Rusia quiere al mismo tiempo ser y no ser parte de Europa. Esta contradicción refleja tanto los vaivenes del país en el cuarto de siglo transcurrido desde la caída de la Unión Soviética como los dilemas sobre su propia identidad colectiva (la idea rusa) y su lugar en el mundo.
Casi todas las familias contienen algún miembro problemático que, por el solo hecho de serlo, recibe un trato diferenciado. Hace menos, pero obtiene más; sus faltas se juzgan con menor severidad; sus demandas gozan de prioridad. Son, en una palabra, receptáculos de atención preferente. Y es que jamás se cansan: nunca dejan de expresar sus demandas, acompañándolas de una gestualidad exagerada o de la amenaza de romper la baraja. Ignorarlos es imposible.
Nació y se crió en el llamado cinturón rojo de Barcelona. Cuando el área metropolitana de la ciudad condal era el claro reflejo de las sucesivas mayorías absolutas del PSOE. Por aquel entonces Cataluña se dividía entre una capital socialista y un territorio interior de marcado carácter convergente. De esta manera, el relato político catalán, que el tiempo demostró desmedido y hasta cierto punto ficticio, avanzó en una dialéctica marcada por la preponderancia de políticas sociales, por una parte, y por la construcción nacional, por otra. En pleno pujolismo, la Barcelona socialista se presentaba como la vanguardia de una socialdemocracia aseada y moderna. Con los años, el espejismo estalló drásticamente.
Después de cada atentado sale algún líder prometiendo que esta guerra la vamos a ganar, algún cínico preguntando qué pinta tiene la victoria y unos cuántos nostálgicos pidiendo que nos pongamos serios de una vez y afrontemos el problema de raíz. Esto pasa después de cada atentado, del desarme de ETA, y pasa también muy a menudo cuando hablan de Trump o del proceso independentista. Y es que hace tiempo que me parece ver a los más presumidos de nuestros demócratas un tanto desorientados buscando al guardián último de nuestras libertades. Hoy como ayer hay quienes lo buscan en los tribunales, y particularmente en el Constitucional. Otros desesperan esperando la decisión firme y valiente del Presidente o soberano. E incluso hay algunos que creen que la defensa última de la democracia es la movilización de la sociedad civil; la protesta; la calle.
Los que ven a Donald Trump como un neofascista desmelenado tendrán problemas para encajar su exigencia de que los europeos gastemos mucho más en Defensa. La caricatura exigiría que el imperialista fuese el que se armase hasta los dientes. Porque a nadie se le escapa que, exigiéndonos ese gasto, fomenta nuestra libertad. Aún más que la dependencia económica o la energética, la militar condena a una situación de vasallaje, como se sabe desde el feudalismo, por lo menos. Ahora los aliados seremos cada vez menos satélites. Resulta, pues, que el presidente de los Estados Unidos que se perfilaba como el gran enemigo de Europa puede terminar siendo su benefactor.