La era de la posverdad es un tiempo dominado por el relativismo. Ya no hay una realidad material, asible, contrastable; solo puntos de vista, voluntades, hechos alternativos. En un mundo en el que la objetividad no existe, todo es relativo. También las distancias. Así, puedo decir que la virtud se encuentra en un punto intermedio entre Hillary Clinton y Donald Trump. O que la elección óptima está tan apartada de quien cuestiona el Holocausto como de quien trabajó en un banco. Situarse en la mediatriz que separa a Macron y Le Pen es algo así como proclamar que tan lejos nos queda Cuenca como Bandar Seri Begawan. Siempre quise escribir Bandar Seri Begawan.
Francia ha sobrevivido a un quinquenio de grandiosa incompetencia en su primera magistratura -incompetencia política, se entiende; en otros terrenos, como el sentimental, el talento de François Hollande es mucho más patente-, y posiblemente pudiera sobrevivir a otro después de las elecciones presidenciales de este año. Pero, por ella misma y por el interés bien entendido de los españoles -que somos sus vecinos- y de todos los europeos, habría que esperar que no sea así y que logre enderezar el rumbo. En la hora más difícil en las relaciones internacionales del último cuarto de siglo, cuando entre Putin, Trump, el Brexit y los nacionalismos y populismos sobrevenidos están a punto de liquidar la construcción europea, lo mínimo que se debe desear es que el eje fundacional de ese viejo sueño, Francia-Alemania, recobre su pulso socioeconómico y su firmeza política. Porque, si no, se nos hunde el tenderete y acabaremos muy mal.