La continuidad entre canción y canción, cuando por unos instantes se apagaban las luces, la creaba Donnie Herron con el sonido extendido que emergía de su steel guitar.
Fui uno de los miles de ciudadanos que tuve la fortuna la noche del miércoles de ser testigo directo del concierto de sus satánicas majestades los Rolling Stones en Barcelona, la única parada en España de su gira «SIN FILTROS». Para entrar al Estadio OlÍmpico Lluis Companys tuve que superar una organización nefasta. Unas delirantes medidas de ¿seguridad?, colas infinitas, cacheos absurdos, desorden, caos y una rutina insoportable que convertía en una heroicidad llegar hasta la localidad por la que el personal había pagado una pasta, porque ver a los ancianos rockeros que nunca mueren es muy caro, excesivamente caro.
Anoche en Barcelona actuaban los Stones, y en las horas que precedieron al concierto los seguidores del grupo se hicieron notar por las Ramblas y aledaños: camiseta reglamentaria, chupa vaquera y mil años en cada patilla. No es que la ciudad no esté acostumbrada a esta clase de desembarcos, pues de hecho forman parte de su naturaleza misma, y ahí están el Primavera, el Sónar, el Cruïlla… o las decenas de artistas internacionales que recalan en el Olímpico o en el Sant Jordi. Y sin embargo, ayer, al ver a esos vejetas con cuatro pelos en guerrilla llegados de Madrid, Valencia, San Sebastián… me pareció percibir eso que da en llamarse un soplo de aire fresco. Años y años de esteladas en los balcones, de desfiles coreanos, de (jocosa) propagación de la xenofobia han terminado por anestesiar las zonas erógenas de la ciudad, esa fragua de eventualidades en que incluso el más vidrioso anonimato deviene principesco.