«Este verano he leído (y terminado) un libro largo y malo por placer. Hacía mucho que no lo hacía»
«Había pensado hablar aquí de la absurda prueba de esfuerzo a la que los políticos han decidido someter a las instituciones: ha pasado agosto y nada parece haberse movido, si no es hacia un enroque todavía mayor»
«Es temprano y las playas están vacías. Hay una poética del día de verano que ya da luz pero al que la gente aún no responde»
La humanidad estival tiene -me incluyo- algo de plaga veterotestamentaria. Nos precipitamos sobre las playas con unánime ferocidad, agolpándonos en las orillas, como si quisiéramos regresar a los orígenes. Se sigue de aquí un ejercicio de convivencia democrática que apenas conoce divisiones ideológicas o de clase: todos, o casi, bajo el sol. Hay, sin embargo, una minoría que se comporta como mayoría: los fumadores. Basta escarbar un poco en la arena para encontrarse, en su obstinada fealdad, con las colillas; en todas partes y a cualquier hora. Son el testimonio de un vicio privado al que no se conocen virtudes públicas. Y quizá sea hora de preguntarse por qué las playas han de convertirse cada verano en planta de residuos de la industria tabaquera.
Hace ya mucho que trabajo muy poco en lo que no me gusta y por eso, cuando la gente me dice “descansa” los días previos a mi salida vacacional, me siento un poco culpable. Trabajar en lo que me gusta no me cansa, y descansar de lo que me gusta, me agobia.
Tiene el verano muchos detractores y no es difícil comprender por qué. En este mismo periódico, Antonio García Maldonado ha descrito con agudeza los horrores estéticos de las localidades turísticas españolas
El pasado domingo día 23 de julio, no bien dio las doce el campanario de Calella de Palafrugell, los poco más de cien bañistas que, provistos de silbatos y a pie derecho, se concentraban en la playa del Canadell, dieron inicio a lo que parecía una protesta.
Mi método va mucho más allá del manual de supervivencia: no piense en divertirse, no se esfuerce en descansar y, sobre todo, no veranee. Concentrarse en divertirse es una paradoja etimológica y existencial que conduce a la neurosis. Esforzarse en descansar es un oxímoron. Veranear convierte un sustantivo tan evocativo como el verano en un verbo activo, con lo que exige eso.
Yo siempre odié el verano. “El sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo”, así arranca el primer párrafo de Murphy —de Samuel Beckett, y con la pesadumbre de quien tan solo encuentra cobijo bajo la sombra y algún otoño, aquel adolescente que yo era observaba con pavor los primeros latigazos del estío: ya están aquí las hordas de madrileños tomando las playas de nuestra Normandía (que es el Mediterráneo de nuestra infancia: las calas de Xàbia o Dénia, el pulpo seco y las gambas roja del Faralló). Ya están aquí las trolleys atestadas de promesas y toda la tristeza del secano, amontonaditas en los vagones del AVE. Yo soy aquella niña repelente de Poltergeist: ya están aquí.