De manifiestos y fósiles
Estamos en un momento de deshielo semántico, donde determinadas voces han perdido todo significado; el lenguaje político ha perdido su naturaleza referencial y ha cedido al humo negro de la nada
Estamos en un momento de deshielo semántico, donde determinadas voces han perdido todo significado; el lenguaje político ha perdido su naturaleza referencial y ha cedido al humo negro de la nada
Apuntan incansables, los bienintencionados, que el independentismo carece de mayoría social en Cataluña: «Los partidarios de la independencia no alcanzan el cincuenta por ciento», insisten. No se equivocan, pero el argumento aritmético, aunque innegable, revela una imagen distorsionada de Cataluña: la sociedad catalana puede estar cuantitativamente dividida por la mitad, pero está cualitativamente decantada hacia el nacionalismo. En otras palabras, el problema fundamental del nacionalismo no es el cuántos, sino el quiénes. En efecto, los independentistas no son mayoría, pero mueven todos los hilos del poder; un rector pesa más que diez bedeles. Es el desarrollo del programa 2000 de Pujol, del que se cumple incluso aquel siniestro apartado que hablaba de garantizar «la sustitución biológica». En buena medida, el procés ha sido un asunto de familia: los papás en los despachos y los niños en la calle. Los nacionalistas no son los más, pero son los que importan: son la algarada y el poder, la grada y el palco.
«Merece la pena invertir unas horas en ver La voz más alta (The Loudest Voice): a través de siete capítulos esta miniserie da cuenta de los últimos veinte años de vida del consultor político y ejecutivo de medios Robert Ailes»
Las formaciones políticas han centrado todos sus esfuerzos en establecer una escala moral entre posibles socios de investidura
«Se ha normalizado que los parlamentarios se comporten como embajadores de sus respectivas regiones, ignorando el que debería ser su principal cometido: velar por interés general»
No puedo evitar pensar que cuando se habla de Juego de Tronos como el fenómeno televisivo de la temporada, se está siendo injusto con el juez Marchena. El veterano magistrado nos está proporcionando momentos de entretenimiento insuperables. Un entretenimiento quizá menos sofisticado, pues se parece demasiado al regocijo que uno siente cuando alguien (¡por fin!) pone en su sitio al niño insufrible. Sí, la retransmisión del juicio nos trae también algo terrible: la constatación de cuánta gente vive atrapada en ese hiato entra la niñez y la vida adulta que es la adolescencia. El magistrado Marchena convertido, por imperativo legal, en profe de secundaria, obligado a reiterar a cada testigo que un juicio no es un juego de campamento. Obligado, en definitiva, a recordar, una y otra vez, que la vida va en serio.
«La España que quiero: esa en la que todos podemos encontrarnos en torno a la experiencia común de las pequeñas cosas»
«Los riesgos de asumir la colectivización de la lucha feminista y su taxonomía en función del sexo no contribuye a mitigar las desigualdades»
No se habló de Europa, del Brexit, de cambio climático o de la robotización del empleo
«Debemos asumir que la universidad en Cataluña es hoy un cementerio de libertades»
Las elecciones nos abocan a un escenario muy polarizado
Qué lejos quedan aquellos días de mayo en que los jóvenes del Sur de Europa tomaron las plazas y los parques clamando por una democracia real y exigiendo un porvenir arrebatado.
Advierto que, más que una columna, lo que sigue es una reflexión melancólica. Por mucho empeño que uno ponga en que su texto sea algo original y sugestivo, por más que uno tache y vuelva a empezar, hay veces que lo único que sale es el garabato triste de un problema irresoluble.
Comienza a extenderse la sospecha de que el Gobierno podría indultar a los encausados del procés si finalmente el juicio se saldara con una sentencia condenatoria. Los rumores, sumados a las negativas del Presidente Sánchez a desmentirlo en sede parlamentaria, hacen crecer la indignación. Pero lo que debemos temer no es tanto la posibilidad de un futuro indulto formal, sino el proceso de indulto moral que comienza a advertirse.
Seducción, empatía, financiación, plurinacionalidad, reconocimiento, reforma constitucional: remedios que los homeópatas de la política no se cansan de repetir y aplicar sin que se atisbe avance alguno en Cataluña. El inconveniente no es que no exista consenso respecto al tratamiento, sino que no existe consenso en la afección. Y algunas propuestas revelan un diagnóstico desacertado, además de una ingenuidad peligrosa.
