2020: Qué peliculón, pero sin Óscar
«Una trama que se podría explotar para el cine es la que va de una pandemia mundial a manifestaciones donde se protesta contra el racismo, y donde se considera racista a Churchill»
«Una trama que se podría explotar para el cine es la que va de una pandemia mundial a manifestaciones donde se protesta contra el racismo, y donde se considera racista a Churchill»
«Como nos hablaba Monedero del ‘régimen del 78’ en los circenses debates de la Sexta, ahora Abascal nos habla de ‘dictadura comunista'»
«El triunfo del bulo no es tanto por quien lo fabrica como por el que se lo cree. Quien, por lo general, está predispuesto a creer en ellos»
«Esta izquierda cuqui de Instagram, donde prevalece el meme al argumento, la cosmética ideológica a la solución política, es la que el otro día pudimos ver en el conocido vídeo del cumpleaños de Irene Montero»
«Con Alfred García hemos llegado a la conclusión de que para escribir un libro de poemas es suficiente con no ser el autor de tus propios escritos»
«El independentismo puede ser pacífico, pero eso no exime ni atenúa ninguno de los delitos por los que los políticos independentistas han sido condenados»
«Es asombroso cómo las ideas evolucionan en tan poco tiempo, ver cómo estas operan en una dirección u otra en función de quién las defienda»
Las tres guardan un sesgo que los une: son temas de índole política, sensibles temas de índole política
«Que una obra escrita hace dos siglos ofrezca pasajes y episodios que narren posibles situaciones machistas no es una sorpresa»
Durante estos días de procedimientos parlamentarios y de necesarias formalidades democráticas, políticos independentistas con escaños en el Congreso y entrevistas en medios nacionales hablaban de represiones del Estado español. También comentaban que lo que Cataluña necesita es una solución política al conflicto. Es una frase enlatada que se repite en los círculos de partidos afín a la secesión: solución política al conflicto, solución política al conflicto. Junto con la mitificación, la deliberada idealización victimista, del uno de octubre, la solución política al conflicto es una de las trampas más difundidas por la propaganda independentista.
Lo escribió hace unos días Santiago Gerchunoff en Twitter: “Hay un 97.56 % de posibilidades de que una persona que utiliza la expresión “sin complejos” sea estúpida y tenga malas intenciones”. Desde hace unos años, últimos del zapaterismo, primeros de Rajoy, se ha puesto de moda en ciertos ambientes liberales y conservadores la expresión “sin complejos”. Hay en ese eufemismo, como también dijo Jorge de Palacio en El Mundo, una radicalidad que se asocia a la autenticidad; es decir, a tener la razón, por inercia, en las discusiones: el que habla sin complejos significa que algo de verdad lleva en lo que expone. Como si las posiciones moderadas o tibias fuesen ejemplo de que algo se silencia, algo se oculta, algo se calla. Una conducta que, en la época de la incontinencia verbal y de sobreexposición de nuestras ideas en internet, sugiere hipocresía.
Entre críticos, periodistas y escritores –y más gente de las letras- se ha manifestado una reacción general de asombro y de perplejidad desde que la pasada semana se supiera el nombre del Premio Biblioteca Breve de este año.
Elegido embajador de Tabarnia en su ciudad natal, José Manuel Soto declara en un medio digital sevillano que se siente “un poquito como los cantautores que hacían canción protesta en los años sesenta”. Obviamos la diferencia primera, que es ética y política: en aquellos años hubo dictadura autoritaria donde hoy hay democracia liberal. Obviamos la diferencia segunda, que es estética: el interés que sugieren las canciones de unos comparado con las canciones del otro: donde antes escuchábamos reivindicaciones hoy tan sólo oímos folclore. Y que no podemos equiparar la censura franquista con el aburrimiento de tuiteros desahogados, que es lo que muchas veces pretende nuestro cantante embajador: posicionarse como alguien que sufre por decir sus verdades. Todo, apuntamos, por comentarios con faltas de ortografía en una red social.
