Hace unos meses viajé a Ucrania. El exjefe de campaña de Trump, Paul Manafort, acababa de dimitir gracias a una investigación ucraniana, y Trump se suponía que no iba a ganar. El conflicto en el este se había recrudecido y parecía que en la frontera con Crimea iba a empezar un conflicto que finalmente no estalló. Hablé con periodistas, intelectuales, activistas, analistas, politólogos sobre cómo es vivir en una democracia corrupta y débil, en mitad de una guerra en el Este que ha provocado más de diez mil muertos y tras perder el territorio soberano de Crimea. Hablé con un activista LGBT de Lviv, en el oeste, que luchaba contra la iglesia greco-católica y la ortodoxa rusa, con la ultraderecha nacionalista ucraniana y la ultraderecha prorrusa. Había organizado el orgullo gay en Kiev y en Odesa.
Desestabilizar un país para pasar a controlarlo era algo que practicaba la URSS. Y es lo que ha hecho Putin en Ucrania.
Desde cazas ucranianos a cohetes o artillería o bombas de terceros, son cientos las variaciones sobre las versiones diversas de la conspiración para matar a los pasajeros y echar la culpa a los inocentes rusos. Hoy ya sabemos todos los que nos queremos enterar que el MH17 lo derribó en efecto un misil ruso del tipo Buk.
El colapso final del comunismo y el desmembramiento de aquel monstruo que fue la URSS, cuyo poder devoró 60 millones de almas, llegaba a su fin. El trato con Rusia incluía el alquiler de la base de Sebastopol a perpetuidad, única salida al mediterráneo de Rusia.
Estoy convencido que Ucrania no volverá a ser el país que era, ni en el mejor de los escenarios. El este del país tiende a ser una zona inestable con muchas dificultades para que sus ciudadanos se reconcilien.
La crisis ucraniana ha sido la gota que ha colmado el vaso y Rusia ha decidido abandonar un Tratado que, en el fondo, ya era papel mojado teniendo en cuenta la presencia de tropas, tanques y aviones de la OTAN en las repúblicas bálticas, o instructores militares estadounidenses en Kiev.
Es una mirada de pérdida, de la construcción de un mundo anverso, nada cotidiano, donde las órdenes son los alicientes de una realidad reducida a un disparo y a la lucha ¿de qué?
Me da pena la bota que aparece en la foto. Mejor dicho, me da pena el dueño de la bota. Quizá se la ha puesto esta mañana en su casa, le ha sacado brillo y ha dicho: «¡me voy a la guerra!». Y se ha ido.
Noticias como el compromiso de alto el fuego alcanzado en la cumbre de Minsk esta semana, no pueden sino despertar esperanza a cualquiera que entienda que la guerra es la mayor fuente de sufrimiento para un ser humano