“¿Por quién doblan las campanas?”, se preguntaban los parisinos el lunes 15 a media tarde. Doblaban por Notre-Dame de París, símbolo del catolicismo francés, el monumento histórico más frecuentado de Europa (14 millones de visitantes al año, 30.000 al día), que empezó a arder alrededor de las 18.50 horas tiñendo de rojo y negro el cielo de la Île de la Cité.
En su viaje para epatar a la floreciente Norteamérica, Oscar Wilde pudo comprobar que él, jactancioso en el servicio de aduanas al especificar “no tengo nada que declarar salvo mi talento”, se iba a enfrentar a un mundo feroz, agreste y despiadadamente competitivo.
No es lo más edificante, pero cuando a un terrorista le estalla en las manos la bomba que pensaba poner, matándolo o mutilándolo a él solo, se produce en las personas normales una alegría irreprimible. Puede que sea un sentimiento vergonzante, para quienes no somos partidarios de la pena capital: ¿nos regocijamos de esa muerte, pero no estaríamos dispuestos a aplicarla…? Por eso no termina de haber moralidad ahí. Pero sí sensación de justicia: de justicia poética. Por un momento pareciera que funcionan en favor del bien, o en contra del mal, los engranajes del mundo…
Cada verano nos revolvemos al comprobar que provocar incendios sigue siendo penalmente baratísimo.