«El españolito podrá vivir con el agua al cuello, podrá vivir con sueldos de miseria y tolerará alquileres desbocados, podrá quedarse sin trabajo, pero nadie le quitará su caña diaria»
José Luis Roig asegura que los partidos deben darse prisa porque «los españoles están muy hartos de los políticos» y habla del «miedo» a que haya un «gobierno de socialistas, comunistas e independentistas».
Vox quiere escribir su apunte en la historia del fin del bipartidismo, y el gentío de Vistalegre más los apuntes de las encuestas le otorgan cierta esperanza de conseguirlo.
Ya se ha glosado estos días la situación de penosa contradicción interna en la que se ha colocado el PSOE, recién llegado al poder, con su ataque frontal a lo que ve como herencia del horrible régimen franquista en la España posterior a Franco, incluida la hoy denostada Transición. Claro está, como aquélla fue consensuada entre políticos que procedían del Régimen, de la oposición interna y del exilio, la denuncia de la relanzada Memoria Histórica recae sobre todos ellos, incluidos los prohombres del propio PSOE: sin la participación de Felipe González, de Alfonso Guerra, de Gregorio Peces-Barba, de Enrique Tierno y de tantos otros, jamás habríamos tenido Transición. Fueron tan importantes como Fraga, Suárez o Carrillo. Y tan reprobables. ¿Qué espera Pedro Sánchez para repudiarlos, para quitar el carnet del partido a los que aún viven? Ellos blanquearon la dictadura y dejaron al dictador en su tumba de Cuelgamuros, según el nuevo credo, ¿no?
El acto en el que Ciudadanos presentó su plataforma España Ciudadana se ha convertido en carne de meme. Y no sin motivo. Las imágenes de una contrita Marta Sánchez tras cantar su particular versión del himno recuerdan más a una escena de la literatura del poder latinoamericano de Roa Bastos que al progresismo liberal europeo alrededor del cual Ciudadanos quiere congregar a una mayoría de españoles.
Ya se trate de una mesa redonda, una conversación de sobremesa o un trayecto en taxi, la fórmula es infalible: para no pelearse y terminar con una dosis reconfortante de indignación, basta con apelar a la educación y su reforma, solución a todos los problemas conocidos y por conocerse.
Cada vez que asisto a algún congreso de filosofía política en Estados Unidos y llega el momento de tomar un tentempié entre conferencia y conferencia, me invaden dos certidumbres. La primera, que el café que nos ofrezcan estará bastante malo. La segunda, que otros profesores me preguntarán a qué me dedico. Yo entonces contestaré que, entre otros, a analizar las diferencias entre patriotismo y nacionalismo. Mi interlocutor me inquirirá entonces amablemente si no son diferencias evidentes. Y yo deberé aclararle, algo azorado, que en España no.
Ayer fue un día de banderas y es comprensible que eso causara inquietud en todo aquel que posea conciencia histórica: rara vez ha habido un desastre colectivo donde no se enarbolase alguna. Pero hay razones para preguntarse si las banderas que vimos ayer ondear en Barcelona pertenecen a esa categoría funesta. Ni que decir tiene que las banderas, como tantos otros símbolos, tienen el significado que les atribuyamos.
El pistoletazo del putsch por etapas en Cataluña brinda una oportunidad irrepetible para la creación de un frente constitucional. No existirá una excusa mejor para que España culmine de una vez por todas su transición e ingrese en la modernidad democrática. Hemos podido comprobar que las fuerzas políticas desconfían de la madurez de sus electores. Hete aquí que el golpe en slow motion del nacionalismo ofrece a todos los partidos una contundente coartada que exhibir ante sus votantes, ya que líderes y aparatchiks les presumen cautivos de sus mismas servidumbres ideológicas.