood, con Brad Pitt y DiCaprio. Piensas que no tiene sentido, pero te mantiene tres horas nervioso porque algo va a pasar. Y creo que con Javier Marías pasa lo mismo, además de esa sensación del espía, del que está todo el tiempo averiguando.

P.- Me interesa esa tensión entre la mitología, donde todo está escrito, predeterminado, y los mundos de Javier Marías, donde todo podría no haber sucedido.

R.- Es interesante. A mí Javier Marías me deslumbra también por lo que me enseñó. Yo no aprendí a leer a Shakespeare hasta que no leí a Marías. Cuando empiezo a leer a Marías, empiezo a darle la vuelta al clásico, a esa idea de la tragedia. Empiezas a leer con un autor y ese autor te va llevando a otro autor, y empiezas a retroceder. Es como llegar a Homero después de que has hecho todo un proceso.

P.- También quería preguntarte por Juan Rulfo. ¿Qué es lo que te atrae de él?

R.- La creación de ambientes y atmósferas en Pedro Páramo. Tú no sabes quién está vivo y quién está muerto. Cómo lo ha logrado, cómo lo ha hecho. Es un maestro de las voces, de los puntos de vista. Escribir es una cosa muy difícil. Para escribir bien tienes que ser capaz de diseñar un mundo que no se te caiga. Tolkien funciona perfectamente porque ese mundo es coherente, no se cae. Es un mundo muy bien atado, muy bien hecho. Es un trabajo artesanal. Un cineasta tiene transiciones, pero en las novelas te tienes que inventar formas de hacerlo, y eso te quita mucho tiempo. Debes pensar como un ingeniero. Y Rulfo es impresionante en la capacidad que tiene para, con muy pocos elementos, generar un ambiente opresivo. Me gusta mucho toda esa estética, entre áspera y amenazante. Me pasa lo mismo con McCarthy. Son esos autores que te sacan lo mejor de ti mismo.

P.- ¿Y qué has leído últimamente que te haya llamado la atención?

R.- Mira, me llamó la atención, y lo digo para mal, Lucy y el mar, de Elizabeth Strout, una escritora norteamericana que es muy buena, pero este libro me parecía pura autoficción y me aburrió hasta la muerte. En cambio, estoy absolutamente entregada a Leïla Slimani, con su saga familiar marroquí, la de Miradnos bailar y El país de los otros. Me encanta cómo escribe. Otro libro que me encantó es El retrato de casada, de Maggie O Farrell. Qué novelón, qué cosa tan maravillosa, tan bien escrita.

P.- Y déjame hacerte la última pregunta, ¿cómo llevas el éxito, nacional e internacional de tus novelas?

R.- Mira, honestamente, siempre agradezco muchísimo a las personas que leen lo que escribo, porque hay muchas alternativas interesantes. Si esto ha ocurrido, tiene que servirte para poner los pies en la tierra y trabajar mejor. Por supuesto, ha sido una experiencia impresionante por lo que aprendes, por las cosas a las que estás expuesto. Suena un poco frívolo y un poco infantil, pero por ejemplo, me pasa mucho con determinadas casas, como Einaudi o Gallimard, a las que yo voy como un niño pobre. Cuando voy allí, pregunto si puedo ver la biblioteca o la mesa donde se sentaba Einaudi… Es como si me dieran un regalo, pero no quiere decir que me lo merezca.

P.- Has tenido síndrome de impostora.

R.- Sí, pero cuando salió La hija de la española, Andrés Trapiello me dio un consejo superbueno: «Ponte a escribir, viaja escribiendo, no vaya a ser que el exceso te paralice». Y me costó muchísimo El Tercer País. De hecho, siempre pasa con el síndrome de la segunda novela. Y a mí esa novela me gustó un montón, pero a la gente le sigue gustando más La hija de la española, y yo lo puedo entender. Pero sí, creo que, como todo, la cuestión es trabajar. No hay otra solución para las cosas en general.

P.- Terminamos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R.- Creo que sería muy interesante que invitaras al dramaturgo y académico Juan Mayorga, que es un personaje muy completo.

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