Oficios de la muerte: "Cuando convives con la muerte no tienes apego a la vida ni al dinero”
Me llamo José Echeverria Juan, tengo 71 años y he trabajado toda mi vida en cementerios. He sido peón, enterrador, conductor del coche-grúa, empleado de los servicios funerarios y encargado en las oficinas. Los 46 años que conviví con la muerte me han enseñado que lo más importante es vivir el momento, que la mayoría de las cosas por las que nos preocupamos son estupideces y que hay que aprender a morir para no sufrir.
Empecé a trabajar como peón ayudando al paleta que se encargaba de tapar los nichos en el cementerio de Badalona un 4 de abril de 1967. Lo recordaré siempre: Tenía 17 años y acepté el empleo porque me pagaban mejor. En mi primer día tuve que mover los restos de un difunto de un nicho a otro sin guantes y cada vez que tocaba un hueso iba corriendo a lavarme. Con el tiempo las condiciones mejoraron y te daban incluso mascarilla, pero aun así era un trabajo duro, había faena los 365 días del año. Y, poco a poco, me inmunicé y fui perdiendo el miedo, pero a lo que no acabas acostumbrándote nunca es a tener que enterrar a una persona joven… Y también los hay que se suicidan. ¿Por qué lo harán? Hay quien dice que son cobardes, pero para mí uno tiene que ser valiente si toma la decisión de matarse. A una persona que se lanza de un quinto piso o espera en la vía y ve llegar el tren, no la llamaría cobarde, sino que creo que hay algo en su ser que la llama a ejecutar su muerte.
En el cementerio tuvimos dos suicidios hace años. Uno de los hombres había perdido a su esposa y se ahorcó en unos pinos junto a la tumba; el otro se disparó. Con este último tuvimos mucho follón… Ya íbamos a cerrar cuando vimos a un taxista esperando en la puerta y nos dijo que su cliente llevaba un rato dentro y todavía no había vuelto, fuimos a buscarlo y lo encontramos muerto. Y luego estuvimos mucho tiempo acudiendo al juzgado para testificar; e incluso el taxista, que se quejaba de que no solo le debía la carrera sino que además cada dos por tres lo llamaban para declarar.
También conocí a un hombre que intentó quitarse la vida junto al nicho de su hijo, que se había suicidado en la vía. Oímos un disparo y fui yo quien lo vio, estaba aún con vida y no dejaban de mirarme muy fijo. Cuando la Policía llegó, resultó que era un vecino. No lo había reconocido con tanta sangre.
Creo que la muerte nos iguala a todos, a pobres y a ricos, porque te vas desnudo igual; lo que cambia es la forma de morir. Trabajé unos años haciendo turnos dobles en la funeraria y yendo a recoger los cuerpos a las casas, te das cuenta de que para todos no es lo mismo. Me acuerdo de que una vez nos llamaron para recoger un cadáver que había sido encontrado en unas cuevas cerca de Montgat y cuando llegamos solo quedaba el esqueleto. Para nuestra sorpresa, era un hombre joven, no tenía más de 25 años, y había muerto de hambre. Hay quien muere en una cama confortable, rodeado de su familia, y otros que lo hacen con toda la soledad del mundo y solo te enteras porque los vecinos no lo ven más y empiezan a sospechar. Una vez fuimos a buscar a un hombre que se había suicidado cortándose las venas e intuimos que en algún momento debió arrepentirse de lo que había hecho, porque había dejado un reguero de sangre por toda la casa hasta caer vencido en la cama.
“En una ocasión, un hombre nos ofreció una buena propina por enterrar a su padre en menos de cinco minutos y cuando se fue llegaba el cortejo fúnebre. ¡Pero ya no había difunto!” – José Echeverria
No me da miedo la muerte, lo que no quiero es sufrir. Cuando te acostumbras a vivir con la muerte no tienes apego a la vida ni al dinero. La vida es más sencilla que todos los temores que te empujan a acumular para el día de mañana. La vida hay que vivirla, y es un sentimiento bastante compartido por las personas que trabajamos en estos sitios. Porque ves mucho. Incluso discusiones y peleas durante los entierros, y a veces incluso teníamos que dejar la caja del difunto para separar a la gente que llegaba a las manos. ¿Por qué nos queremos tan mal?
