«Debemos asumir que las consecuencias de los errores cometidos por estados vecinos no conocen de límites, aduanas ni fronteras»
El debate fundamental en nuestras sociedades libres y democráticas sigue siendo la importancia de diferenciar entre hechos y opiniones
Cada vez imagino más al país vecino como una gran alfombra que no asume sus colores. Un tapiz bajo el cual el Estado cree poder guardar sus vergüenzas.
Como todo movimiento de masas, el independentismo ha sufrido un empeoramiento ético y estético con el pasar de los años
Joaquim Torra ha anunciado, solemne, tras conocer las acusaciones presentadas por la Abogacía del Estado y la Fiscalía, que “el pueblo catalán” no apoyará los presupuestos generales del Estado y que, además, retira el “apoyo” al Ejecutivo de Pedro Sánchez.
En Cataluña Radio le preguntaron al Presidente Torra si se sentía carcelero de sus propios compañeros. Por aquello de que son presos políticos durmiendo al fin en cárceles catalanas. Dijo Torra que no se sentía tal cosa, que quien los ha encarcelado es la legislación española. Pero el carcelero no es el juez, sino quien administra los barrotes. Y quien administra los barrotes es su gobierno, es decir él, por aquello de que la administración de las cárceles está transferida a la Generalitat. Si a Torra se le pregunta sobre lo que siente y si Torra responde sobre lo que no siente es porque todo el mundo sabe que a estas alturas y ante semejante panorama no merece la pena discutir sobre lo que piensa hacer al respecto, que es nada. Porque si Torra cree que son presos políticos y tienen las llaves de su celda, o las usa para liberarlos o se convierte en cómplice.
Entre finales de los noventa y principios de los diez tuve la oportunidad de conocer la cárcel Modelo de Barcelona. Mi primo estaba preso y solía ir a verlo cada quince días, casi siempre en compañía de mi abuela, que también era la suya, y su hermano menor.
Decía Gloria Fuertes en uno de mis poemas favoritos que por la tarde le crecía la barba de tristeza. “La gente no nota nada. / ¡Qué alegre es Gloria!- dicen al paso. / Sólo mi espejo sabe que tengo / pena de Cristo / barba de Cristo resucitado”. Yo de pequeña iba a una escuela de educación infantil que se llamaba Gloria Fuertes y pensaba que era una santa, viendo ahí su foto por todos lados, como una hembra cándida e imposible. Después, cuando llegué a Maristas en primaria, me encontré con otra mirada que salía de las paredes: la de Marcelino Champagnat, que aún era beato. Un día, la profesora de Francés nos contó que Marcelino en realidad era feo, pero que lo habían pintado atractivo porque sino dime tú a mí qué hacemos con todas las agendas, las sudaderas y los pósters impresos con la cara de un tío horripilante. Se nos habrían quitado las ganas de hacer el bien.
Siempre se suele ser más de la última copa que de la resaca, aunque en este día tengamos que invertir los términos. Tras el miércoles festivo del 12-O, el paraguas de Cristina Cifuentes, el esnobismo de los que nada creen celebrar y el eterno debate, nivel jardín de infancia, sobre el genocidio, el exterminio y la opresión, la noticia: encuentran en un zulo de Francia lo que parece ser los últimos coletazos de los terroristas de la ETA. Arsenal con el que, según nos advierten, se aprovecharían para la enésima extorsión al Estado: yo te entrego las armas y negociamos la condición de los presos. Por suerte, y gracias a esta jugada por sorpresa, el chantaje nunca sucederá –al menos a corto plazo-, aunque ya haya sucedido en épocas pasadas. El trueque del Estado y el terrorismo, digo. Algo, sin duda, horrible.