Pénélope Bagieu: "Pienso que mi trabajo es una mierda incluso cuando me dicen que es genial"
Pénélope Bagieu (París, 1982) posa para la cámara con la parte interior de los brazos hacia fuera, como haciendo un esfuerzo por que se vea la corona que tiene tatuada en el antebrazo. Su piel es blanca y tiene pequitas en la cara, un rostro dulce, y a veces esconde la mirada tras un largo tupé pelirrojo. Bagieu es una de las ilustradoras más conocidas del mundo: sus viñetas se leen en decenas de países por sus libros y por la fama que adquirió con aquel blog llamado Ma Vie Est Tout À Fait Fascinante. Tiene tantos seguidores en Twitter como un primer ministro.
Pénélope Bagieu (París, 1982) posa para la cámara con la parte interior de los brazos hacia fuera, como haciendo un esfuerzo por que se vea la corona que tiene tatuada en el antebrazo. Su piel es blanca y tiene pequitas en la cara, un rostro dulce, y a veces esconde la mirada tras un largo tupé pelirrojo. Bagieu es una de las ilustradoras más conocidas del mundo: sus viñetas se leen en decenas de países por sus libros y por la fama que adquirió con aquel blog llamado Ma Vie Est Tout À Fait Fascinante. Tiene tantos seguidores en Twitter como un primer ministro.
Bagieu estuvo hace unos días en Madrid para promocionar la última obra que se ha publicado en España, Valerosas 2 (Dubbiks), el segundo tomo de su ambicioso proyecto de relatar a través del dibujo pequeñas biografías de mujeres ejemplares. El trabajo es sorprendente, especialmente para quien no está habituado a la novela gráfica, y las historias se encajan como un golpe en el estómago.
“Antes de este libro, hice otra biografía sobre Mama Cass, de The Mamma and the Pappas, y cuando estaba dibujando esta biografía pensé en la lista de mujeres de las que quería escribir”, dice Bagieu. “Pensé que iban a ser diez años de mi vida escribiendo biografías de 300 páginas sobre estas mujeres. Así que en vez de hacer biografías largas de unas pocas, pensé en hacer biografías cortas de muchas”.
En este libro hay un capítulo por cada una de las 15 mujeres escogidas, cada una de ellas con un perfil tan distinto. Sin embargo, todas comparten la particularidad estimulante de superar una y otras vez las adversidades: son historias de redención y victorias a medias.
Una de ellas es la tragedia de Phoolan Devi. Esta historia le hizo preguntarse cómo se dibuja el horror. Devi nació como paria en una ciudad rural de la India y la casaron con un hombre rico cuando tenía 10 años. La violó durante meses, hasta que escapó. Regresó con su familia y la detuvo la policía. Los agentes también la violaron. Años más tarde se enamoró del jefe de los dacoits, un grupo de bandoleros, y estos vengaron a su excaptor. Se incorporó a la banda y durante años asaltó a los ricos para entregar los botines a los pobres. Fue encarcelada, primero, e indultada 11 años después. Tras salir de prisión entró en el Parlamento (1996), fue nominada al Nobel de la Paz (1998) y asesinada a balazos en la puerta de su casa (2001). Su victimario fue recibido como héroe por su comunidad.
La idea de Valerosas nació de Bagieu y contó con el apoyo del diario Le Monde, que se sorprendió en un principio de que el proyecto fuera únicamente con mujeres. Aquella selección no fue sencilla: ella habría incluido decenas, así que el proceso fue necesariamente minucioso. “A algunas de ellas las he admirado siempre”, dice, con voz tímida. “A otras las he descubierto en el camino. Para elegir quería comprobar si era capaz de contar la misma historia una y otra vez a todo el mundo, todo el tiempo, porque eso significa que estoy un poco obsesionada con ella y que es una buena historia”.
Es curioso descubrir cómo todas estas mujeres, cuando fueron niñas, eran inquietas y curiosas, a menudo extravagantes. Uno se pregunta si Bagieu era igual, si ponía la cabeza entre los cojines o disfrutaba más rompiendo a golpes las muñecas que vistiéndolas. “Creo que aprendí a dibujar antes que a caminar”, dice. “Tenía mi propio mundo interior. Pero lo dirigía mucho hacia otras personas. Creé una pequeña cueva en mi cuarto y daba tickets a la gente para que viniera a verla. Y también –y probablemente sea esta la historia más triste que oirás nunca– dibujaba hermanos y hermanas y los colgaba en las paredes. Les ponía nombres y les daba personalidades”. Luego hace un gesto con las manos: “En realidad me crié como una hija única, cuando no lo era. Pasaba mucho tiempo sola. Dibujaba todo el tiempo. Empecé a escribir diarios, empecé a hacer dibujos, hacía libros pequeñitos. El dibujo ha sido siempre mi manera más fácil para comunicarme; no soy muy buena hablando con las personas”.
