El poder y sus peajes de acceso, nos confesamos, parecen obligar a sus candidatos a una frialdad y un calculo que deshumaniza hasta el punto de convertir casi todo en medida y estrategia
Hace un par de semanas comí con unos amigos socialdemócratas. Tengo muchos amigos socialdemócratas. Casi todos, de hecho. Incluso yo mismo soy un poco, a mi manera, socialdemócrata -es mi manera de ser conservador y “de orden”, como esos católicos de los que habla Sartre, que son católicos precisamente para no tener que creer en nada.
J. D. Salinger tenía 30 años “pelados, acababa de salir de la veintena” cuando conoció a Jean Miller en la piscina de un hotel de Daytona Beach. Estaba leyendo ‘Cumbres borrascosas’ y un hombre vino a decirme: “¿Cómo está Heathcliff? ¿Cómo está Heathcliff?” —dice Miller en ‘Salinger’, la biografía que firman David Shields y Shane Salerno—. Me lo dijo no sé cuantas veces. […] Por fin me volví hacia él y le dije: “Heathcliff tiene problemas”.
Tema/problema tópico, polémico, absurdo y repetitivo –monótono-: rasgos clásicos en el debate de mis semejantes. Hablo de un asunto que, cada cierto tiempo, vuelve a emerger entre amigos, colegas de oficio: el conflicto –al menos aparente- entre columnistas y reporteros.
Patria, de Fernando Aramburu, explica cómo el terrorismo horadó los cimientos morales de la sociedad vasca. Para ello, despliega un escenario innominado por el que transitan todos y cada uno de los arquetipos que, bajo la férula de ETA, se fueron enquistando en las páginas de sucesos.
La pregunta que me hago ¿Qué pasa cuando de la amistad pasamos al odio? ¿Se reprograma nuestro mapa genético de nuevo? ¿Somos estables en algún momento?