«Nunca faltaban los rigores en la vida del pastor pero, a pesar de todo, uno a uno, se ganaban los días, arropados por el compás del cencerraje»
Hace escasos años eran frecuentes las manifestaciones antiglobalización con motivo de cualquier cumbre multilateral. Pero ahora que las relaciones comerciales abiertas se ven amenazadas y el multilateralismo está en crisis debido al auge del proteccionismo y el nacionalismo, estas se antojan protestas de un pasado remoto.
En algún lugar de la caja torácica, entre la aurícula izquierda y la arteria aorta, llevo en mi corazón el segundo país más grande del mundo: Canadá. En consecuencia, por ahí anda también Quebec, cuyas elecciones he seguido con atención. Como yo, tantos: son conocidas las concomitancias del caso quebequés con el catalán, causa del gran interés que despiertan en nuestro país las cosas de aquella provincia y que atestiguan centenares de artículos y crónicas que cada año la prensa española dedica a hablar de Canadá para hablar de España, de Quebec para hablar de Cataluña. Como cada uno intenta arrimar el ascua a su sardina, la imagen que se da –mi impresión– es a veces engañosa. Siguen unas líneas con mi punto de vista.
Como Django en la peli de Tarantino, Trump está desencadenado. Pero así como el esclavo liberado tenía motivos para querer eliminar a todo capataz y dueño de plantación empeñado en perpetuar la esclavitud recién abolida, las razones de Donald Trump para atacar a sus aliados y acabar con el orden mundial tal y como lo conocemos son un arcano. Cabe preguntarse si las potencias occidentales están subestimando la capacidad de destrozo del hombre. Es comprensible que quieran creer que las barbaridades que suelta en su cuenta de Twitter no se van a concretar en las reuniones cara a cara, que su retórica belicosa va dirigida a sus votantes y que luego será business as usual, pues a los aliados de Occidente vencedores de la II Guerra Mundial les unen 70 años de prosperidad y éxito como modelo económico y social que tumbó al comunismo, además de fuertes lazos culturales, históricos y estratégicos. Sin embargo, en su reciente visita de menos de 48 horas a Europa, Trump ha amenazado con abandonar la OTAN, insultado la Alemania de Angela Merkel («está controlada por Rusia»), se ha burlado del presidente francés Emmanuel Macron («debe de decir cosas interesantes, pero no le entiendo») y puesto contra las cuerdas al frágil gobierno de Theresa May, a quien advirtió que si seguía adelante con el Brexit suave propuesto por su Ejecutivo perdería su estatus de socio especial (término que ha definido las relaciones de ambos países desde el famoso discurso de Winston Churchill sobre el Telón de Acero en Fulton, Missouri, en 1946), al tiempo que se declaraba admirador del desleal y recién dimitido ministro de Exteriores, Boris Johnson. Ni que Trump estuviera siguiendo un guion escrito por el mismísimo presidente ruso, Vladimir Putin, con quien se reunió a puerta cerrada este lunes y que ha dado sobradas muestras de su deseo de debilitar la Unión Europea. Inevitable preguntarse si le paga así el favor de ayudarle a ganar las elecciones presidenciales, como sospechan muchos.
La norma no escrita de dar una tregua crítica a los cien primeros días de todo gobierno ha ido quedando arrumbada como un uso vetusto. En coincidencia cuantitativa con la duración del retorno de Napoleón desde la isla de Elba hasta Waterloo, esos cien primeros días a veces han ido a la par con el estado de gracia, un período de levitación en el que la confianza en el nuevo elegido parece casi unánime. No lo hemos visto con Theresa May pero sí con Macron. En general, una nueva presidencia de la Quinta República garantiza ese período de gracia. Tras la victoria presidencial, haber conseguido una nueva mayoría parlamentaria –para un partido de hace dos días- convierte a Macron en un político en estado de gracia, llegado en el momento más oportuno para, después del “Brexit”, rehacer el eje franco-alemán dándole un toque gaullista. ¿Hasta cuándo? En un mundo tan acelerado, la erosión política parece haber liquidado los privilegios del estado de gracia. Lo hemos visto otras veces: un político de nuevo cuño –caso Obama- se convierte en paradigma, para acabar entrando y saliendo del taller de reparaciones.
Todas las grandes civilizaciones tuvieron su dios del comercio. Osiris enseñó a los egipcios a comprar y vender, mientras Tot protegía su navegación. Melkart hacía este trabajo para los fenicios, hijos del trueque y del cabotaje. En el caso de los griegos, era Hermes, el dios pillo, quien protegía el comercio; Mercurio para los romanos.
La noticia de que el parlamento regional de Valonia ha bloqueado la ratificación del CETA, el ambicioso acuerdo comercial entre la Unión Europea y Canadá, tiene una trascendencia que no debe pasarse por alto. Esperemos que tenga arreglo y no se malbaraten esfuerzos negociadores de siete años. Porque el colapso de esta iniciativa –si la UE no es capaz de firmar un acuerdo con un país tan afín a sus valores como Canadá, difícilmente lo hará con cualquier otro socio– podría suponer para el proyecto europeo un golpe más destructor que el del Brexit. La apertura comercial está en el corazón del proyecto europeo y quién sabe si la tendencia refractaria al libre cambio mundial no acabará provocando también una sístole interna dentro del mercado común. Ya lo está haciendo en el caso de la libre circulación de personas.
¿Quién no ha soñado alguna vez en su vida con irse a vivir a una isla? Yo sí que lo he soñado. Varias veces. Me gustaría escaparme lejos de aquí, de esta sociedad ruidosa y acelerada, de la maldad y de la guerra inventada por unos pocos. Querría olvidar los bombardeos de titulares y noticias que destapan la crueldad humana. Llámeme cobarde, pero creo que ahora mismo huiría como un prófugo de la injusticia.
Me fascinan los personajes a los que se les desborda la incoherencia y la naturaleza inexplicable del alma humana. Digo personajes porque no los puedo juzgar como personas, solo me atrevo a valorarlos por su calidad dramática.