'La llamada de la tribu' y el viaje de Mario Vargas Llosa al liberalismo
No tienen lugar donde poner sus cámaras y andan todos de puntillas y nerviosos buscando el plano para retratar a Mario Vargas Llosa. El Nobel peruano, a sus 81 años, está inmerso en la promoción de su nuevo libro, La llamada de la tribu, que le gusta reivindicar como su autobiografía intelectual y política, y aparece entre flashes caminando muy despacio, con los ojos entornados, visiblemente cansado o aburrido, y posa con una resignación sincera.
Los camarógrafos protestan en una pequeña esquina de esta sala de audiciones de la Casa de América, en Madrid, donde los organizadores han instalado un photocall discreto. No tienen lugar donde poner sus cámaras y andan todos de puntillas y nerviosos buscando el plano para retratar a Mario Vargas Llosa. El Nobel peruano, a sus 81 años, está inmerso en la promoción de su nuevo libro, La llamada de la tribu, que le gusta reivindicar como su autobiografía intelectual y política, y aparece entre flashes caminando muy despacio, con los ojos entornados, visiblemente cansado o aburrido, y posa con una resignación sincera.
Ahora Mario Vargas Llosa es un abanderado del liberalismo en España, pero esto parecía inimaginable cuando era un adolescente en Lima y comenzó a leer a los intelectuales marxistas. “Era muy difícil para un joven latinoamericano en los años 50 que veía la desigualdad, las injusticias, no encontrar en el socialismo la salida a un pozo sin fondo”, arranca el autor de La ciudad y los perros. “Entonces había dictadores desde un confín hasta otro confín, con algunas excepciones. Los dictadores eran condecorados por Estados Unidos y eso nos empujó hacia la extrema izquierda”.
En su caso, encontró una razón adicional para hacerlo: el pequeño Mario Vargas Llosa descubrió la política a los 12 años, cuando el general Manuel Apolinario Odría derrocó el régimen democrático de José Luis Bustamante y Rivero en 1948. “Él era pariente de mi familia”, explica ante los periodistas. Este hecho le marcó profundamente: creció en él una aversión hacia las dictaduras y comenzó a aproximarse a las doctrinas socialistas. Tanto es así que, pudiendo estudiar en la Universidad Católica –donde se graduaban los chicos de buena familia, los “pitufos”–, decidió hacerlo en la Universidad de San Marcos –donde estudiaban los rebeldes contra la dictadura–. Allí se unió a las filas del Partido Comunista y salió corriendo solo un año después porque, como bromea, eran “bien sectarios”. De esa mirada tan estanca y exclusiva, dice, escapó con la ayuda de los existencialistas franceses, como Sartre.
Años más tarde fue acumulando decepciones, y la mayor de todas ellas fue la deriva autoritaria del régimen castrista en Cuba. “En la Revolución cubana vimos algo que todos buscábamos: un socialismo no dogmático, donde no habría una dirección sectaria y se permitiera la disidencia”, lamenta. Sin embargo, sus visitas a la isla en los años 60 le demostraron que aquello fue un espejismo, lo que constituyó para él un “primer trauma” que se agravó al descubrir como periodista que había campos de concentración en los que se enviaba a disidentes políticos, delincuentes habituales y homosexuales. La indignación le llevó a escribir una carta a Fidel Castro y a organizar junto a otros intelectuales una reunión que se alargó durante toda la noche y hasta la mañana del día siguiente.
“Me sentí como un cura que cuelga el hábito y regresa a la sociedad laica”
“Aquella personalidad enorme, gigantesca, habló y habló”, recuerda. “Me sorprendió muchísimo, pero no me convenció”. Vargas Llosa sostiene que en aquellos años comenzó a dudar de las posibilidades del socialismo y que en su estancia en Londres, durante los tiempos de la “gran revolución” de Margaret Thatcher (1979-1990), culminó su transformación política. “Lo viví desde dentro”, agrega. “Me empujó a leer fundamentalmente a los autores que incluyo en este libro”. A cada uno de ellos –Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel– les dedica un capítulo y un perfil, así como notas personales. “Fueron los años en que me convertí en un liberal”, concluye. “Me sentí como un cura que cuelga el hábito y regresa a la sociedad laica”.
Este libro, en este momento, busca reivindicar una doctrina política que nunca encontró un espacio claro en España, mucho menos en Latinoamérica. “Quiero defender al liberalismo de las calumnias que se han vertido contra esta doctrina que representa la forma más reformista dentro de la democracia, la forma más extrema y radical”, sostiene Vargas Llosa, que considera que el liberalismo siempre fue menospreciado por la derecha conservadora y por la izquierda reaccionaria. “Creo que el liberalismo es el motor que ha llevado a las civilizaciones a la democracia, a ser menos injustas, a separar la Iglesia del Estado, a la igualdad de oportunidades…”, continúa, y desde esos planteamientos construye su visión del mundo.
Vargas Llosa invita a los periodistas a hacerle preguntas y acerca el oído y entorna los ojos cada vez que un periodista pide el micrófono. A menudo elude las preguntas, responde de manera ambigua o desarrolla argumentos nada relacionados con la cuestión inicial. Con todo, habla sin tapujos de Venezuela, una “sociedad frustrada y muerta de hambre”, y critica con dureza el régimen de Nicolás Maduro, una “dictadura” repleta de “corrupción” y vinculada con el “narcotráfico”. Vargas Llosa llama a los ciudadanos venezolanos a evitar las urnas el 22 de abril, cuando se celebran las próximas elecciones presidenciales, y a movilizarse para promover el cambio. “Las elecciones son una farsa y el fraude va a ser espectacular por la propia impopularidad de Maduro”, pronostica el autor peruano. “No creo que haya gente tan ingenua como el expresidente Zapatero para presentarse a esa mentira”.
Tampoco elude la cuestión catalana, que siente cerca por sus años vividos en Barcelona. Vargas Llosa recuerda aquella ciudad como un ecosistema inspirador que “aprovechaba los pequeños espacios para la libertad” que dejaba la dictadura franquista y que protagonizó “el reencuentro de los escritores españoles y latinoamericanos”, separados durante tanto tiempo. Ahora, sin embargo, encuentra Cataluña como una víctima de ese “monstruo” que es el nacionalismo, “una cárcel de racismo y una fuente de violencia”. En cambio, en su época, los independentistas eran “cuatro gatos” y sus amigos catalanes los apuntaban como “viejecitos”, como algo anacrónico.
“Espero que los catalanes se den cuenta de que el nacionalismo no tiene razón de ser, que España es un país de vanguardia”, concluye. “No me voy a olvidar nunca de la manifestación en la que estuve con cientos de miles de personas para decir ‘Basta’. Mi esperanza en que Cataluña vuelva a ser esa vanguardia, como lo era en los años en que viví allí, y deje de ser la retaguardia”.