Sexo, espías y caviar ruso: El 'best seller' picante que causó furor en los locos años 20
‘La Madona de los coches cama’ (ed. Impedimenta), de Maurice Dekobra, se convirtió al poco de publicarse en el mayor éxito editorial de todos los tiempos.
A pesar de que en ciudades como Boston se censuró por irreverente, ‘La Madona de los coches cama’ (Editorial Impedimenta) se convirtió al poco de publicarse en el mayor éxito editorial de todos los tiempos con una cóctel de enredo, frívolas aristócratas y malvados bolcheviques. Y su autor, el francés Maurice Dekobra, en una suerte de rock star de las letras con una vida digna de las fiestas del Gran Gatsby.
Hay escritores a los que la posteridad les trata mejor que su propia época y otros que disfrutan de las mieles del éxito mientras viven y una suerte de malhadada justicia poética los borra de las primeras filas de la historia. Maurice Dekobra fue el gran autor de moda de la década de 1920; vendió más de 90 millones de ejemplares de sus obras, que fueron traducidas a 75 idiomas, y en sus firmas de libros se formaban colas de hasta seis kilómetros. Y sin embargo, con Dekobra sucede que la palabra ‘best seller’ jamás podría ser asociada a aquel libro que se utiliza para estabilizar una mesa que cojea, sino más bien al homónimo literario de una película de los Hermanos Marx, una historia tronchante con diálogos ingeniosos e inspirados y cargada de enredos y absurdos. Eso sí, de un esnobismo saludable, como un desayuno en Tiffany’s. Y es que es imposible separar la obra de un autor de su vida, y la de este dandi, escritor y periodista francés, además de aventurera, fue muy glamurosa. Y casi de leyenda…
Conocido como el ‘novelista de las mujeres’ –sedujo a la mismísima Rita Hayworth-, cuentan que el nacido Maurice Tessier inventó su ‘nom de plume’ siguiendo el consejo de una vidente que predijo que en su nombre había dos cobras ocultas (‘Dekobra’, dos cobras) y que tendría “gloria y fortuna a condición de llevar siempre una máscara puesta”; aunque en los círculos en que habitualmente se movía una vez le llegó la fama todo el mundo la llevase. Una estrella de la jet set que recreó, como también hiciera Scott Fitzgerald, el cosmopolitismo de la época del jazz, con sus personajes excéntricos, mujeres liberadas y viajes exóticos –fue el primer extranjero en visitar Nepal–, uniendo a su vertiente de novelista ‘estupendo’ su faceta como aventurero, reportero e incluso agente de inteligencia durante la I Guerra Mundial.
En ‘La Madona de los coches cama’ las mujeres seducen por deporte, pero también son más poderosas que los hombres y provocan embrujo o terror.
De hecho, el autor del que dicen se inspiró Hergé para crear a su mítico personaje, Tintín, se sirvió de su experiencia en la guerra para escribir ‘La Madona de los coches cama’ (1925), considerada una de las primeras novelas de espías del siglo XX, que ha vuelto a editar Impedimenta demostrando que no es la historia la que castiga con el olvido a los autores que tienen éxito, sino los envidiosos. En ella, el príncipe Gérard Séliman narra su aventura como secretario de Lady Wynham, una bellísima noble británica amante de la provocación, el riesgo y el sexo sin complejos que está al borde de la ruina y emprende un viaje para recuperar unos terrenos petrolíferos que heredó de su difunto esposo, ex embajador de Inglaterra en San Petersburgo. ¿Problema? Tras la revolución rusa las tierras han sido nacionalizadas y ahora deberán convencer a unos ‘malvados’ bolcheviques de que les sean devueltas. Con la mejor de sus armas, la seducción.
Que los rusos sean los malos tal vez sea lo peor de la historia, claro que el Dekobra periodista denunció en su día los excesos del estalinismo e incluso anticipó en los años 30 que el gran conflicto futuro sería entre China, la Unión Soviética y Estados Unidos. Pero lo hace con bastante gracia, como cuando Leonid Varickin, un alto cargo soviético, dice excusándose por su crueldad: “Lo que hacemos es imitar a los americanos (…) Matamos en serie, como el señor Ford” o “Nosotros, los bolcheviques, solo sabemos exportar dos cosas buenas: ¡la teoría y el caviar!”. Así como la magistral y divertidísima descripción que hace de algunos de los personajes, como la déspota Irina Mulavieva, archienemiga de la glamurosa Lady Diana Wynham, que es un “verdugo de corazones y torturadora de cuerpos” y “la marquesa de Sade de la Rusia roja”.
Las mujeres en ‘La Madona de los coches cama’ seducen por deporte, pero también son más poderosas que los hombres y provocan embrujo o terror. Ellas mandan. Y a veces también se hacen preguntas sobre su libertad sexual y su moral que tienen mucho que ver con la época en que fue escrito (qué carajo, si seguimos aún a vueltas con lo mismo…):
– Gerard, ¿os parece que soy de verdad una mala mujer? ¿De veras se puede ser mala cuando oculta sus extravíos bajo la apariencia de una Circe y la viste la lencera más importante de Londres? ¿Cómo separar el bien del mal en un alma poliédrica?
– No sois una mala mujer, sino una filántropa en el sentido más amplio del término.
Diana Wynham no puede situarse, según el narrador, “en ninguno de los planos de la ética moderna” y no tiene remilgos en bailar medio desnuda en una fiesta benéfica para recaudar fondos para los tuberculosos ni pedirle a su secretario que la lleve a ver un espectáculo picante, o responder sin pudor a un excéntrico psicoanalista cuando le pregunta si alguna vez experimentó una “simbiosis onanígera”. Como tampoco lo tenía el seductor y elegante Dekobra, casi un ‘antropólogo’ de la cuestión femenina en un sentido mitad socarrón y mitad literal.
Después de haber sido corresponsal en Estados Unidos durante los años 20’, volvió al país una década más tarde porque quería “estudiar a las norteamericanas”, que eran para él su ideal de mujer y también “buenas amigas y excelentes esposas”, publicó el New York Times a su muerte, en 1973. Obviando el tufillo machista de estas declaraciones y contextualizándolas en su época, a mí me gusta pensar que Maurice Dekobra plasmó en la frívola pero libre, valiente e ingeniosa aristócrata inglesa su alter ego femenino. A fin de cuentas, lo bonito de la literatura es que una vez que el libro cae en manos de un lector lo reescribe a su manera. Como diría Groucho Marx, “estos son mis principios y si no les gustan, tengo otros”.