La democracia de la literatura que fastidia a los Estados
“La literatura de una nación estará siempre subordinada a su condición social y su constitución política”
“La literatura de una nación estará siempre subordinada a su condición social y su constitución política”
-Alexis de Tocqueville.
En la República de China el premio Nobel de la Paz Liu Xioabo ha muerto encarcelado por su propio gobierno, a kilómetros de distancia durante el 2016 -en la frontera con Hong Kong- cinco libreros habían desaparecido consecutivamente de sus establecimientos por comerciar con libros incómodos para el Partido Comunista, incluyendo historias sobre las costumbres sexuales de sus líderes; en Turquía, la novelista Asli Erdogan cumple prisión preventiva por “atentar contra la moral del Estado” con varios capítulos de una novela erótica de autoría.
La censura no se detiene a detallar idiomas o continentes. Democracia y literatura son casi tan vinculantes como las sociedades en las que actúan, y en el reflejo de sus prohibiciones existe la posibilidad de una comprensión social que ni las organizaciones más abocadas a la libertad de expresión logran canalizar.
El monopolio mediático y la centralización en regímenes prohibitivos como Eritrea, Corea del Norte, Vietnam, Irán, Cuba y China –el país con más periodistas encarcelados anualmente- es también una alerta de restricciones para la construcción de su propia literatura.
El escritor francés Alexis de Tocqueville aceptaba convencido lo anterior cuando redactó en su primer volumen de Democracia en América que, inclusive cuando literatura, poesía, elocuencia, imaginación y memoria se encuentran en manos autocráticas, todas continúan “sirviendo a la causa de la democracia al poner osadamente en evidencia la grandeza natural del hombre. Sus consecuencias se mezclan con aquellas de la civilización y el conocimiento; y la literatura se convierte en un arsenal abierto para todos”.
Este es un principio que rige como efecto secundario cuando la limitación del arte en todas sus formas traspasa esas mismas fronteras que prohíben.
Del latín censor –por la práctica de supervisar el comportamiento del público y su moral en la Roma Antigua- censurar no es una práctica reciente.
En 1931 Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll fue vetado en China por el comportamiento ofensivo que suponía atribuir cualidades humanas a los animales, setenta y cinco años después, en el 2006, en Kansas, Estados Unidos el libro infantil La telaraña de Charlotte fue prohibido por las mismas críticas hacia acciones “antinaturales y blasfemas”. En Israel la poeta Dareen Tatour ha sido juzgada por “colaborar con una organización terrorista” y por cargos de instigación a la violencia relacionados con su poesía. En Egipto, el novelista Ahmed Naji fue encarcelado durante parte del 2016 por transgredir contra la “modestia pública” con extractos de su novela The Use of Life.
La lista continúa, no sólo entre gobiernos monopolizados por ínfulas de comunismo, sino en colegios, Estados, regiones y librerías que imaginan en el contenido sexual, religioso y social de los libros una amenaza para la “cordura” de sus habitantes.
En defensa del escritor
¿Cómo se concibe la conquista de la pluma de un escritor contra la silla de un presidente? Ante la sensata duda sobre lo que puede aportar la literatura en la decadencia de un planeta, con un escenario decorado por guerras civiles, millones de desplazados, epidemias y hambruna el filósofo francés Jean Paul Sartre recuerda que cuando un escritor adopta posiciones políticas y sociales este debe actuar exclusivamente a través de medios personales, es decir: sus palabras.
Defendiendo a la literatura como el arte ideal para elevar la conciencia, revelar acontecimientos y para construir un puente que le exponga al lector las múltiples realidades, Sartre recuerda que el papel del artista es contribuir al despertar de la conciencia de las personas.
Esa conciencia puede ser demorada, pero no eliminada. Según la asociación mundial de escritores PEN Internacional, desde el 15 de noviembre de 2015 al menos 35 escritores han sido asesinados en distintas regiones del mundo como resultado de su trabajo; por otro lado, desde 1982 unos 13 mil 500 libros han sido prohibidos según información de The American Library Association.
La diversidad de la supervivencia
Es evidente que la supervivencia de la diversidad literaria depende del interés del Estado para facilitar su acceso, sin embargo, entre la espada y la pared, es decir, la globalización y la tecnología, el “embargo” de miles de obras consideradas ofensivas para un colectivo tiende a ser un fiasco que sencillamente atrae mayor atención hacia estas.
No es coincidencia que textos como La granja de animales de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, o Las uvas de la ira de John Steinbeck sean algunas de las obras más leídas y estudiadas universalmente, a pesar de que fueron prohibidas en diferentes países por “anticomunistas”, contenido sexual explícito y escándalos religiosos.
