Si William Blades hubiese vivido en el siglo XXI en vez de en el XIX, habría incluido en su exhaustivo catálogo de Los enemigos de los libros a los virus informáticos. Junto al fuego, al agua, al gas, a los sirvientes, a los niños, a la cucaracha rubia y a los biblioclastas, habría añadido, además de los biblioplastas -que merecen otro artículo-, los problemas informáticos, capaces de bloquear en un segundo bibliotecas inmensas de libros electrónicos y de perder, lo que es peor por lo que tienen de únicos, libros inéditos o en avanzado proceso de escritura.
Cuentan de un jefe de Estado que se quejaba de la falta de privacidad y decía que solo la tenía en el baño. Va a ser que no. Ni para ese jefe de Estado ni para nadie: no hay un resquicio de nuestra vida, una manía, un capricho, una pasión, un error, que podamos mantener oculto.
Yo soy de los que se creyó la película Juegos de guerra en 1983. Ahí estaba el futuro en forma de adolescente genialoide que logra infiltrarse, gracias a una mezcla de talento, iniciativa y suerte, en el sistema informático del Departamento de Defensa de los EE. UU. y evitar el estallido de la III Guerra Mundial enseñándole a la supercomputadora que controla el arsenal nuclear estadounidense el concepto de “futilidad”.