Tracey Emin, un bidón de gasolina incandescente
La provocadora artista Tracey Emin narra en Strangeland su complicada infancia
“Cuando nací creyeron que estaba muerta. Paul llegó primero, diez minutos antes que yo. Cuando me tocó el turno, salí sin grandes complicaciones: pequeña, amarilla y con los ojos cerrados. No lloré. Porque en el momento de venir a este mundo tuve la sensación de que se había cometido un error”. Así arranca Strangeland (Alpha Decay), la autobiografía de la provocadora artista Tracey Emin. Con un comienzo así se puede esperar un relato sincero y crudo de una vida marcada, en muchas ocasiones, por el dolor y la desgracia, una desgracia de la que hace gala en su trabajo. “Cuando era muy pequeña intenté morir un par de veces”, dice en la primera página de su confesión. No sería la última vez.
Considerada una de las caras más conocidas del Young British Artists la obra de Emin es siempre provocadora. Si en Everyone I Have Ever Slept With (Todas las personas con las que he dormido) forra una tienda de campaña con los nombres de todas las personas con las que ha dormido (en todos los sentidos y por eso están presentes amigos, familiares, amantes e incluso el nombre del chico que la violó cuando tenía 13 años), quizá sea más conocida por la instalación My Bed que en 1998 le sirvió para ser finalista del Turner Prize, el premio más prestigioso del arte británico que anualmente otorga la Tate Modern de Londres.
Aquella nominación no estuvo, sin embargo, exenta de polémica. El revuelo trajo consigo un debate sobre el carácter del arte, de su naturaleza, de su sentido, de sus fronteras. Sea como fuere Emin había conseguido su propósito: provocar. ¿Qué más se puede pedir al arte? Aquella instalación repleta de ropa interior sucia, sábanas descolocadas, condones usados y botellas de alcohol que se gestó durante unos días en los que Emin sucumbió al dolor a causa de un aborto, se subastó en la prestigiosa casa Christie’s en 2014 y se vendió por 3 millones de libras.
Que cada uno saque sus propias conclusiones pero el dolor de Emin es también su propio antídoto y el arte su estandarte, su confesión.
El asunto que nos concierne, una vez contextualizada a la artista, es el relato que ella misma hace de su vida. Sin entrar en su actividad artística Strangeland narra, en tres partes, la complicada vida de una niña que vivió en el hotel de su padre hasta que cayó en bancarrota. Sin la intención de revelar en este artículo su vida completa (para eso está el libro en librerías) Emin cuenta que su hermano gemelo y ella fueron inseparables, que no habló hasta los tres años y desgrana, con todo tipo de detalles, algunas de sus llamadas de atención. “Yo estaba al lado de la tomatera, mis padres se peleaban a gritos. Arranqué el palo de bambú de una de las plantas. El peso de los tomates hizo que el tallo verde se desplomara sobre la tierra. Mientras reñían me clavé el palo en la parte superior del muslo. Empezó a brotar la sangre. Y dejaron de gritar”, escribe la artista.
“Queríamos ser normales”, advierte en un momento. Su hermano y ella se criaron en el Hotel International de la localidad inglesa de Margate. “A medida que nos fuimos haciendo mayores, nuestro mundo nos empezó a parecer cada vez menos natural”, continua. Compartían habitación, un idioma propio hasta los cinco años, episodios de incesto y travesuras como cuando Paul le lanzó a la cara una colilla encendida con un tirachinas o cuando prendió fuego a su cama. Con un lenguaje directo y sencillo Emin va narrando sus peripecias, sus primeras relaciones sexuales, su necesidad de huir. “En nuestras vidas siempre había gente que aparecía y desaparecía. Pero daba la impresión de que Chris era un elemento fijo. Tumbada en su regazo notaba en la zona lumbar la presión de su pene duro y erecto, al tiempo que me acariciaba todo el pecho. Mi pecho pequeñísimo, mis costillitas huesudas. Yo solo tenía diez años”, declara Emin.
Y a los trece fue violada por un chico de su pueblo cuando salía de una discoteca. “Ya te pillaré pedazo de gilipollas, cabronazo de mierda. Y cuando lo haga… el mundo entero sabrá que destruiste una parte de mi infancia”, le dedica a Steve Worrell, uno de los protagonistas de Everyone I Have Ever Slept With. Grandes borracheras y mayores resacas han pulido su vida y con ella ha hecho un arte sincero que interpela al espectador y causa estupor. Tras los violentos episodios sexuales de su vida con trece años comenzó a mantener relaciones sexuales con hombres mucho mayores que ella. Hombres que para ella no era hombres sino “seres humanos débiles que aspiraban a afirmar su masculinidad follándose a una chica de trece años”, afirma en su relato. Un relato, que por otro lado, forma parte de su propia obra, como un elemento más que busca la complicidad del otro. Como entrar en esa tienda de campaña significa ser cómplice y testigo de los momentos más salvajes de esta artista feroz.
Perdió la inocencia joven pero no perdió la batalla y ahí podemos oír su nombre en Bienales, en exposiciones colectivas, en individuales, en diversos museos de todo el globo. Aunque sea difícil decirlo las desgracias de su vida han sido la gasolina que ha incendiado el arte contemporáneo. Un bidón que aún no ha saltado por los aires. Como ella misma dice: “Mi vida siempre ha sido rara. Sin saber nunca lo que era verdad, he vivido en un mundo de sueños”.