Hay anécdotas que se te quedan grabadas… Hace muchos años estábamos esperando para celebrar un entierro cuando apareció a toda velocidad el coche fúnebre seguido de otro vehículo. Lo vimos llegar y automáticamente pensamos: “¡Aquí hay lío!”. El hombre se bajó del coche y nos dijo que nos daría una buena propina si enterrábamos a su padre en menos de cinco minutos. “¿Y el resto de los familiares?”, preguntamos. “La única familia soy yo”, nos dijo. Y así lo hicimos. Nos pagó y se marchó. Al cabo de un rato llegó el cortejo fúnebre, pero ¡ya estaba todo hecho!
Y aún he visto peores. Peleas por herencias y pisos delante del difunto. “¿A qué vienes ahora a llorarle si nunca te has preocupado por él?”, y cosas por el estilo. Lo que nunca entendí fue por qué no lo solucionaban en casa y venían a dar el espectáculo y a repartirse la fortuna de malas maneras. De vez en cuando, siempre caía una perla… En otra ocasión, una señora de una familia bastante conocida acudió desde Madrid al entierro de su padre estupenda, con su abrigo de pieles. Ya metíamos la caja en el nicho cuando se lanzó encima gritando: “¡Dejad que me despida de mi padre!”, y no la soltaba. Miré al yerno y me dijo: “Echeverría, no te preocupes que de esto me ocupo yo”, y le pegó un bofetón que todavía debe dolerle la cara. Y, oye, no volvió a decir ni media.
En este oficio, como en la vida, lo más importante es hacer el bien. A mí me saluda la gente por la calle, porque siempre he intentado hacer cosas buenas por los demás. Antiguamente, cuando los forenses hacían autopsias ‘de aquella manera’, para que los familiares vieran a su difunto presentable había llegado a coger hilo y aguja y coserlos yo mismo; también vestí y maquillé. En los últimos años en que me empleaba como encargado de ambos cementerios, el viejo y el nuevo, venía la gente a sentarse a mi despacho y me hablaban de su vida. Porque eran mayores, se iban y tenían la necesidad de contar.
“Nos enseñan a vivir, pero nadie nos enseña a morir” – José Echeverria
Claro que yo he tenido la suerte de no enterrar nunca a un ser querido, pero sí a muchos conocidos. El entierro que más me conmovió no fue de nadie de mi familia, sino el de dos chavales de 14 y 16 años que habían fallecido con sus abuelos en un accidente de tráfico. El padre estaba de pie frente a la grúa con la que subíamos la caja al nicho y no dijo nada, ni un “ay, mis hijos”, pero le caían unos lagrimones que le manchaban el traje. Yo lo miraba de reojo y pensaba: “Cuánto dolor y cuánta entereza hay en ese hombre”.
También había gente que hacía rarezas en el cementerio… Gamberros que solían colarse para pintar cruces invertidas y destrozar lápidas. O una mujer que venía cada semana a dejar cajitas de muerto muy pequeñas en los nichos vacíos; un día la seguí y descubrí que dentro había textos de magia negra. Por dos veces encontramos en la puerta cazuelas de barro con fruta y velas blancas, y les decía a los compañeros: “¿Por qué no las metemos en la nevera? Porque era fruta de calidad, ¿eh? Pero les daba no sé qué… A mí todo eso me hace gracia porque no creo en nada, ni siquiera en la vida después de la muerte.
Nos aferramos demasiado a la vida y hay que aprender a morir para no sufrir. Por suerte o por desgracia, he visto a muchas personas morir y todo damos ese paso algún día. Nos enseñan a vivir, pero nadie nos enseña a morir. Y ya sé cómo me gustaría que sea mi funeral: No quiero que venga ningún cura y se leerán fragmentos de un libro sobre dos amantes que están enfermos de VIH y uno muere y el otro le dicen que está esperando en la habitación de al lado y que pronto se reunirá con él. También tengo escogida la música, unas canciones antiguas de un artista norteamericano. ¡Y luego que me incineren y que cada cual viva su vida!