La norma no escrita de dar una tregua crítica a los cien primeros días de todo gobierno ha ido quedando arrumbada como un uso vetusto. En coincidencia cuantitativa con la duración del retorno de Napoleón desde la isla de Elba hasta Waterloo, esos cien primeros días a veces han ido a la par con el estado de gracia, un período de levitación en el que la confianza en el nuevo elegido parece casi unánime. No lo hemos visto con Theresa May pero sí con Macron. En general, una nueva presidencia de la Quinta República garantiza ese período de gracia. Tras la victoria presidencial, haber conseguido una nueva mayoría parlamentaria –para un partido de hace dos días- convierte a Macron en un político en estado de gracia, llegado en el momento más oportuno para, después del “Brexit”, rehacer el eje franco-alemán dándole un toque gaullista. ¿Hasta cuándo? En un mundo tan acelerado, la erosión política parece haber liquidado los privilegios del estado de gracia. Lo hemos visto otras veces: un político de nuevo cuño –caso Obama- se convierte en paradigma, para acabar entrando y saliendo del taller de reparaciones.
Todas las grandes civilizaciones tuvieron su dios del comercio. Osiris enseñó a los egipcios a comprar y vender, mientras Tot protegía su navegación. Melkart hacía este trabajo para los fenicios, hijos del trueque y del cabotaje. En el caso de los griegos, era Hermes, el dios pillo, quien protegía el comercio; Mercurio para los romanos.
La noticia de que el parlamento regional de Valonia ha bloqueado la ratificación del CETA, el ambicioso acuerdo comercial entre la Unión Europea y Canadá, tiene una trascendencia que no debe pasarse por alto. Esperemos que tenga arreglo y no se malbaraten esfuerzos negociadores de siete años. Porque el colapso de esta iniciativa –si la UE no es capaz de firmar un acuerdo con un país tan afín a sus valores como Canadá, difícilmente lo hará con cualquier otro socio– podría suponer para el proyecto europeo un golpe más destructor que el del Brexit. La apertura comercial está en el corazón del proyecto europeo y quién sabe si la tendencia refractaria al libre cambio mundial no acabará provocando también una sístole interna dentro del mercado común. Ya lo está haciendo en el caso de la libre circulación de personas.