Mujeres en el frente: la otra cara del ejército durante la Segunda Guerra Mundial
«La guerra no tiene rostro de mujer», es una memoria colectiva que relato los testimonios de estas mujeres veteranas de la Segunda Guerra Mundial.
“—Según los estudios históricos, ¿desde cuándo han formado parte las mujeres de ejércitos profesionales?
—Ya en el siglo IV a. C., en Atenas y Esparta, las mujeres participaron en las guerras griegas. En épocas posteriores, también formaron parte de las tropas de Alejandro Magno. El historiador ruso Nikolái Karamzín escribió sobre nuestros antepasados: «En ciertas ocasiones, las eslavas se unían valientemente a sus padres y esposos durante las guerras. Por ejemplo, durante el asedio de Constantinopla en el año 626, los griegos descubrieron muchos cadáveres de mujeres entre los eslavos caídos en combate. Además, una madre, al educar a sus hijos, siempre les preparaba para que fueran guerreros»”
Conversación entre un historiador y Svetlana Alexievich
La guerra no tiene rostro de mujer
Ante el presente la guerra puede ser vista como algo forzado e innecesario, apocalíptico y letal, después de dos conflictos bélicos mundiales ¿quién querría alistarse para morir en la frontera de al lado? La conciencia del presente, sin embargo, muchas veces carece de la mirada empática que observa entre culturas y décadas para entender que, detrás de los fusiles y los uniformes militares, en aquella geografía el sentido del deber y el arraigo hacia las naciones podía más que la hambruna y las granadas.
Servir en el frente era una responsabilidad que se evocaba con ansias, un honor necesario para continuar con la conciencia tranquila, y aunque es comprensible que en esta trama las caras y perfiles que se evocan sean masculinas, durante la Segunda Guerra Mundial hubo una constante que pocas veces ha sido recreada en primera persona: casi un millón de mujeres combatieron en las filas del Ejército Rojo de la Unión Soviética.
La escritora rusa y Premio Nobel de Literatura en 2015, Svetlana Alexiévich, es una de las pocas –sino la única- autora que se ha dado a la tarea de relatar los testimonios de esas mujeres veteranas -ausentes en las películas y los libros-, y de cómo aprendieron a luchar, matar y sobrevivir luego de que en 1939 se anunciara que Hitler se dirigía hacia Moscú. La guerra no tiene rostro de mujer, es una memoria colectiva publicada originalmente en 1985 que el pasado julio volvió a las estanterías pero esta vez sin la censura impresa que hace 32 años obligó a la autora a omitir más de una realidad.
Aunque ejercer en el ejército –especialmente en siglos pasados- se concebía como una profesión casi exclusiva para hombres las mujeres siempre han tenido de alguna u otra forma participación en su formación. Durante la Primera Guerra Mundial, luego de que se integrara la tecnología de transmisiones, muchas mujeres trabajaban como operadoras, transcriptoras o telefonistas. En 1918 en Estados Unidos al primer grupo en servir en París se les llamaba las Hello Girls –Chicas hola-, y a pesar de que en tiempos de necesidad las mujeres ocuparon y excedieron las expectativas de puestos reservados exclusivamente para manos masculinas, la restricción de género y su idealización hacia los deberes del hogar se mantuvo por demasiado tiempo.
Los roles más comunes que ocupaban las mujeres durante la guerra eran los que implicaban sentarse a contestar llamadas o dedicarse a curar a los heridos, poco se dice de aquél millón de mujeres que se presentaron ansiosas en las oficinas de reclutamiento con 16 años exigiendo que las mandaran al frente a defender a la Rusia de Stalin.
