«Esa conversación, como un baile cuya coreografía sabemos sin siquiera ensayar, marca el inicio del verano como marca el final la caja de higos, los de la floración tardía, que nos llevamos a finales de agosto»
Un día discutía -sanamente, sin acritud- con una madre inteligente a la que conozco de las redes, sobre las cosas que les dejo ver en la televisión o no a mis hijos. Bueno, en la televisión, no. En el ipad o el ordenador. Contrastábamos si son demasiado pequeños para que yo les deje ver las cosas que les dejo ver y esos asuntos recurrentes que nos preocupan a los padres en las familias de hoy.
Lo más difícil de la navidad fuera de casa es el desayuno. Más que todo por la hora. Es costumbre en todos lados que el veinticinco, cuando no hay regalos, se desayunan las sobras, las cuales normalmente ni se guardan la noche anterior. Se dejan por ahí para antojar a sonámbulos y mal dormidos, los cuales van a ellas a veces con hambre y a veces con pena. Así sea en un hotel, o habiéndola pasado solo: El desayuno después de la navidad siempre es raro — justamente por su informalidad, su aire clandestino y su olorcito a resaca.