«Se confirma sin duda que nos hallamos ante una de las mayores crisis que han sufrido los templos culinarios y acaso también ante un inminente cambio de ciclo»
Las “creencias de lujo” se las puede permitir Ana Botín pero también ese chaval que hizo periodismo y ahora se reparte las baldas de la nevera con otra gente. En un caso son bienes complementarios, en el otro sustitutivos.
Hace ocho siglos ser, como era Mansa Musa (emperador del Tombuctú y de sus minas de oro), el hombre más rico de la historia del mundo te compraba: cincuenta y siete años de vida, doce mil esclavos vestidos de seda, veinte ciudades de lodo y el más esplendoroso Hajj a la Meca en la historia del Islam. Es decir, cosas mínimas. Hoy en día el mismo viaje que le tomó al rey Mali más de diez meses en completar (inmersos, no olvidemos, en las ardientes arenas del Sáhara, al ritmo del camello taciturno y sin Youtube), además de media tonelada de oro, la hago yo, por ochocientos euros, en seis horas y media de avión, con audífonos, un libro traducido y un bote de aspirinas. Y eso no siendo ni Bill Gates ni muchísimo menos, sino ganando el salario medio en España en este siglo veintiuno.
Desde hace un tiempo he tomado conciencia de lo que supone poder elegir qué comer, que no es otra cosa que una bendición divina por la que deberíamos dar gracias cada día; he valorado que el simple hecho de comer varias veces todos los días es un lujo que no todos pueden permitirse
Lo cierto es que la publicidad no da la felicidad. Nos quejamos demasiado, damas y caballeros, para lo mucho, y bueno, que tenemos a nuestro alrededor.
La belleza está en el interior de lo que cada uno creemos que es interesante, ya sea el interior de una cartera, de un Porsche o de una mansión de 12 dormitorios
Miles de personas haciendo cola ante una tienda de electrodomésticos puede parecer una imagen obscena.