“Fuimos a la oficina de reclutamiento, entramos por una puerta y salimos por otra: me había hecho una trenza muy bonita, salí de allí sin ella… Sin la trenza… Me cortaron el pelo al estilo militar (…) Nos embarcamos con júbilo. Gallardamente. Bromeamos. Recuerdo que nos reímos mucho. (…) ¿Adónde nos dirigíamos? No lo sabíamos. Y, al fin y al cabo, no nos importaba. Deseábamos llegar al frente. Todos luchaban, y nosotras también…”
Así continúan 202 testimonios de mujeres que hoy son madres y abuelas, pero en aquél entonces no contaban todavía con la mayoría de edad cuando aprendieron a disparar un rifle o a manejar una tanqueta de guerra. Instructora sanitaria, francotiradora, tiradora de ametralladora, comandante de cañón antiaéreo, zapadora… Ahora esas mismas mujeres son contables, auxiliares de laboratorio, guías turísticas, maestras… En el camino se perdieron muchas cosas, no solo personas sino futuros y planes comunes, al regresar de la guerra muchas terminaron sus estudios, consiguieron otros trabajos, pero todas se quedaron en Rusia con el peso de los recuerdos entre sus paredes.
Los testimonios revelan una mezcla de vergüenza, temor y orgullo. De las cosas que sucedieron en el frente no se habla, tampoco de los muertos ni de los fantasmas. Se habla de las condecoraciones, de la victoria, de las medallas y las órdenes de oro. Es entonces cuando surgen dos guerras, la de los hombres y la de las mujeres, en la segunda hay algo que los primeros no notan, en sus conversaciones se encajan amaneceres soleados y noches de invierno, detalles que los mismo hombres reconocen no recordar. La guerra de la mujer fue diferente, puede que más cruda por su capacidad para observar, para recordar un zapato de niño en la aldea incinerada o el color de una flor la mañana de su cumpleaños.
“La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana” reflexiona Alexiévich en la introducción del libro.
Por último también está la vida cotidiana: cantaban, se enamoraban, soñaban con el fin de la guerra pero nunca se ajustaron completamente a sobrevivir sin ella una vez se cantó la victoria.
Este es el testimonio de las mujeres de la Unión Soviética, pero ellas no fueron las únicas, en Estados Unidos, Francia, Italia, Polonia, Alemania, miles de rostros femeninos se ofrecían para formar parte de la resistencia y del ejército, hacían cursos de auxiliar, de enfermería, de manejo, lo que fuera con tal de participar en la guerra. Dejaban atrás a sus familias –muchas morían en la espera- y tenían sus primeras experiencias en el frente, su primer beso o su primera declaración de amor. Muchas se cansaron con hombres de su mismo regimiento junto a los cuales pelearon y sirvieron, otras se dieron cuenta con su regreso que la sociedad no las reconocía de igual forma que a su compañeros.
El honor de las mujeres y de los hombres al parecer no poseía el mismo mérito ante los ojos de los sobrevivientes.
Continuación de la conversación entre un historiador y Svetlana Alexiévich
“—¿Y en la Edad Moderna?
—La primera vez fue en Inglaterra, entre 1560 y 1650. Fue entonces cuando se empezaron a organizar hospitales donde servían las mujeres.
—¿Qué pasó en el siglo XX?
—A principios de siglo, en la Primera Guerra Mundial, en Inglaterra, las mujeres fueron admitidas en las Reales Fuerzas Aéreas, entonces formaron el Cuerpo Auxiliar Femenino y la Sección Femenina de Transporte; en total, cien mil efectivos. »En Rusia, Alemania y Francia también hubo muchas mujeres sirviendo en hospitales militares y trenes sanitarios. »Pero fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando el mundo presenció el auténtico fenómeno femenino. Las mujeres sirvieron en las fuerzas armadas de varios países: en el ejército inglés (doscientas veinticinco mil), en el estadounidense (entre cuatrocientas mil y quinientas mil), en el alemán (quinientas mil)… »En el ejército soviético hubo cerca de un millón de mujeres. Dominaban todas las especialidades militares, incluso las más “masculinas”. Incluso llegó a surgir cierto problema lingüístico: hasta entonces para las palabras “conductor de carro de combate”, “infante” o “tirador” no existía el género femenino, puesto que nunca antes las mujeres se habían encargado de estas tareas. El femenino de estas palabras nació allí mismo, en la guerra…”