Chantal Akerman y la poética de los ritos cotidianos
La editorial Tránsito publica ‘Una familia en Bruselas’ de la cineasta belga Chantal Akerman. Se trata de un monólogo interior en torno a la experiencia del duelo que tiene como protagonista una mujer que acaba de quedarse viuda y que remite a la progenitora de la propia directora
«De una manera u otra, en mis películas hablo de ella sin parar», le confesaba Chantal Akerman a Marianne Lambert en I Don’t Belong Here, el documental que ésta última rodó sobre la cineasta belga. Akerman afirmaría en más de una ocasión que, con el paso de los años y mirando en retrospectiva, se había dado cuenta de que su madre había sido desde el principio el núcleo de todas sus creaciones. Como la propia cineasta reconoció al final de su vida, fue siempre “una relación a veces de reconocimiento, a veces de negación” la que mantuvo con Natalia Akerman, su madre, una mujer judía polaca que había sobrevivido a Auschwitz, donde, sin embargo, habían muerto sus padres, y que, tras la guerra, se había instalado en Bruselas, ciudad en la que nacería Chantal.
De una manera u otra, la presencia de Natalia en la obra de su hija fue constante y explícita desde 1976, fecha en la que se estrenó News from Home, un filme en el que sobre imágenes de Nueva York -ciudad a la que se trasladó Chantal y se instaló durante algunos años- leía veinte cartas que le había escrito su madre: «Ha hecho un calor horrible, todo el mundo estaba loco. Todo el mundo pregunta por ti. Bueno, querida, sigue portándote bien. Te mando un abrazo de todo corazón, así como papá, Sylvane y toda la familia. Tu mamá que te quiere con ternura», le escribe en una de las cartas, en las que, como en tantas otras misivas, le suplica que se porte bien y le envía saludos de parte de su padre y de su hermana, con quienes no sabemos si mantenía también una asidua correspondencia. En otras cartas, Natalia le pide a su hija que por favor le escriba, pues quiere saber de ella –«Escríbeme sobre tu trabajo y todo»–, a la vez que le informa de todo cuanto sucede en la Bruselas que ha dejado atrás.
En 2015, Chantal rodó su última película, No Home Movie, que se estrenó tras la muerte de Natalie. Rodada principalmente en la cocina de esta, la cinta es un diálogo entre madre e hija, un acercamiento a la figura de su madre y, a la vez, un intento de salvarla de una muerte ya próxima a través de la imagen, donde todo permanece.
La cineasta no sobrevivió demasiado tiempo a su progenitora: ese mismo 2015, tras un tiempo hospitalizada por depresión, se quitó la vida en París. El suicidio marcaría el final de su vida de la misma manera que marcó el inicio de su carrera: en su primera película, un corto titulado Saute ma ville, rodado íntegramente en la cocina de su madre y que narra el suicidio de una joven, interpretada por ella misma, que termina con su vida metiendo la cabeza dentro del horno. Asimismo, también su madre marcaría el inicio y el final de su carrera: como le confesaba a Lambert, no sabía hasta qué punto sería capaz de seguir creando sin su presencia. Y no pudo. La desaparición de Natalie fue un fundido en negro al que, sin embargo, no le siguió imagen alguna.
Si en News from Home y, sobre todo, en No Home Movie, que pueden ser definidas como películas de carácter documental, Natalie participa directamente, en otras ocasiones su figura es evocada por su hija a través de los mecanismos de la ficción o, incluso, simplemente aludida a través de los espacios domésticos, metáforas o, incluso, correlatos de la interioridad y la psique femenina, objeto central de la indagación artística de Akerman. En efecto, la figura de su madre permite a la directora retratar la mujer en su cotidianidad, adentrándose en su esfera más íntima y, por tanto, en esos espacios cerrados en los que poder observar de qué manera se ha construido y se ha desarrollado el rol de la mujer.
Estos espacios se convierten casi freudianamente en nidos protectores y en cárceles siniestras, lugares donde resguardarse y, a la vez, lugares en los que perder toda esperanza, tal y como se ve en su primer filme Saute ma ville o en La Chambre, una película con ecos perequianos en los que la directora, que aparece recostada en la cama, trata de agotar la habitación haciendo que la cámara la recorra en forma rotativa una vez tras otra. En esta naturaleza muerta, donde todo permanece en su sitio, ella, con sus cambios de postura, parece ser lo único disonante. Y es que en este especie de viaje alrededor de su cuarto, Akerman se interroga sobre qué significa y qué implica buscar un lugar propio en medio de un espacio que parece no terminar de pertenecerle y en el que quedan inscritas y en colisión las raíces culturales en medio de las que creció: el giro de la cámara de derecha a izquierda alude a la tradición judía de su familia, mientras que el repentino giro de izquierda a derecha evoca la cultura occidental en la que vive desde que era una niña.
