¿Qué es el espacio? La incógnita por resolver 300 años de debate después
Si bien la respuesta sobre nuestra existencia parece más o menos resuelta –podemos decir que sí, existimos–, hay cuestión que quizá damos por hechos sin saber muy por qué. Entonces, ¿qué es el espacio? En 1717, como recuerda el diario The Conversation, surgió un debate enfrentado para dar respuesta a esta pregunta, parece que sin éxito. 300 años después seguimos sin ponernos de acuerdo.
Si bien la respuesta sobre nuestra existencia parece más o menos resuelta, hay cuestiones que quizá damos por hechos sin saber por qué. Por ejemplo, ¿qué es el espacio? En 1717, como recuerda la revista The Conversation, surgió un debate enfrentado para dar respuesta a esta pregunta, parece que sin éxito definitivo. 300 años después seguimos sin ponernos de acuerdo.
Algunos matemáticos como Hermann Minkowski o físicos como Albert Einstein sostuvieron que el espacio y el tiempo están unidos en una continuidad. Sin embargo, esta ecuación deja sin resolver qué es el espacio. Así, los físicos del siglo XXI dan distintamente validez a dos formas de comprender el mismo, y se dividen –aunque esta sea una materia para filósofos– entre relacionistas y absolutistas. Las posturas cobraron popularidad cuando así lo quiso una reina inglesa con raíces en Alemania: Caroline de Ansbach (1683-1737). La reina de Gran Bretaña propuso a las grandes mentes enfrentar sus corrientes filosóficas en un tiempo de apogeo racionalista en las islas y de empirismo en el continente.
Un meteorito visto en el cielo de Sarajevo. | Foto: Dado Ruvic/Reuters
La respuesta fue inmediata: el racionalista alemán Gottfried Leibniz y el empirista británico Samuel Clarke –próximo a Isaac Newton– debatieron epistolarmente sobre el espacio y encontraron ciertos lugares comunes, en un plano intelectual. Aquella compenetración fructificó en 1717, y fue toda una revolución en el plano filosófico.
Leibniz dedujo, poniendo de manifiesto su doctrina relacionista, que el espacio existe en función de la relación entre las cosas. Eso quiere decir que el espacio es lo que hay entre las estrellas y los astros, y que si no hubiera nada dentro del espacio, el espacio no existiría. Si acabaran con el universo, no existiría el espacio. Clark llegó a una conclusión distinta: el espacio es todo y como tal está en todas partes. En los árboles, en las estrellas y en nosotros. El espacio es el contenedor donde estamos. El espacio explica el movimiento y explica la vida. Además, Clark relacionó el espacio directamente con la divinidad: Dios es el espacio y está en todas partes. No puedes prescindir del espacio y no puedes prescindir de Dios.
Con la llegada del siglo XVIII, se incorporaron a la discusión otros pensadores, como Isaac Newton, que escribió que el espacio va más allá de los objetos y es una entidad que lo abarca todo y que, como tal, todo se mueve en relación a él. Igual que la Tierra se mueve en relación al Sol. Immanuel Kant, por su parte, definió el espacio como un concepto ideado por los humanos para explicarse el mundo y dotarlo de significado. Era un época de ebullición intelectual y de replanteamiento de la relación del hombre con Dios.
Las luces de Perth, Australia, vistas desde el espacio. | Foto: NASA/Reuters
En este sentido, fueron muchos quienes se alertaron por la idea de que Dios fuera el espacio. Dios no solo estaría en todas partes, sino que sería el contenedor en que se encuentran todas las partes. También se preguntaron si, por tanto, el tamaño de las cosas implicaría un mayor valor, como recuerda la revista especializada, que cita a Bertrand Russell y su posición al respecto, ya en el siglo XX: “Sir Isaac Newton era mucho más pequeño que un hipopótamo, pero no lo valoramos menos que la bestia más grande”.
Ahora la opción divina ya está fuera de la ecuación, incluso para los pensadores contemporáneos que secundan las visiones de Clark. Es el caso de Tim Maudlin y Graham Nerlich. Los puntos de vista de otros coetáneos como Kenneth Manders o Julian Barbour no descartan que ambas posturas sean compatibles. Se cumplen tres siglos desde que Caroline de Ansbach lanzara la piedra, y el debate continúa, sin resolverse.