Las brasas del Edén
Cuando cada año llegan los Reyes por estas fechas, suelo recordar unas palabras de Chesterton: «En los cuentos de hadas, el universo se vuelve loco, pero el héroe no».
Cuando cada año llegan los Reyes por estas fechas, suelo recordar unas palabras de Chesterton: «En los cuentos de hadas, el universo se vuelve loco, pero el héroe no».
«Hay una alianza natural entre la verdad y la desgracia –escribió Simone Weil–, porque una y otra son suplicantes mudas, eternamente condenadas a permanecer sin voz ante nosotros».
En una conferencia de 2006 pronunciada en la Fundación March, el escritor José Carlos Llop habló de Lord Byron, de la memoria y la poesía. «Byron tenía un biombo –explicaba el autor palmesano– en el que iba pegando con goma arábiga fragmentos de crónicas de la época, siluetas de boxeadores y recortes de bustos y figuras literarias, filosóficas o aristocráticas de entre los siglos XVII y XIX. Luego se tumbaba a descansar junto a él. Desde que descubrí la existencia del biombo de Byron, pensé que ese biombo era una suerte de poética contemporánea, porque la vida de un hombre contemporáneo es una vida hecha a base de fragmentos y el tiempo el diván donde a veces nos tumbamos para contemplarla».
En un breve pasaje de la traducción latina de la Biblia se puede leer un pasaje que resuena hoy de un modo especial: “Todo el pueblo veía las voces”, escribe en la Vulgata san Jerónimo, subrayando el misterio de unas voces que se hacen visibles en medio del desierto. El filósofo francés Jean-Louis Chrétien ha construido uno de sus más bellos ensayos, La llamada y la respuesta, en torno a las implicaciones de este versículo del Éxodo, escrito hace más de dos mil quinientos años.
En sus libros, George Orwell hablaba de una common decency que apelaba directamente al fondo moral de las clases medias, base y fundamento de cualquier democracia posible: la fidelidad y la confianza, la generosidad y el respeto mutuo entre los ciudadanos.
Los fracasos políticos suelen ser consecuencia de errores de la inteligencia. Esta es la tesis que defiende el historiador Marc Bloch en uno de sus libros más lúcidos –La extraña derrota- y resulta inevitable que en estos momentos de gran inquietud civil volvamos nuestra mirada hacia él. La extraña derrota es la que ha sufrido un mundo que sabemos relativamente próspero y razonable, y que desde 1978 en adelante ha traído a nuestro país libertades y derechos, costumbres y valores europeos, estabilidad democrática y despliegue autonómico. No es un mundo perfecto, desde luego, pero sí aceptablemente mejor que cualquier otro régimen político que haya conocido España en estos últimos dos siglos. Ese mundo –que es el nuestro- se encuentra gravemente amenazado.
Para el mundo clásico Orfeo fue el primer teólogo, es decir, el primer cantor de lo divino. Su origen se pierde en el confín de los tiempos, entre las montañas de Tracia, junto a los animales del bosque, los manantiales y las grutas de las ninfas. Hablaba el lenguaje de los dioses, de la naturaleza y de los hombres. Ann Wroe nos cuenta, en su mitografía del personaje, que Orfeo “podía escuchar sonidos que nadie más era capaz de intuir”, como corresponde a un cazador de lo inaudible: el movimiento melodioso de los astros, la brisa sobre la hierba, el lento merodear de los insectos al caer la tarde, el relente que anuncia la escarcha matinal, la primavera que se anuncia en las primeras flores. El constante piar de los pájaros le revelaba los arcanos de lo que acontece en el mundo y permanece oculto, del mismo modo que el secreto de la vida se esconde en los relatos, en los cantos y en los poemas que nos contamos los unos a los otros. Cuando Jasón y sus argonautas salieron a la búsqueda del vellocino de oro, fue Orfeo –con su lira– quien protegió a la tripulación de la amenaza del canto de las sirenas.
Al inicio de su punzante Democracy and Populism, el historiador John Lukacs acude a Tocqueville para plantear una cuestión primordial: “¿Consiste la democracia en el gobierno del pueblo, o, para ser más preciso, en el gobierno por el pueblo?”
