'The Vigil' y cómo Blumhouse se convirtió en el rey Midas del cine de terror
Jason Blum convirtió Blumhouse en la Miramax del terror y el año pasado clausuró Sitges con ‘The Vigil’, que se estrena esta semana en nuestras salas
Harvey Weinstein era/es un ser humano terrible, a decir de sus empleados y de sus víctimas. Paranoico, despótico, violento –mientras pudo–; terrible, condenado y en la ruina –entre rejas, como resultado–. Harvey Weinstein era un genio del cine. Ni detrás ni delante de las cámaras; un genio de butaca y oficina, con un olfato finísimo, siempre agazapado y a la caza de talento. Un distribuidor incomparable, un productor con altibajos. El padre cinematográfico de Tarantino; el tipo que hizo Pulp Fiction con ocho millones –persuadiendo a Travolta, Willis y compañía de la conveniencia de trabajar por el salario mínimo– para recaudar más de 200. Harvey vino de la nada, coronó el Everest y volvió al punto de inicio, pero más abajo. Su logro mayor fue Miramax –por supuesto–. Pero si solamente fuera eso. Harvey, junto a su hermano Bob, consiguió lo imposible: que los conocieran como los Bob y Harvey de Tribeca en la Tribeca de Bob De Niro y Harvey Keitel.
[Otro hito: vender el invento (Miramax) a Disney por cien millones y transformar la industria del cine con su fusión de lo indie con lo comercial y con estrategias marquetinianas al límite de la ética. Esta historia está contada al detalle en el libro Sexo, mentiras y Hollywood, de Peter Biskind, y en una versión de andar por casa en este vídeo].
Entiendo que surja una pregunta nada inoportuna y sensata: ¿qué tendrá que ver todo esto, tanto Harvey y tanto Weinstein, con la Blumhouse y The Vigil –que se estrena este viernes en nuestras salas de la mano de Vértigo Films, vaya por delante–?
La respuesta corta: el apellido Blum, al que se añade la palabra casa.
La respuesta no tan corta: Jason Blum fundó la productora más grande del terror –«el lugar donde las pesadillas se vuelven realidad»– tras años en el cine independiente, a la sombra de los Weinstein y en nómina de Miramax, con la ansiedad por las nubes y la lección bien aprendida.
Jason Blum –el coche arranca– convierte la arenisca en oro; van quince años de películas con presupuestos ridículos y taquillas exageradas. Hay que viajar hasta 2007 para dar con su primer éxito, el título que le cambió la vida: la terrorífica Paranormal Activity. Costó 15.000 dólares, recaudó 200 millones –con Paramount en la distribución–, inició una saga que alimentó muchas bocas. Y algo más: Paranormal le demostró que el amante del terror es un espectador leal. Sus aspiraciones, que tenían que ver con el cine de autor, personalísimo, etcétera, viraron de algún modo.
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Extracto de una entrevista a Jason Blum (Filmmaker Magazine, enero de 2017):
SCOTT MACAULAY: ¿Cómo fue el salto al cine de terror? Sé que Paranormal Activity fue tu puerta de acceso y que ahora eres el productor más importante del género. ¿Cómo sucedió, teniendo en cuenta que no vienes de la escena sino del cine de autor y el teatro neoyorquino?
JASON BLUM: Es una perspectiva interesante. No vengo del cine de género, más bien del cine indie. Y lo que adoro del cine independiente es la producción. Lo que odiaba era la distribución. La distribución independiente es una desastre para un productor. Es mejor ahora con la plataformas, pero era muy difícil vender una película cuando lo intentábamos en los noventa. Lo que consiguió Paranormal Activity fue combinar las dos mejores partes del negocio del cine (distribución de estudio y producción independiente). Paranormal Activity me enseñó cómo podían casar el rodaje independiente y la distribución de estudio, y desde entonces me enamoré de las películas de terror.
SM: ¿Había algo en tu ADN que conectara con el cine de género, con las películas que viste de adolescente?
JB: En la adolescencia vi mucho Hitchcock y me encantaban las películas de terror y los thrillers. Y siempre adoré las películas de estudio. Cuando estábamos en Nueva York haciendo películas, veíamos la industria como algo muy lejano. Nosotros jugábamos en otra liga. Iba a ver una película que se proyectaba en 3.000 salas, en lugar de tres, y me preguntaba cómo era posible. Me fascinaba.
Si te fijas en nuestras películas, están absolutamente influidas por el cine independiente neoyorquino de los noventa. Sinister en un drama tipo Sundance sobre un hombre que antepone su carrera sobre el bienestar de su familia. Pero contada desde el cine de género. La purga es una película sobre la regulación de las armas. Déjame salir es una película independiente sobre el racismo. Algo que siempre le pregunto a los cineastas es si su película, desprovista de los elementos del terror, mantiene una buena historia dramática. Porque la mayor parte de las películas no lo hacen, y quiero creer que las nuestras así. Si diseccionas muchas de nuestras películas, compruebas que hay una película indie dentro. Y creo que esa es una de las razones por las que la audiencia responde tan bien ante nuestras pelis: se sienten distintas.
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Si diseccionamos The Vigil, que clausuró la pasada edición de Sitges, damos con esa voluntad: una historia y una idea vestida de cuento para no dormir. Un judío jasídico que abandona la fe tras un suceso traumático y sin solución, irreparable, igual que Gibson en Señales. Un abandono de la comunidad y de la tradición; la caída de cierto modo de comprender la vida. Si Insidious es una película sobre el peso de la infancia, The Vigil –inferior en cada registro, hay que decirlo– es una película sobre el peso de la culpa, que acecha siempre, que custodia a conciencia su vínculo de sangre con la religión: la nuestra, la suya, ¿cualquiera? La culpita católica, que diría Héctor Abad Faciolince. La culpita jasídica, que diría Yacob.
De eso habla Blum: de atmósferas que albergan dramas, de terrores que van por dentro. Uno comprueba con The Vigil que la culpa puede alejarse, mantenerse a raya, contenerse por un tiempo. Pero estará presente, queramos o no, aguardando su oportunidad, a la vuelta de la esquina: a lo suyo, que es lo nuestro. Las películas de la Blumhouse dejan lecciones, para bien y para mal; este debut en la dirección del escritor Keith Thomas no hace excepciones. Parece decirnos que la oscuridad existe y somos nosotros, que la redención es posible, pero no inevitable; que Hemingway se equivocaba, que un hombre puede ser destruido y derrotado. Y que la vida es esto, vaya. Un asunto difícilmente gobernable.