Desde que el filósofo británico Jeremy Bentham lanzase la pregunta fundacional del animalismo moderno allá por 1780, algo hemos avanzado: cada vez son más los seres humanos conscientes de que el animal, aunque no habla, sufre. Desde luego, sufre cuando se le hacina o mantiene en condiciones de inmovilidad, total o parcial, en beneficio humano; igual que sufre cuando se le mata con idéntico fin. Y aunque a menudo empleamos la palabra “sacrificio” para designar esta acción, parece difícil encontrar ecos religiosos en el sistema alimentario industrial.