«Bicicletas estáticas, mancuernas y bancos de pesas inundan las terrazas, transformadas de repente en improvisados gimnasios carcelarios»
En algún momento, casi todos, hemos sentido ese miedo de que toda nuestra vida se tambalea, que cualquier decisión pende de un hilo y todo puede destruirse en cuestión de segundos. Durante esos días de desequilibrio, uno hace un viaje íntimo por todas las capas de su vida para reorientarse, como si de una carta de navegación se tratase, para retomar el rumbo y reencontrarse consigo mismo. Una jefa que tuve me recomendaba que aprovechara para caminar en los días raros.
En una sala enorme, varias hileras de hombres y mujeres sudan y bufan. Corren, pero no avanzan, empujan y nada se mueve. Una música aberrante (un ritmo industrial) marca el compás del ejercicio. El lugar no tiene ventanas sino unos grandes conductos de ventilación. No hay relojes.
Por el piso queda la teoría con la que viven engañados un buen porcentaje de la población. Cuánto más ejercicio hagamos menos ganas de beber alcohol tenemos. Eso quisiéramos. Pero no.