De todos los argumentos que tradicionalmente se dan en contra de los deberes de verano, ninguno me resulta más sorprendente que el social. Prohibir el refuerzo intelectual durante las vacaciones escolares serviría para reducir la brecha social entre los que leen y los que no, entre los que acuden a museos o a conciertos y los que prefieren quedarse en casa viendo la tele, entre los que aprovecharían estos meses para conversar en inglés con algún nativo o para reforzar la habilidad en cálculo mental y los que prefieren la provinciana inmediatez de lo ya sabido. Efectivamente, en palabras del ensayista David Brooks, la escuela “constituye una máquina de selección social”; pero, aún más diría, es el campo natural de la responsabilidad. La ciencia ha documentado el efecto conocido como summer learning loss, según el cual –debido a la falta de estímulos veraniegos– las habilidades adquiridas por los niños en matemáticas y lenguaje retroceden entre dos y tres meses de media.
La negociación solo admite el registro de lo posible. Se diría que es la principal garantía del respeto a la libertad frente a todo tipo de abusos: la ruptura de las leyes y las ideologías utópicas, la confusión banal entre democracia y plebiscito o la pulsión de un deseo falto de límites. La idea misma de diálogo, de acuerdo y de consenso forma parte del mejor legado que recibimos de los padres de la democracia y que ahora, como sucede con tantas otras cosas, se ha visto vapuleada por la retórica pedestre de los populismos.
Leo en la Wikipedia que las ventosidades se componen en su mayor parte de nitrógeno, hidrógeno, dióxido de carbono, metano y oxígeno, y que su característico mal olor se debe a una proporción muy reducida de ese conjunto de gases –inferior al 1 %–, formada por distintos compuestos del azufre y del ácido butírico.
En una nota del 29 de mayo de 1941, el capitán de la Wehrmacht Ernst Jünger explica que supervisó el fusilamiento de un soldado condenado por deserción. Al principio dudó si debía aceptar el encargo o inventarse algún tipo de excusa.
Me gustaría escribir con una luz gastada y vieja, ensombrecida por el peso de los días; y no bajo la luz nueva y virgen, ligeramente pudorosa, de la mañana.
Para los clásicos el sol constituía un dios invicto a cuyo paso afloraba la belleza de la luz, la vida y la muerte. Como un memento mori, su lento movimiento al surcar los cielos reflejaba el inexorable paso del tiempo para los hombres. «Mueran los soles y retornen», le escribió el ardoroso Catulo a su amante Lesbia, «nosotros, breve luz, cuando muramos, habremos de dormir noche perpetua».
No es necesario acudir a la malograda historia del Imperio español para situar a Holanda en el eje del mapa europeo. Holanda resume el sustrato calvinista del comercio y la luz burguesa de los interiores; la elevada ética de Spinoza y la pintura intimista de sus maestros; la tolerancia generosa en las costumbres y la libre iniciativa empresarial; el Concertgebouw, Rembrandt y Ruysdael; y también la proyección de una ciudad abierta, culta y cosmopolita como Amsterdam. Holanda configura una de las Europas posibles y seguramente no la peor. Aliada histórica de Inglaterra, sede de potentes multinacionales, de vocación atlántica a la vez que pieza central en los equilibrios de la Europa alemana, Holanda constituye –en palabras de mi amigo, el gestor de bolsa Josep Prats– “el gran país pequeño de la Unión y, en este sentido, un eslabón más frágil que los grandes Estados: Alemania o Francia”. Hablamos de peso económico, de ejemplaridad pública y de riesgo político en 2017.
Padre de la conciencia moderna, Michel de Montaigne en “Costumbre de la isla de Ceos” concede al suicidio el raro poder de sellar los muros de la dignidad humana. Se trata de un privilegio antiguo que preservaba la osamenta íntima del alma antes de ser definitivamente corroída por el mal o la desgracia. Para el escritor francés, «la vida es esclavitud si se carece de libertad para morir»; pero sólo si el hombre ha logrado antes perseverar en la esperanza hasta el final. Aquí, Montaigne adelanta un principio que hará fortuna literaria en el siglo XX y que nos vincula, de un modo u otro, con la esperanza. «Ante todo –le confiará Séneca a su discípulo Lucilio– evítese aquella pasión que se adueña de muchos: el deseo de morir». Y es que, para los clásicos, apartarse de la vida no debía suponer un desprecio de sus dones, sino reivindicar el esplendor de una nobleza combatida por el oleaje de un mar funesto.
