«La ciudad se ha retirado de sí misma, y la naturaleza ha regresado, o al menos ha intentado hacerlo»
«Nuestra sola existencia como especie ya es desestabilizadora: nos adaptamos al medio de manera agresiva, haciendo del mundo un medio ambiente»
«El trigo y la cizaña crecen juntos y no es asunto mío separarlos»
Dicen que España es el país menos poblado de Europa. Reforestar nuestras tierras sería entonces como rehacer un mundo que desaparece.
Toda religión hace referencia a algo que sucedió antes del tiempo y que puso en marcha el tiempo.
Los ecologistas de ciudad sueñan con tener un día una cabaña de ganado, en mitad de un prado cercano a un río. Ellos creen que eso sería una vida maravillosa. En tal caso, piensan en la dureza de levantarse pronto a ordeñar, pero lo compensan con imaginar el frescor del viento al amanecer en su rostro, y se sonríen. También aventuran que será duro andar limpiando la porquería de los animales, pero se les pasa al entender que eso será oler a Naturaleza pura: a la Madre Tierra.
Creo que no hay nada que me guste más que mirar el Arlanza desde las torcas donde anidan los buitres, cerca del monasterio de San Pedro que Sergio Leone convirtió en un sanatorio para Clint Eastwood. O recorrer los cañones que surcan las golondrinas bajo la ermita de San Pelayo, en verano, junto a la cueva que fue una casa neolítica. No hay nada mejor que saludar a los corzos, cuando cae el sol, en los sembrados de Castilla, y no cambiaría por nada una sola de sus encinas, un solo enebro, una sabina.
Las grandes civilizaciones han eclosionado siempre en lugares con mucho sol. Desde los egipcios, la antigua Grecia –cuna de la democracia– o el Imperio Romano, el buen clima ha propiciado el fomento de las relaciones sociales, convirtiendo estas sociedades en referencia durante mucho tiempo de la religión, la filosofía, el derecho o la política. Del humanismo, en fin.
Los árboles que a mi parecer urge contar son esos que empiezan dolorosamente a faltarnos: encinas que sufren la seca, robles que son talados a matarrasa (¡todavía hoy!), alcornoques que sucumben a los incendios.