El choque entre dos culturas es también el choque entre dos tiempos: el primero tiene que ver con la experiencia de su madre y la muerte de sus abuelos, mientras que el segundo es ese presente en el que aprender a convivir con un pasado roto del que su madre nunca se repuso y que la propia Akerman llevó encima.
Así se entiende una película como Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles y el monólogo interior Una familia en Bruselas, que acaba de publicar la editorial Tránsito en traducción de Regina López Muñoz. En ambas obras, las protagonistas -Jeanne Dielman y la mujer viuda- son un trasunto no solo de la propia madre de Akerman, sino también de toda una generación de mujeres supervivientes de la Segunda Guerra Mundial que tuvieron que reconstruir entre escombros una vida que estará marcada por la soledad y por la lucha diaria para seguir adelante que nunca les será reconocida. Hay algo de hastío en sus vidas y en los rituales cotidianos concentrados, sobre todo, en determinadas estancias de la casa -la cocina, el baño, el dormitorio.
«Es curioso no veo a esa mujer fuera de la casa y sin embargo de vez en cuando sale, camina por la calle, espera el tranvía». «La veo sobre todo al teléfono y delante del televisor echada en un diván a veces con un periódico delante», dice de sí misma la protagonista en las primeras páginas de Una familia en Bruselas.
Como si fuera una de las mujeres retratadas por Hopper, la protagonista de Una familia en Bruselas aprende a vivir en esa casa que se ha quedado vacía tras el fallecimiento de su marido. Sus hijas viven fuera: una está casada y tiene hijos, mientras que la otra está soltera. La voz de esta última, reflejo distorsionado de la propia Akerman, interviene en el monólogo de su madre hasta el punto de que las voces se confunden, quién habla, quién dice qué, a quién pertenece el relato.
Plantea así Akerman un juego similar al que ya había llevado a cabo en dos películas que, rodadas con una distancia de tres décadas, son perfectamente complementarias: en Les rendez-vous d’Anna (1978), Aurore, una cineasta, decide volver a casa de su madre tras una separación, mientras que en Demain on déménage (2004), Aurore se ha convertido en madre y busca un apartamento en el que vivir con su hija. Las experiencias se repiten y, sobre todo se confunden en las tres obras, especialmente en Una familia en Bruselas, donde, desde su ausencia, la hija mayor rellena los vacíos que su madre deja en ese relato de memoria selectivo, quizás no siempre preciso, donde los momentos felices se confunden con los más dolorosos, como si ambos sentimientos no pudieran existir el uno sin el otro.
«Mi hija cuenta montones de anécdotas y no todas son verdaderas”, confiesa la madre en las últimas páginas de su monólogo. Y es que de la misma manera que la felicidad y la tristeza se superponen también se entremezclan lo real con lo inventado, tal y como sucede en casi toda la obra fílmica de Akerman, donde los límites entre lo documental y lo ficcional se desdibujan, pero ¿acaso no toda recreación, la primera de todas la que lleva a cabo la memoria, no es una forma de invención?
En su habituarse a ese nuevo espacio vacío en el que se ha convertido su casa, la madre repite sus rituales de siempre y, así, aunque su marido ya no está, se encierra en el baño para fumar. Ya no tiene que esconderse para encender un cigarrillo y, sin embargo, sigue haciéndolo. Los rituales se repiten y las estancias siguen siendo habitadas de la misma manera que antes, como si apenas nada hubiera cambiado. Como las protagonistas de sus películas, la madre de Akerman en Una familia en Bruselas parece atrapada en esas estancias y en sus rituales, al mismo tiempo que es ahí donde encuentra su refugio. Y en esta repetición el tiempo se detiene, el pasado y el presente se superponen -el futuro no existe- en un instante detenido en el que se condensa la experiencia no solo de una mujer ni tampoco de una única familia, sino de toda una generación, marcada por la constante erosión de una cotidianidad, tan insoportable como imposible de romper.