Ocurre: muchas veces, sobre todo cuando se charla de política desde visiones opuestas, la corrupción deja de ser un hecho para el análisis y se convierte en un argumento para desacreditar las ideas de quien tengamos delante de nosotros. Sucede que en los casos de corrupción en los que estén implicados los ideológicamente afines a mi contrario, encontramos un gusto de absolvernos nosotros, de absolución de lo propio.
En esa actitud tan insistente sobre el pacifismo en los discursos del independentismo subyace otra lectura. No hay tanta intención de ser pacífico como de buscar en el pacifismo un modo más de provocación.
Entre jóvenes creadores es frecuente el cultivo del arte político. La firma de escritores, poetas, ilustradores, incluso de periodistas culturales, nacidos en los ochenta y principios de los noventa, entrega su genio y su ingenio, su talento y sus dones, a la creación de tono político. Es casi inevitable: son chavales nacidos en un contexto de agitación social, de precariedad y de inestabilidad; de devaluación en las condiciones de vida de quien toma la cultura para ganarse los jornales -¿cuántas veces hemos oído eso de que los años noventa, en la industria del libro, fueron increíbles?-. De esa generación del desencanto proliferan artistas cuyo tema predilecto es la concienciación: la reivindicación y la denuncia social.
Los influencers, gremio que se reproduce y multiplica por obra y gracia de las redes sociales, sobre todo en esa reinvención de Narciso que apodaron Instagram, han invertido la lógica del ídolo: ya no es necesario admirar a alguien por una habilidad extraordinaria que nos emociona o que nos disecciona –nos desvela- los entresijos tantas veces inescrutables de la condición humana, ahora el ídolo lo será en la medida en que se parezca, se acerque, al seguidor; en la medida en que sea celebrada impersonalidad de la masa –contra la primera impresión que nos llevamos de ellos-.
Cuando en el escritor predomina alguna cualidad extraliteraria, principalmente política o social, es difusa la distancia entre los autores que nos gustan y los que nos defienden. Se suele dar con frecuencia: lectores que toman al autor no por su obra sino por afinidades ajenas a esta. Ya sean estéticas o de pensamiento o de opiniones sobre asuntos que poca relación guardan con el oficio de escribir. Son casos, un par de ejemplos, como el de Vargas Llosa o el de autoras cuya etiqueta política es la del feminismo. Para muchos de sus lectores, la condición política prevalece a la calidad o al interés de lo que hayan producido como autores, de los libros que hayan publicado y de la notable destreza que demuestren en sus páginas, en sus personajes, en sus tramas. De ellos no importa tanto, aunque encontremos justificaciones en sus libros, cómo han contribuido a la literatura sino el modo en que pueden representarnos en la ideología y, claro, nutrir a nuestros argumentos de ideas –de nombres- solventes. Así, estos lectores toman al autor como un medio para defenderse en el debate político ante los contrarios. Sus libros atraen por las ideas del autor o de la autora: a ellos no llegan por el camino de la curiosidad lectora estrictamente literaria sino por la cercanía política de estos lectores. Los valoran no por lo que escriben sino por lo que piensan. Aunque tantas veces nos hagan creer lo contrario.
En cuanto en la tele salta un caso de corrupción, en cuanto alguien lee una chapuza burocrática, política o de cualquier gestión institucional, suele ser comentario previsible: ¡anda que igualito en Alemania, o en Francia, o en Noruega -o en cualquier país cercano del que tenemos una imagen un tanto idealizada-! Estoy convencido de que la historia se habrá vivido, ya sea en el corrillo de la empresa o en la conversación ajena, metro, sala de espera del hospital, cola del supermercado. A estos países les suponemos un principio de absoluta eficacia que, por otra parte, nosotros nos negamos.
Estrategia de comunicación: irritar al contrario. Lo vimos hace unos años en la acción política de Podemos
Sobre los ideales bienintencionados es conveniente evitarnos los valores, el asociar un valor a la idea, y preferir los contextos o la situación concreta respecto de esa idea. De no ser así, se suele incurrir en el integrismo, o en el sectarismo, o en el prejuicio. Es fácil: si yo creo que un ideal es bueno por su finalidad –sin más-, lo más probable es que no termine aceptando a quien discrepe de él como un contrario sino como un enemigo.