“Creo que aprendí a dibujar antes que a caminar”
Fue una niña de pocas palabras, dice, y la escuela tampoco le estimulaba. “Me parecía una cosa eterna que tenía que terminar”, dice, bajando suavemente el tono de la voz. “Siempre pensaba: solo me quedan tres años. Dos. Uno”. Porque en el momento en que pudo decidir cómo emplear su tiempo, dice, fue como “nacer de nuevo”: “Descubrí que una puede estar ocho horas sentada frente al escritorio y disfrutar de lo que haces”.
Ya no tenía que esconderse para dibujar, bajo amenaza de castigo, en ese momento confuso que es la adolescencia; en ella no fue distinto. “No tenía aspiraciones, ni autoestima, no tenía ni idea de qué quería con mi vida”, dice Bagieu. “Para mí no había un trabajo posible, no conocía a nadie que se ganara la vida dibujando. Me atormentaba pensar qué trabajo podía hacer. La carrera que tenía en mente era profesora de inglés porque pensaba que tendría tiempo para dibujar por las noches. Era el mejor sueño que podía tener: dibujar por las noches. Por eso cuando visito a adolescentes en los institutos, siempre les digo que sé que hay dos o tres personas que dibujan todo el día. Les digo: ‘¡Sé que existís!’. Y les digo otra cosa: se puede conseguir”.
Todo a base de horas y esfuerzo y una dosis insoslayable de entereza. Cuando le pregunto a Bagieu si ha dudado de su trabajo en algún momento, responde: “¡Buffff!”. Y dice, riéndose un poco: “Casi una vez al día. Cada vez que veo lo que hice el año anterior, hago Arghhhh. Creo que es parte de la complejidad de crear. Pasas la mitad de tu tiempo estando en trance y trabajando como una loca y en medio de la noche porque has tenido una idea, es algo místico. Pasas la otra mitad observando lo que hiciste la otra noche y pensando que es una mierda. Así que simplemente vas y vuelves a cada estado”.
Bagieu dice que nunca admite halagos porque los encuentra tramposos, salvo cuando vienen de unas pocas personas de confianza. “Creo que es importante tener a gente buena alrededor, como un editor o un par de amigos, en cuya opinión confíes”, dice. “De lo contrario, habrá momentos en los que querrás tirar todo por la borda y abrir una panadería. Mi editor en Francia está acostumbrado a estos momentos en los que le envío diez páginas por correo y no me responde y creo que es porque el trabajo que le he mandado apesta hasta que me responde y resulta que, simplemente, estaba reunido y no podía atenderme. Cuando el resto me dice que le gusta mi trabajo, pienso que es porque son amables o porque son mis amigos. Tiendo a pensar que mi trabajo es una mierda, incluso cuando todo el mundo me dice que está genial”.
En esos momentos de duda, dice, siempre tiene algunos autores a mano: unos libros, unas pinturas. “Hay una ilustradora llamada Mary Blair que me ayuda mucho”, dice. “Era la directora de arte de Disney en los años 50. Creó toda la belleza de Disney en aquella época. Eso es muy difícil y nunca recibió el reconocimiento que merecía. Era la época de Peter Pan y Alicia en el País de las Maravillas. Aquella belleza era tan concreta. A veces acudo a ella para refrescar mis ojos con la belleza de sus dibujos. Es como el sueño de una noche, como si mis ojos nacieran de nuevo. Me ocurre también con las pinturas de Odilon Redon. Es tan poético, como de otro mundo. O leo al maestro Quino, que es el más grande. Cuando dudo, le leo. Me ayuda a reescribir”.
“Creo que lo que he perdido por el camino es dibujar por dibujar. Lo he perdido para siempre».
Ahora que Bagieu es tan conocida, que sus libros se venden por miles, es inevitable que pase el tiempo subida en un tren o en un avión, en una gira permanente. Lleva un año de promoción con Valerosas, atendiendo entrevistas como esta, interviniendo en festivales de ciudades como Nueva York, Frankfurt o Madrid, y ahora está deseando retomar las horas en su estudio. “No hay medio más fuerte que las imágenes”, dice. “Hay mucho que puedes decir con los cómics y no de otra manera. Tiene otra música. Y es más barato que el cine”.
Pero no es difícil imaginar que uno renuncia a muchas cosas, más siendo tan joven, cuando tu trabajo –tu vocación– se convierte en tu vida. “Creo que el precio de la ambición es la soledad”, dice, entornando los ojos. “Este es un trabajo muy solitario, y a veces has invertido dos años dibujando lo mismo: los mismos personajes, una página tras otra. Es un proceso muy solitario. No es como algunos artistas de cómic que trabajan juntos y tienen con quien hablar… o tienen un gato”. Y continúa: “Pero la verdad es que –y esto es muy triste también–, cuanto más mayor me hago, más valoro trabajar a solas. A veces termino de trabajar y veo a muchas personas, pero cuando trabajo prefiero no tener a nadie alrededor”.
Pénélope Bagieu parece tímida, pero no lo es tanto, aunque se esconde a ratos tras su largo tupé pelirrojo: “Creo que lo que he perdido por el camino es dibujar por dibujar. Lo he perdido para siempre. Veo que mucha gente ama dibujar y consigue hacerlo cuando está de vacaciones. Yo no puedo. Es como un trabajo adicional. Siempre que dibujo es por algún motivo”.