La diversidad en la literatura implica y significa una afluencia educada pero sin rasgos elitistas. Una urbe literaria que puede estar integrada por “panaderos, banqueros, farmacéuticos o plomeros. Su primer idioma puede ser español o vietnamita. Se dan al pensamiento crítico, se preocupan por el arte, la intelectualidad vas más allá de los especialistas intelectuales «, así lo establecía el poeta Norteamericano Walt Whitman, quien no vivió para conocer la prohibición en Estados Unidos de American Psycho de Bret Easton Ellis, Trópico de Cáncer de Henry Miller, el veto de Harry Potter de J.K Rowling en colegios cristianos del Reino Unido o el tabú de El Mago de Oz de Lyman Frank Baum -en una librería de Detroit en 1957- por contribuir a la cobardía mental de los niños.
La pluralidad que describe Whitman reniega a la literatura como fuente de un privilegio controlado y sistemático e individualiza su posible influencia. Tocqueville comparaba estos extremos con las autocracias y las democracias, sosteniendo que el pasado es ególatra y narcisista, un vicio del mundo antiguo, mientras que el individualismo tiene un origen democrático que “amenaza con esparcir en proporción similar la igualdad de condiciones”.
La élite de las revoluciones
Aunque la literatura ya no es, o no debería ser, cuestión de clases, como infería Tocqueville “una mente nunca es tan grande y peligrosa como cuando la igualdad se comienza a asentar en esa sociedad. Las libertadas intelectuales deben distinguirse de la anarquía que conlleva una revolución”.
Por aquello de las revoluciones es que el mayor peligro para la libertad en la literatura y el arte es el que existe cuando se fracciona a las personas en una línea que separa a “unos de otros”. En donde la democracia roza, la literatura golpea como la mayor forma de interacción entre el hombre, sus creencias y el Estado. Como sostiene casi jocosamente Whitman, el proceso de una democracia no tiene lugar meramente en la temporada de elecciones.
“¿Tú también, amigo, supones que la democracia es solo para elecciones, política y nombres de partidos?”
De las grandes civilizaciones como Roma y Grecia le sobrevivieron no sus emperadores sino sus escritos. Desde entonces el ejemplo construido en todo relato ficticio o real dirige revoluciones, recuerda los abusos y las formas institucionales fallidas, reta las olas represivas y sobre todo mantiene una conciencia de futuro y pasado para entender y –de ser necesario- denunciar el presente.
Así es como se ilustra a la literatura como el “el único recurso frecuente de moralidad influenciando al mundo”, mucho más efectivo para una sociedad que todas sus constituciones, legislativas y lazos judiciales.
La prueba del papel
John F Kennedy, semanas previas a su encuentro fatal con Leonard Bernstein, hablaba sobre el valor del arte en la sociedad como una forma de verdad y no de propaganda. “La fuerza tiene muchas formas, las más obvias no son siempre las más significativas”, sostenía, reconociendo el rol impopular del artista que se enfrenta a contracorriente en su era.
El autoritarismo, en su afán por unir acciones y pensamientos en una sincronía antinatural olvida que “en la sociedad libre el arte no es un arma”; sin embargo, incluso en las “sociedades libres” las palabras tienen consecuencias.
Desde los tiempos de Tomas Moro en el siglo XVI y su encarcelamiento por alta traición a la monarquía de Enrique VIII, el encierro de Fiódor Dostoievski por cargos de conspiración contra el zar Nicolás I de Rusia o el arresto del escritor ruso y premio Nobel de Literatura Aleksandr Solzhenitsyn en 1945 por expresar opiniones anti estalinistas, la literatura ha buscado frecuentemente alertar sobre escenarios repetitivos y exageradamente posibles.
Hace más de seis siglos Tocqueville presumía sobre el juicio individual creyendo que en un futuro el uso de subjetividades privadas sería frecuente pero no exagerado. Su visión fue un romántico error, pues el límite entre lo privado y lo público lo desdibujan los mismos jefes de Estado anunciando sus fobias personales en comunicados oficiales. No es que hayamos preguntado pero ya todos sabemos lo que Trump piensa de los mexicanos, o que Silvio Berlusconi vea como una ganancia “que te gusten las chicas bonitas a ser gay”.
En la historia no hay vencedores, aunque si conquistadores temporales, pero vencer no siempre significan dirigirse hacia el camino correcto. Miguel Syjuco, profesor de Literatura en la Universidad de New York de Abu Dhabi, recuerda que la noción del bien prevalece en la subjetividad de la mente, y es que Hitler estaba convencido de la sensatez de su justicia, al igual que el Estado Islámico debe estar convencido que sus bombas son necesarias.
No obstante, en el papel está la prueba de que la pluma puede contra la silla: Ulises se enfrentó a sus monstruos, Anna Karenina retó a la intolerancia rusa, Kerouac y Bolaño hicieron de la carretera un camino contra las convenciones y Tom Wolfe encaró con La hoguera de las vanidades las castas en la sociedad neoyorkina de los años 80.
Puede que China no baje su guardia en el futuro inmediato, o que Turquía y Azerbaiyán continúen durante varios años liderando la lista de países del CPJ (Comité de Protección de Periodistas) con mayor censura informativa, pero en el papel sigue estando la prueba de que el registro de las palabras tienen tanto o más peso que el intento por censurarlas.