Desde hace ya unos cuantos siglos vivimos, nos movemos y existimos en el capitalismo. Resulta razonable, pues, que este haya experimentado cambios notables a lo largo de tanto tiempo.
«Los algoritmos alienan algo que va más allá de la misma naturaleza: la intimidad del alma»
«Que el Estado ya no sea suficiente, no significa que no siga siendo necesario, como la realidad se encarga de hacernos ver cada día. Y eso es algo que la revolución digital no está tan cerca de cambiar como tanto se ha aventurado»
Quien sabe en qué estará pensando Chomsky ni qué queda de aquel Porto Alegre brasileño que iba a ser la nueva Roma de la antiglobalización. Lo que sabemos es que la aceleración del tiempo define nuestra época. La mentira como verdad existe desde siempre –con el paradigma de los ‘Protocolos de Sión’- pero la post-verdad es eso y algo más: su transmisión hiper-acelerada en el tiempo.
Imagine que es usted el CEO de una empresa mastodóntica, una de esas que ningún gobierno puede permitirse el lujo de dejar caer. Una como Google. Un día, uno de sus empleados, llamémosle X, entra en su despacho y deja encima de la mesa una caja negra cuyo contenido usted desconoce. Al cabo de unas horas, los teléfonos empiezan a sonar. Ese contenido, sea el que sea, ha provocado la ira del resto de los empleados.
Si tuviéramos que elegir entre las conductas universales, en tiempo y en espacio, en época y en contexto, de los mandatarios con dotes y facilidades para el arte de lo excéntrico, una de ellas sería la del principio de exclusión. O de negación de lo propio y retrato malvado y conspirador de lo ajeno. Con tal de no irnos demasiado lejos en la historia, dejaremos algunos ejemplos recientes. Y es que Franco tuvo a sus masones como Chávez y Castro tuvieron al imperialismo yanqui, como el nacionalismo presume de un Estado en el que viven pero oprime. Trump, siguiendo esta actitud –acaso mejor hablar de conductas o gestos, de estrategias para colmar titulares, que de política-, la ha tomado con el periodismo y con Obama, a quienes acusa de enemigos del pueblo en el primer caso y de filtrar informaciones en el segundo.
A quien navegue solo por mares digitales y crea que este podría ser un buen momento para relajarse, permítame recomendarle la lectura de un disparatado libro de viajes firmado por Jonathan Swift. Tal vez el navegante que ojea los periódicos disfrute ahora de una conducción segura en un automóvil sin conductor similar al Google Cooche de la fotografía porque no tiene que preocuparse de maniobras ni nada. Resulta irónico pensar que hace unos años a nosotros nos preocupase aprender a conducir y aprobar exámenes para pilotar un vehículo de motor. El prototipo de “self-driving car” de Google no tiene este problema. En realidad, no siente ni padece emociones.
Hoy he vuelto a casa de Cristina. La conocí hace casi cinco años, después de una cena de Nochebuena. Yo acababa de empezar a salir con Jorge, que por entonces vivía en Bruselas, y habíamos quedado en vernos después de los compromisos familiares de rigor. Me llamó y me dijo que le habían invitado a una fiesta en casa de los Escohotado. Vamos juntos, me apremió. Dudé un poco: no pinto nada, Jorge, no les conozco.
En un mundo global en el que las injusticias campan por sus respetos, la cultura se ve arrinconada cada vez más como algo inservible, anacrónico, pasado de moda, y en ese debate El Quijote como obra cumbre de todos los tiempos tiene algo que decir.