«Cuenta la leyenda que el apodo de Príncipe le vino de sus ojos claros y la gorra de marinero con que lo tocaba su madre»
El mundo, para muchos, es un invento newtoniano. Uno que lentamente, armados de artefactos científicos, vamos entendiendo. Separando una tuerca aquí, otra allá. Desbaratándolo poco a poco en nuestros laboratorios. Buscando entrever la matemática desnuda de cada piecita:
Entre jóvenes creadores es frecuente el cultivo del arte político. La firma de escritores, poetas, ilustradores, incluso de periodistas culturales, nacidos en los ochenta y principios de los noventa, entrega su genio y su ingenio, su talento y sus dones, a la creación de tono político. Es casi inevitable: son chavales nacidos en un contexto de agitación social, de precariedad y de inestabilidad; de devaluación en las condiciones de vida de quien toma la cultura para ganarse los jornales -¿cuántas veces hemos oído eso de que los años noventa, en la industria del libro, fueron increíbles?-. De esa generación del desencanto proliferan artistas cuyo tema predilecto es la concienciación: la reivindicación y la denuncia social.
En la entrevista que The Paris Review le hizo a William Faulkner en 1956, el escritor dejó un buen puñado de consejos sobre el árido trabajo de sentarse ante la hoja en blanco. La mayoría de ellos son de provecho todavía para cualquiera que se enfrente a la tarea creativa o, mejor dicho, extractiva de sacar algo de donde no hay nada, pero quizás el más práctico se refiere a la supervivencia económica.
Julita Salmerón, niña de la Guerra Civil, yo para ti quiero no quiero el Goya, ¿entiendes?, quiero el puto Oscar en tu mano gruesa y blanda, quiero bustos con tu cara en mi ciudad. El domingo fui al cine a ver ‘Muchos hijos, un mono y un castillo’, el documental en el que tu hijo Gustavo te ha grabado durante 15 años, y me rompiste la cabeza. Quise aplaudirte al final, como los catetos cuando el avión aterriza. No sé cuánto tiempo hacía que no me desarmaba tanto un ser humano: el mercado está reventado, Julita, y de hombres ya ni te cuento. Tú reflotas como el ángel de la transgresión en medio de esta mediocridad. En las últimas semanas vi ‘El sacrificio de un ciervo sagrado’, vi ‘Taxi Driver’, ‘La soga’, ‘Primera plana’ y ‘Breve encuentro’, pero me quedo contigo, como cantan Los Chunguitos.
Este domingo trascendía la noticia de que Rosa María Sardà ha devuelto la Cruz de Sant Jordi, la máxima condecoración que otorga la Generalitat. Como los verdaderos artistas, la catalana le debe poco o nada al poder público, y menos a un poder público que ha abandonado la neutralidad y excluye a los que no comulgan con su plan. Por eso, como remarcó durante la devolución, tampoco quiere que este poder le “dedique una esquela en los periódicos” tras su fallecimiento. No le deben nada.
El error sería considerar que hay un Lluís Llach artista y un Lluís Llach soplón, acusica, represor, que aún no manda y ya está castigando. Castigador ha sido siempre: sus canciones y sus mohínes de ser hipersensible eran ya una tortura, un suplicio insoportable. No hay dos Lluís Llach, sino un único Lluís Llach: entre sus diversas brasas hay una continuidad absoluta, porque todas salen del mismo brasas.
Mucha gente recuerda la primera vez que escuchó a Leonard Cohen.
La visión de la estatua de la Virgen y el Niño Jesús restaurada no parece la mejor manera de despertar un sentimiento religioso en un feligrés. A la entrada de la iglesia católica canadiense de Saint Anne des Pins se encontraba el conjunto escultórico de la fotografía hasta que a alguien debió de parecerle gracioso decapitar a una de las dos figuras. Los actos vandálicos, la violencia y los ruidos distorsionados de la vida salvaje forman parte de una serie de actitudes de la sociedad moderna a las que lamentablemente estamos acostumbrándonos. Una especie de justicia superior hará que el verdugo de la estatua permanezca perdido en el anonimato ya que el interés de la noticia se centra en la restauración de la imagen.