A Podemos no le ha gustado el vídeo en que dos veteranos de la Guerra Civil conmemoran el 40 aniversario de la Constitución Española. Juan Carlos Monedero escribía en Twitter que el vídeo era «una puta vergüenza». Podría haber sido peor: podría haber escrito que la batalla del Ebro fue una pelea de bar, o algo similar. El caso es que tanto él como Pablo Iglesias han remarcado que ver reconciliados, y elogiando la Constitución del 78, a quienes hicieron la guerra en trincheras enfrentadas era como igualar a un judío y a un oficial de las SS. En fin, ante determinadas declaraciones twitteras, siempre recuerdo los versos que José de Irisarri le dedicó a la imprenta: «Sin estos trastos en edad tan culta, mucha ignorancia quedaría oculta».
La semana pasada Keith Kahn-Harris publicó un interesante artículo en The Guardian titulado : «Negacionismo: lo que impulsa a las personas a rechazar la verdad». Las personas mentimos, pero no todas las mentiras son iguales. A veces mentimos por la benévola intención de no ofender, y otras tantas lo hacemos por descarado interés. Y sí, también nos engañamos a nosotros mismos.
Al calor del contexto mediático presente, la Vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, dijo hace unos días que sabe “cómo funcionan los hombres”, y seguidamente –quizá con ánimo de tranquilizar al respetable- declaró que la mayoría son decentes.
Hace unos días se inauguró en Gerona la plaza 1 de octubre, hasta entonces plaza de la Constitución. La alcaldesa Marta Madrenas (PDeCAT) encabezó la fiesta y descubrió una placa conmemorativa con el siguiente texto: «Durante el referéndum del 1 de Octubre de 2017, la ciudadanía de Girona sufrió la brutal agresión de las fuerzas de seguridad españolas cuando ejercía de forma libre y pacífica su derecho de voto. Esta plaza quiere dejar testimonio de admiración, memoria y recuerdo del digno comportamiento del pueblo y de su coraje». Si existe una constante en el nacionalismo catalán es su capacidad de engrosar su colección de agravios; un acontecimiento tiene interés solo si es posible reinterpretarlo como un ultraje al pueblo, para posteriormente eslabonarlo a una tradición victimista: 1714, la Guerra Civil, la sentencia del Estatut, el 1-O, el 155 o el penalti en el último minuto. Esta tendencia no es anecdótica: responde a un modo muy concreto de entender la realidad y, por tanto, la política. Se trata de una arraigada cultura de la victimización.
De todos los argumentos a favor de la inmersión lingüística que han aparecido en los medios de comunicación en los últimos días, hay uno que chirría especialmente para alguien que, por su sensibilidad de izquierdas, considera que la igualdad no debe consistir meramente en animar a que la clase trabajadora se disfrace de burguesa. Resumo el argumento en unas líneas: en Cataluña, el catalán es el idioma que se relaciona con el prestigio profesional y el elevado estatus social; el catalán es el idioma de la burguesía. El catalán, sin ser el idioma mayoritario de los catalanes, es el idioma hegemónico, pues institucionalmente está considerado el “propio” de Cataluña. Por lo tanto, para prosperar socialmente, es imprescindible que uno hable catalán, y si es nativo, mucho mejor. En base a estas premisas se justifica la inmersión: como hablar catalán es una ventaja social innegable, promover el bilingüismo a través de la “normalización” abriría el mercado de trabajo a los castellanoparlantes. Este razonamiento ignora un elemento fundamental: afirmar que el conocimiento del catalán es necesario para superar una barrera social, es naturalizar que exista esa barrera. Las instituciones tienen la obligación de combatir los prejuicios, no de reforzarlos. El reto no es encajar a los ciudadanos en el molde nacionalista, sino romperlo. Por poner un ejemplo, también el acento peninsular goza de más prestigio social en España que el ecuatoriano o el boliviano, pero la solución no está en “normalizar” al inmigrante latinoamericano para amoldarlo a los prejuicios de la sociedad, sino en derrocar el prejuicio, y ampliar el espectro de prestigio.
En una carta fechada el 24 de agosto de 1855, Abraham Lincoln escribe a su amigo Joshua F. Speed.
Termina 2017, y con él el primer año de Trump y el último del procés; se cierra el año de las fake news o, si prefieren, de las mentiras descaradas.
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