Ángel Garó transfigurado en el brillo de los vestidos, en la purpurina de los antifaces, en los colores de las serpentinas: no esperemos más. La noche de Fin de Año es una fiesta de José Luis Moreno pero sin José Luis Moreno ni plató de televisión, es decir, sin ficciones, sin posibilidad de huir mediante el mando a distancia: la realidad persigue, acecha, y contra ella no queda más solución que soportar, resignados, su inevitable compañía. Su galería de horrores, de horrores horteras, cuya horquilla de posibilidades va desde la ropa interior de este color o del otro, una obscenidad hablar de tales temas, hasta una cadena interminable de mensajes cursis deseando lo mejor para lo que, en el mejor de los casos, seguirá más o menos igual: nada se inaugura, nada se renueva, nada cambia. Entre tanto, queda el cotillón, que no es más que una fiesta por obligación de fiesta, o sea, una felicidad impostada, programada, previsible, artificial, una felicidad por mandato, que es algo muy triste, muy pobre.
Por aquel entonces, tanto Pablo Iglesias como Juan Carlos Monedero eran dos tipos de fama modesta que salían en la tele, en tertulias de monólogo papagayo y discurso seriado. Dos personajes de un círculo íntimo, universitario y poco más, cuyo gusto oscilaba entre la erudición marxista y el entretenimiento belenestebista. La estrategia de esa exposición televisiva, evidente: salir de, como dicen los niños moderadamente pijos de las Big Four y parábolas de coaching, la zona de confort, con frontera en las facultades de Ciencias Políticas, en el aula de bancos pintados con símbolos anarquistas y frases de ingenuas revoluciones -¿pleonasmo?-.
No es civismo, sino cinismo. Aunque hay que reconocer que el Govern derrocha ganancias en ese cínico victimismo debido a una asociación de conceptos tan ingenua como, aquí lo peor, de buena fe por parte de sus conciudadanos. El Govern ha vendido, y le han quedado beneficios, la imagen de la represión, del pueblo, de un sólo pueblo –esta es otra clave-, sin disidencias ni opiniones contrarias a las de sus intereses, silenciado por la fuerza de un Estado ajeno. La policía que cumple el auto de una jueza y que garantiza los derechos de todos los ciudadanos contra los que pretenden, fuera de la ley, imponer el suyo, es el agresor; los partidos que aprueban leyes sin el más mínimo respeto al procedimiento legislativo estipulado –es decir, sin considerar los cauces establecidos, democracia representativa mediante, por toda la sociedad catalana-, son justos, pacíficos y democráticos; el Gobierno y el Estado que, aplicando el artículo 155 de la Constitución, no suspende la autonomía –como escribe Ignacio Camacho- ni provoca injerencias sino que restituye el orden constitucional y la legalidad vulnerada, casi un invasor, un opresor.
Los discursos drásticos y apocalípticos suelen tener clientela. Bien lo saben los publicistas y los lazarillos de toda idea sesgada e interesada, partidista pero no partidaria. Por eso, quizá convenga huir de las frases absolutas, esas que se construyen sobre un tono solemne de púlpito: suelen ser, tan sólo por evidente razón de espacios, simples, y alarmistas, y se sostienen más en el prejuicio que en el argumento, y esconden un mensaje que, lejos de lo que en un principio pretenden decir, busca inculcar doctrina –el para qué es demasiado complejo, y entra en el terreno de la conjetura-. Esas frases se manifiestan en forma de clichés y de tópicos que todos tenemos más o menos asumidos pero sobre los que no indagamos el alcance de su significado. Como todo cliché cuyo absurdo no es revelado, claro. Entre mi generación, chavales de veinte a treinta y tantos, finales de los ochenta, principio de los noventa, cunde la idea de que vivirás peor que tus padres. Es una expresión que ha surgido en torno a los años de la crisis (2007-?), a causa del desencanto general de una sociedad, joven, sobrecualificada en algunos casos, que ha visto frustradas sus aspiraciones laborales: recortes, disminución de los salarios, precariedad, emigración.
