La primera vez que Philip Hoare se encontró ante una ballena ocurrió siendo un niño, sin salir de la bañera, y aquella pintura cetácea, dibujada por el abuelo al que nunca conoció, gobierna una plaza privilegiada de sus recuerdos de infancia en Southampton, una ciudad sureña de Inglaterra bañada por el océano. La segunda vez que vio a una ballena sucedió en un parque acuático: “Cautiva, un animal de circo exhausto, completamente destruido”. No sintió fascinación; más bien un sentimiento de compasión y tristeza. Fue en la tercera ocasión de encontrarse con una ballena, finalmente una ballena libre, que quedó petrificado. Encontró una sola palabra para explicarse tanta belleza: “¡Joder!”.