Lo cuenta al final de sus memorias. Tras firmar el primer contrato con la CBS, el productor John Hammond –una de las figuras claves de la industria de la música moderna– le dio un par de discos descatalogados a aquel chaval desgarbado que cantaba en los garitos del Village. Bob Dylan se fue directamente al piso de uno de sus amigos de por entonces, Dave Van Ronk. Era uno más de los prohombres de la escena folk que, como mostró Scorsese en su documental, estaba ayudando a Dylan para que se convirtiese en el nuevo icono de la canción protesta norteamericana. Pincharon uno de los vinilos: una grabación antigua de Robert Johnson, un bluesman por entonces casi desconocido que había fallecido hacía más de veinte años. A Van Ronk apenas le emocionó. Una canción le recordaba a otra, otra letra la escuchaba emparentada con aquella. Pero Dylan, en cambio, lo sintió al instante como un chute de adrenalina inyectado directamente en su córtex central. Durante las siguientes semanas escuchó una y otra vez King Of The Delta Blues Singers.
El periodista de origen húngaro Arthur Koestler observó que el combate entre el populismo y la democracia no se juega exactamente voto a voto, sino en la confrontación entre una batería de convicciones engañosas y unos principios más débiles e inseguros pero verdaderos. Las convicciones populistas se nutren de la mentira y del sentimentalismo, y prosperan en un mundo que se encierra en sí mismo. Los principios democráticos, en cambio, se asientan en las sociedades abiertas, a pesar de que nunca pueden presentarse como certezas absolutas, plenas, indiscutibles, sino tan solo relativas y parciales. El populismo juega al ataque; la democracia, a la defensiva precisamente porque carece de respuestas concluyentes. En el populismo se masca la tensión no resuelta entre la degradación social y un Estado ideal; la democracia, en cambio, sólo avanza lentamente, peldaño a peldaño, a partir de la enfangada realidad de la condición humana.
El ensayista Pierre Manent define como “momento ciceroniano” el vacío que se abre entre la desaparición de una forma de Estado y el surgimiento de otra. Suele coincidir con periodos de profunda crisis. Sucedió en tiempos de Cicerón, cuando de un modo violento la República dio paso al Imperio, insinuado primero con Julio César y, ya definitivamente, con el joven Octavio Augusto. Se repitió también con la caída del Imperio romano y la posterior fragmentación de Europa que culminaría, después del periodo de las monarquías absolutas, con el surgimiento de los Estados nación hasta dar paso, en la segunda mitad del siglo XX, a un nuevo experimento político todavía inconcluso: la Unión Europea. El momento ciceroniano describe así una indefinición –¿hacia dónde nos dirigimos?–, a la vez que abona el campo de las incertidumbres. En este escenario amorfo, los sofistas y los oportunistas navegan con el viento a favor.
Los contrastes suelen ilustrar la realidad a menudo de forma dolorosa. Unos lejanos primos míos acostumbran a veranear todos los años en Lancaster, Pensilvania. Es una localidad relativamente famosa en América por la importante comunidad amish –y también menonita– que vive en sus alrededores y buena parte de su atractivo turístico reside en los restaurantes amish que pueblan el condado. Como es sabido, los Estados Unidos padecen una de las mayores tasas de obesidad en todo el mundo, algo que asimismo se percibe con claridad en Lancaster, al igual que en cualquier otra población del país. Pero no precisamente entre los amish ni entre los menonitas, que se dedican mayoritariamente a trabajos agrícolas o artesanales, realizados sin maquinaria, con sus propias manos. En las carreteras todavía se les puede ver en sus caballos y carretas, entre los coches de sus vecinos y de los turistas que se desplazan por la región. Se trata de un contraste curioso entre dos identidades, la antigua y la moderna, evidenciando que el mito del progreso no sigue una senda única. Junto a lo que se gana, también se pierde algo por el camino. Josep Pla ha escrito páginas luminosas al respecto.
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