Qué difícil es poner límites y nombres a la historia. Cuando la vives, cuando sigues su curso, cuando no es heredada de la prudente distancia de los hechos y de los libros. Pero eso, junto con la exactitud de la palabra, es lo que exige el oficio, y de este modo, aun conscientes de la posibilidad de incurrir en el error, abandonamos la conducta de los indiferentes.
Por las calles de Cataluña ya han aparecido los primeros carteles en los que se califica de “enemigos del pueblo” a aquellos que sólo buscan el noble ejercicio de la legalidad democrática. Los protagonistas son políticos –líderes de sus respectivos partidos en Cataluña– del PSOE, PP, CSQP y Ciudadanos. El cartel dice así: “Los que nieguen el derecho democrático de la autodeterminación son enemigos del pueblo”. Esa etiqueta de “enemigos del pueblo” suele ser un lema común entre los que no poseen argumentos, sino retórica. Cuando estos perciben que el cómputo general–y ni eso, suficiente con lo parcial– de una sociedad sostiene razones, motivos, con los que rebatir sus propuestas, se dedican a la difamación, al insulto, a la tergiversación. A seguir con su único destino, el de siempre en el terruño de la mentalidad nacionalista, aunque en esta tesitura no sólo pasen los límites de la democracia –algo a lo que ya nos acostumbran–, también los del civismo, al transformar la condición de adversario político en enemigo.
París bien vale una musa. Pero menos mal que no le pusieron por nombre el de Marine. El de Marine Le Pen. De haber sido así, de haberse cumplido temores, rumores, más que musa hubiese sido musaraña.
Si en algo estarán de acuerdo los tres candidatos –Díaz, López y Sánchez- es que en el PSOE necesitan mucho más que avales y militancia. Necesitan ideas, difícil misión, y consenso para planificarlas, proponerlas y realizarlas, objetivo más complicado aún; recordemos: un partido dividido en facciones y en intereses, ¿por ejemplo?: el referéndum de Cataluña o el entenderse, para alcanzar una coalición en el Parlamento y en quién sabe qué más, con Podemos. No es poca cosa. De uno se desprenden las directrices respecto del nacionalismo catalán –uno de los grandes problemas que España arrastra y atraviesa- y del otro depende buena parte de sus fines ideológicos, del color con que contemplarán, abordarán, durante los próximos años la política socialista del partido. Así que ganara Susana –caballo ganador, por otra parte, e incluso de Troya, para otros- o Pedro o Patxi, el debate que importa seguirá su curso, caótico a veces, en las habitaciones interiores del PSOE. Esto es tan sólo una bomba de oxígeno para salvar, de momento, la respiración.
Hay ocasiones en las que ponerse de perfil es un modo de mostrar, con claridad, sin titubeos, las intenciones.
No sé si se trata de una etiqueta con la que colmar de visitas a los titulares de los periódicos o si bien es una realidad posible, total; desconozco si nos vence el interés de buscar una connotación ideológica a lo que no tiene más vuelta de hoja o si de verdad hay en el candidato una inclinación partidista manifiesta que pueda, en cierto modo, perturbar su oficio de autoridad pública.
Hoy es 10 de marzo de 2017, un día, supongo, anodino, rutinario, pasajero, propicio al olvido, como los rostros de los compañeros de viaje en el vagón del metro; un día sin expectativas de género épico o de mayores victorias, a lo sumo una noche de concupiscencias o desenfreno de las pasiones, de certezas universales e inconfesables, de todo lo que bajo la etiqueta de humano nos hace divinos. Pero eso acaso sea esperar demasiado. Hoy, que no hay cifra ni fiesta de calendario, leo una noticia en la que el alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos apunta un dato bastante crudo: en varios países, Burundi o Rusia, dos ejemplos, uno lejano y otro más próximo, hay leyes que culpan a la mujer de la violencia doméstica; es decir, la mujer es la responsable de que cualquier animal denigre sus derechos fundamentales, su dignidad, su libertad, su igualdad.
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